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Authors: John Christopherson

Tags: #Ciencia Ficción

La muerte de la hierba (17 page)

BOOK: La muerte de la hierba
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—¿Y bien? —preguntó John.

—Sin contratiempos —replicó Roger, alzando lentamente la vista—. En esta planta no hay nadie más.

Y volviendo a mirar a la mujer, agregó: —El desayuno se está haciendo.

Pirrie penetró sosegadamente por la puerta abierta. Al hacerse cargo de la situación, bajó el rifle, y comentó:

—Misión cumplida. ¿Tenía también ella un arma? ¿Hay más en la casa?

—¿Armas o personas? —preguntó John—. Yo no he visto más armas; ¿y tú, Roger?

—No —respondió el aludido, sin apartar la vista de la mujer.

—Hay una chica arriba —explicó John—. Es la hija. La he dejado encerrada.

Pirrie, señalando con el pie hacia la mujer que ahora se quejaba profundamente, dijo:

—¿Y ésta?

—Casi toda la descarga... le ha dado en el rostro —intervino Roger—. Y desde un par de metros de distancia.

—En ese caso... —repuso Pirrie.

Y golpeando la culata de su rifle, preguntó a John: —¿Le parece bien?

Roger observó a ambos. John asintió, y Pirrie se dirigió con su acostumbrado y preciso paso hacia donde se hallaba la mujer. Al apuntar con el rifle, explicó:

—Para esto es mucho mejor una pistola.

El rifle soltó el ruidoso disparo, y la mujer dejó de gemir. Pirrie añadió:

—Además, no me gusta gastar municiones sin necesidad. No vamos a poder recuperar este tiro. Las escopetas están mejor surtidas en partes como ésta.

—De todos modos —argumentó John— no hemos hecho un mal intercambio. Dos escopetas y, presumiblemente, municiones para dos descargas.

—Me perdonarán ustedes —replicó Pirrie— que valore a dos tiros de este rifle como a media docena de escopetazos. Con todo, no ha sido demasiado negativo, ¿Llamamos a los demás?

—Sí —contestó John—. Creo que ya podemos hacerlo.

—¿No sería mejor —medió Roger— que quitáramos estos cuerpos de la vista antes de que vengan los niños?

John asintió y echó a andar pasando por encima del cadáver de la mujer al tiempo que comentaba:

—Generalmente, hay un agujero debajo de las escaleras. Sí, aquí está. Esperen un momento..., he encontrado los cartuchos de las escopetas. Cojámoslos primero.

Y atisbando en los últimos rincones del hueco, continuó:

—Me parece que no hay nada más que nos haga falta. Ya pueden traerla.

Fue necesaria la intervención de los tres hombres para transportar al granjero desde la puerta hasta el agujero que había bajo las escaleras. Luego, John salió afuera de la casa e hizo señas con la mano. El día era resplandeciente, y a John le pareció más fresco que nunca al dejar de sentir el acre olor a pólvora. El viejo perro había vuelto a su antigua posición; era realmente añoso, y casi con seguridad, ciego. No tenía sentido la existencia de un perro guardián que ya no podía vigilar; pero aquel animal —pensó él— no era más sin sentido que los millones de ciegos de los que ellos eran los precursores. Bajó el arma. En cualquier caso, aquel can no se merecía el gasto de un cartucho.

Las mujeres subieron la cuesta con los niños. Ya había desaparecido el aire excursionista; los chicos caminaban calmadamente y sin decir una palabra. Al llegar arriba, Davey preguntó en voz baja a su padre:

—¿Qué han sido esos tiros, papá?

—Ahora tenemos que luchar por las cosas —respondió John mirando a los ojos de su hijo—. Tenemos que luchar para vivir. Es algo que tendrás que aprender.

—¿Los habéis matado?

—Sí.

—¿Dónde habéis puesto los cadáveres?

—Fuera de la vista. Vamos dentro. Tenemos que desayunar.

Había un charco de sangre en la entrada y otro en el lugar en que había caído la mujer. Davey vio los dos, pero no dijo nada.

Cuando todos estuvieron en la sala, John explicó:

—No vamos a estar aquí mucho tiempo. Las mujeres, que nos den la comida. Hay huevos en la cocina y un trozo de tocino. Preparadlo rápidamente. Roger, Pirrie y yo cogeremos lo que haya que llevarse.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó Spooks.

—No. Los chicos, quedaos aquí y descansad. Tenemos un largo día por delante.

Al igual que Davey, Olivia había contemplado los charcos de sangre que había en el suelo.

—¿Eran... sólo dos? —preguntó.

—Hay una chica arriba —contestó John—. La hija. La he dejado encerrada.

—¡Pero debe estar aterrorizada! —exclamó Olivia, dirigiéndose hacia las escaleras.

—Ya te he dicho que no tenemos tiempo que perder —dijo John, deteniéndola—. Ves a preparar lo que necesitamos. Y no te preocupes de nada más.

Ella dudó un momento, y luego marchó hacia la cocina. Millicent la siguió. Ann, que se había quedado en la entrada con Mary, comentó:

—Dos son suficientes. Nosotras nos quedaremos aquí fuera. No me gusta el olor que hay aquí.

—Como quieras —consintió John—. También puedes comer ahí si lo prefieres.

Ann no respondió; se limitó a conducir a su hija adonde daba el sol. Luego de una breve vacilación, Spooks las siguió. Los otros dos niños se sentaron en un viejo sofá que había debajo de la ventana. Enfrente de ellos, en la pared, tenían un reloj marchando rítmicamente. Como la caja era de cristal, podían ver funcionar su mecanismo al tiempo que cuchicheaban.

Cuando las mujeres avisaron que la comida estaba dispuesta, los hombres acababan de recoger todo lo que precisaban. Habían descubierto dos grandes mochilas y una pequeña, y las habían llenado con gruesos pedazos de jamón y carne de cerdo y de vaca en salazón, así como con pan hecho en horno propio. Los cartuchos para las armas fueron colocados encima de todo. También habían encontrado una vieja cantimplora militar. Roger sugirió que llenaran de agua otras botellas, pero John se opuso arguyendo que como el terreno por el que marchaban estaba bien surtido de agua, tenían bastante con la cantimplora.

Al terminar de comer, Olivia principió a recoger los platos. John se dio cuenta de lo que ella estaba haciendo cuando oyó reír a Millicent. Olivia dejó de nuevo los platos en su lugar con alguna confusión.

—Nada de fregar los platos —ordenó John—. Nos vamos en seguida. Aunque es un sitio solitario, cualquier recinto es una trampa en potencia.

Los hombres comenzaron a coger las armas y las mochilas.

—¿Qué pasa con la chica? —preguntó Olivia.

—¿Y qué quieres que pase? —respondió John, mirándola atentamente.

—No podemos dejarla... así.

—Si eso te preocupa —repuso él—, puedes subir y abrirle la puerta. Dile que puede salir si quiere. Ya no importa.

—¡Pero no podemos dejarla sola en la casa! —exclamó.

Y haciendo un gesto hacia el hueco de debajo de la escalera, agregó:

—Y menos con esos...

—¿Qué sugieres entonces?

—Podríamos llevarla con nosotros.

—No seas tonta, Olivia —dijo John—. Sabes que es imposible. Olivia le miró con fijeza. Detrás de su evidente timidez se apreciaba una fuerte resolución. Al pensar en ella y en Roger, John recordó que las crisis siempre podían producir extraños resultados en el comportamiento humano.

—Si no viene con nosotros —replicó Olivia—, yo me quedo con ella.

—¿Y Roger? —preguntó John—. ¿Y Steve? —Si Olivia desea quedarse —intervino Roger—, nosotros nos quedaremos también. Ya no nos necesitáis, ¿verdad?

—Y cuando vengan los próximos visitantes —argumentó John—, ¿quién va a abrirles la puerta? ¿Tú, u Olivia... o Steve?

Se hizo un profundo silencio. El tic-tac del reloj contaba los segundos de una mañana de verano.

—¿Y por qué no podemos llevar con nosotros a la chica si Olivia lo desea? —preguntó Roger—. Llevamos a Spooks, ¿no? Estoy seguro de que esa muchacha no puede representar ningún peligro para nosotros.

—¿Y qué os hace pensar en que va a querer venir con nosotros? —replicó, impaciente y colérico, John—. Acabamos de matar a sus padres.

—Creo que sí vendría —dijo Olivia.

—¿Cuánto tiempo quieres para persuadirla? ¿Dos semanas?

Olivia y Roger cruzaron sus miradas. Fue el segundo quien pidió:

—Vosotros marcharos. Nosotros trataremos de alcanzaros luego... con la chica, si quiere venir.

—Me sorprendes, Rodge —contestó John—. Sin duda que no he debido explicarte bien cuan estúpido es dividir ahora nuestras fuerzas.

Nadie respondió. Pirrie, Millicent y los niños contemplaban la escena en silencio. John miró su reloj, mientras decía:

—Bien. Olivia, te doy tres minutos para que hables con la chica. Si quiere venir, que venga. Pero no vamos a perder más tiempo para convencerla, ninguno de nosotros. ¿De acuerdo? Yo iré contigo. Con el asentimiento del matrimonio, John subió el primero las escaleras, abrió la puerta y le mostró a la muchacha. Esta ya no estaba en la cama; se hallaba arrodillada, posiblemente rezando. John se hizo a un lado para que pudiera entrar Olivia en la habitación. La chica se los quedó mirando de un modo inexpresivo.

—Nos gustaría que vinieras con nosotros, guapa —dijo Olivia—. Nos dirigimos a un lugar seguro que hay en las montañas. Aquí correrías muchos riesgos.

—Mi madre... —replicó la muchacha—. La oí chillar, y luego paró.

—Ha muerto —explicó Olivia—. Y también tu padre. No hay nada por lo que debas quedarte aquí.

—Ustedes les han matado —contestó la niña.

Y señalando a John, añadió:

—El los ha matado.

—Sí —dijo Olivia—. Ellos tenían comida y nosotros, no. Hoy la gente se pelea por la comida. Nosotros ganamos y ellos perdieron. Es algo que no tiene ya remedio. Pero aun así, queremos que vengas con nosotros.

La muchacha les volvió la cara para apretarla contra las ropas de la cama. Con voz ahogada, pidió:

—Déjenme sola. Váyanse y déjenme sola.

John miró a Olivia y movió la cabeza. Ella se inclinó para arrodillarse junto a la chica, al tiempo que la echaba un brazo por el hombro. Dulcemente, insistió:

—No somos malas personas. Estamos tratando de salvarnos y de salvar a nuestros hijos, y por eso los hombres matan si tienen que hacerlo. Pero vendrán otros que serán peores, individuos que matan por el placer de matar, y quizás incluso torturen.

—Déjenme sola —repitió la niña.

—No sacamos mucha ventaja al populacho —dijo Olivia—. Vendrán de todos los pueblos, en busca de comida. Un sitio como éste les atraerá como la miel a las moscas. Tu padre y tu madre hubieran muerto de todos modos en los próximos días, y tú con ellos. ¿No lo crees?

—Váyanse —respondió la muchacha sin levantar los ojos.

—Ya te lo dije —intervino John, dirigiéndose a Olivia—. No podemos llevarla contra su voluntad. Y en cuanto a quedaros vosotros con ella... tú misma has dicho que este lugar es una trampa mortal.

Olivia se puso en pie y movió la cabeza como asintiendo. Sin embargo, cogió de pronto a la niña por los hombros y la obligó a que afrontara su mirada. Tenía una considerable fuerza en los brazos y ahora la estaba utilizando, sin brutalidad pero con determinación.

—¡Escucha! —exigió a la chica—. Tienes miedo, ¿verdad? ¿No es cierto?

Sus ojos mantuvieron a la niña como hechizada. La muchacha movió la cabeza afirmativamente.

—¿Crees que yo quiero ayudarte? —siguió preguntando.

De nuevo hubo asentimiento.

—Tú vienes con nosotros —insistió Olivia—. Vamos a atravesar las Pennines
[13]
, hasta llegar a un sitio de Westmorland en el que todos estaremos a salvo y en donde no habrá más muertes ni salvajismos.

La regular reserva de Olivia se había esfumado; su hablar de ahora era de amargo enojo pero convincente. Después de una breve pausa, prosiguió:

—Tú te vienes pues con nosotros. Hemos matado a tu padre y a tu madre, pero si te salvamos a ti habremos reparado en parte esa acción. A ellos no les hubiera gustado que tú murieras aquí como ellos.

La muchacha seguía mirándola en silencio. Olivia se dirigió a John:

—Espera afuera. La ayudaré a vestirse. Tardaremos sólo un par de minutos.

—Iré abajo para comprobar que todo está dispuesto —respondió John, encogiéndose de hombros—. Recuerda, sólo un par de minutos.

—No tardaremos más.

En la sala, John se encontró a Roger enfrascado en los mandos de una radio que había encima del aparador. Al oír bajar las escaleras a John, levantó ligeramente la vista.

—Nada —dijo—. He intentado coger la emisora del norte, de Escocia, de Midland, Londres... Nada.

—¿Has probado Irlanda? —preguntó John.

—Tampoco se oye nada. Y dudo que se pueda coger alguna desde aquí.

—Quizás esté estropeado el aparato.

—Di con una emisora. No sé qué idioma hablaban, aunque me pareció centroeuropeo. Y sonaba también a desesperación.

—¿Y la onda corta?

—No lo he intentado.

—Probaré yo.

Roger se hizo a un lado y John conectó la onda corta y empezó a mover lenta y cuidadosamente el botón. La aguja había recorrido ya tres cuartas partes de la esfera sin dar con nada. De pronto se captó una voz, interferida por ruidos y disminución de volumen, pero que hablaba inglés. Giró el mando del tono al máximo y le dio todo el volumen que tenía.

—... fragmentaria, pero toda la evidencia indica que la Europa occidental ha dejado de existir como parte del mundo civilizado.

El acento era norteamericano. John dijo, suavemente:

—Así que todavía colea ese bonito lema, ¿eh?

—Durante la pasada noche —prosiguió la voz— han aterrizado en distintas partes de los Estados Unidos y Canadá una gran cantidad de aviones. Por orden del presidente se ha dado asilo a sus ocupantes. El presidente de Francia y los miembros del gobierno de este país, así como las familias reales de Holanda y Bélgica, se encuentran entre los que han entrado en esta nación. Información recibida de Halifax, Nueva Escocia, indica que la familia real inglesa y su gobierno se encuentran allí a salvo. Según la misma fuente de noticias, el depuesto primer ministro de la Gran Bretaña, Raymond Welling, ha dicho que la sobrecogedora celeridad de la crisis ocurrida en su país se ha debido sobre todo a la propagación de rumores en el sentido de que los grandes centros habitados iban a ser bombardeados con bombas atómicas como recurso para salvar al resto de la población. De acuerdo con Welling, tales rumores no tenían ningún fundamento, pero han originado un terrible pánico. Cuando se le dijo que la Comisión de Energía Atómica de aquí había detectado explosiones atómicas ocurridas en Europa durante las últimas horas, Welling declaró que él no podía dar razón de ellas, pero consideraba posible que elementos aislados de las fuerzas aéreas podrían haber utilizado tales medidas desesperadas con el objeto de hacerse de nuevo con el control.

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