La muerte de lord Edgware (11 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La muerte de lord Edgware
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—Eso dicen. Yo también voy a trabajar por mi parte para encontrar al asesino.

—¿Usted? ¡Qué gracia!

—¡Cómo qué gracia!

—Bueno, no sé —su mirada se posó en los vestidos. Se puso por encima, desde los hombros, un traje de seda y se miró al espejo.

—No tiene usted nada que objetar, ¿verdad? —dijo Poirot con los

ojos brillantes.

—¡Claro que no, monsieur Poirot! Al contrario, le estoy agradecidísima por ello y le deseo mucha suerte.

—Yo, señora, más que sus deseos, quisiera su opinión.

—¿Mi opinión? —dijo Jane, ausente, inclinando la cabeza sobre su hombro para ver el vestido—. ¿Para qué?

—¿Quién cree usted que puede haber matado a lord Edgware?

Ella movió la cabeza

—No tengo la menor idea.

Encogióse de hombros y tomó el espejo de mano.

—Señora —repitió Poirot enfáticamente—. ¿Quién cree usted que mató a su marido?

Jane le miró un poco asustada.

—Supongo que Geraldine —dijo.

—¿Quién es Geraldine?

Pero la atención de la actriz se había alejado otra vez.

—Ellis —dijo a su camarera—, ¿quieres arreglarme un poco este hombro izquierdo? —y después, mirando a Poirot—: ¿Qué decía usted? ¡Ah, sí! Geraldine es su hija —y de nuevo a la camarera—: No, Ellis; el hombro derecho, así. ¡Oh, perdóneme, Poirot! ¿Podría usted retirarse? Le estoy muy agradecida por todo cuanto ha hecho por mí. Me refiero a lo del divorcio, aunque ya no es necesario. De todos modos, siempre me acordaré de usted con simpatía.

Sólo vi a Jane dos veces más: una, en el teatro, y otra, en cierta comida a la que yo también estaba invitado. Siempre que pensé en ella me la imaginé tal como la vi en aquel momento, entregada en cuerpo y alma a los vestidos, pendiente por completo de sí misma, mientras sus labios dejaban escapar inconscientemente las palabras que tanto habían de influir en las futuras pesquisas de Poirot.


Epatant
—dijo mi amigo cuando salimos al Strand.

Capítulo XII
-
La hija

Cuando llegamos a nuestras habitaciones encontramos una carta que había sido llevada a mano. Poirot la cogió, la abrió con su habitual delicadeza y se puso a reír.

—¿Que te decía yo, Hastings? Mira, hablando del diablo...

Cogí la carta. El papel ostentaba el membrete siguiente: «Regent

Gate, 17», y estaba escrita con una letra muy bonita, que se leía fácilmente:

Muy señor mío:

Me he enterado de que estuvo usted en casa esta mañana con un inspector de Policía y lamento no haber podido hablar con usted. De serle posible, le agradecería infinito que me dedicase algunos minutos esta tarde.

Suya sinceramente,

Geraldine Marsh.

—¡Qué raro! —dije—. Me gustaría saber por qué quiere verte.

—¿Conque te parece raro que ella quiera verme? Eres muy poco amable, amigo mío.

Poirot tenía la mala costumbre de bromear en los momentos difíciles.

—Vamos a irnos en seguida, ¿sabes? —dijo mientras limpiaba cuidadosamente una imaginaria motita de polvo de su sombrero.

La encantadora sugerencia de Jane Wilkinson de que Geraldine había matado a su padre me parecía algo absurda. Sólo a una cabeza sin seso podía ocurrírsele semejante cosa, y así se lo dije a Poirot.

—Seso, seso. ¿Qué es lo que realmente queremos decir con esta palabra? En nuestro idioma, por ejemplo, diríais que Jane Wilkinson tiene los sesos de un mosquito; vive y se multiplica, ¿no? Eso, en la Naturaleza, es un signo de superioridad mental. La adorable lady Edgware no sabe una palabra de geografía ni de historia. Ni conoce a los clásicos,
sans doute
. El nombre de Lao Tse le parecería el de un perro pequinés de precio, y el de Moliere, el de una
maison de couture
. Sin embargo, tratándose de escoger trajes o de realizar ventajosos casamientos y cuanto se refiera a sí misma, demuestra un talento formidable. A mí la opinión de un filósofo acerca de quién mató a lord Edgware no me serviría de nada, ya que muy pocos filósofos llegan a ser asesinos. Pero, en cambio, la encantadora opinión de lady Edgware me podría ser útil, puesto que estando tan a ras de tierra conoce indudablemente mejor al ser humano en su aspecto más despreciable.

—Tal vez haya algo de verdad en eso —dije yo.


Nous voici
—dijo Poirot—. Estoy deseando saber por qué quiere verme tan urgentemente miss Marsh.

—Es un deseo lógico —contesté—. Tú mismo, hace un cuarto de hora, lo dijiste. Es el natural deseo de ver a solas a un ser único.

—Acaso fuiste tú quien la flechó el otro día —replicó Poirot mientras tocaba el timbre.

Entonces recordé el rostro asustado de la joven cuando al salir de la habitación se detuvo en la puerta. Me parecía ver aún aquellos ardientes ojos en el blanco rostro. Aquella mirada me produjo una gran impresión.

Nos condujeron arriba y entramos en una pequeña sala Minutos más tarde, Geraldine se presentó.

La intensa emoción que me produjo la primera vez que la vi se acentuó en esta ocasión. Era alta, delgada, joven, de rostro pálido, con grandes ojos negros de altiva mirada.

—Ha sido usted muy amable, monsieur Poirot, al venir tan pronto —dijo—. Siento no haberle podido ver esta mañana.

—¿Estaba usted acostada?

—Sí; miss Carroll, ya saben ustedes, la secretaria de mi padre —recalcó—, ha sido muy buena conmigo.

Había una nota de aversión en el tono de la joven que me preocupó.

—¿Y qué es lo que puedo hacer por usted, señorita? —preguntó Poirot.

—El día antes de ser asesinado mi padre vino usted a verle —dijo Geraldine, tras dudar un momento.

—Sí, señorita

—¿Por qué le hizo venir?

Poirot no respondió en seguida Durante unos instantes pareció reflexionar. Sin duda, aquella actitud fue una calculada habilidad suya para aguijonearla y hacerla hablar, pues había advertido en ella un temperamento impaciente.

—¿Temía algo mi padre? Dígamelo en seguida, quiero saberlo. ¿Qué temía? ¿Qué fue lo que le dijo? ¡Oh! ¿Por qué no habla usted, monsieur Poirot?

Pensé que su aparente sangre fría era estudiada; las palabras habían salido demasiado deprisa de sus labios.

Geraldine se inclinó hacia adelante con cierta ansiedad. Sus manos se estrujaban en el regazo.

—Cuanto hablamos lord Edgware y yo fue en tono confidencial, señorita —dijo Poirot lentamente, sin apartar sus ojos del rostro de la joven.

—Entonces es que trataba..., vamos..., quiero decir que debe estar relacionado con la familia. ¡Por favor, no me torture más! ¿Por qué no me lo dice? Es necesario que yo lo sepa. ¡Oh, sí, es necesario, se lo aseguro!

De nuevo Poirot movió lentamente la cabeza; parecía presa de gran perplejidad.

—Monsieur Poirot —dijo la muchacha, acercándose a él—, soy su hija, ¿comprende? Tengo derecho a saber lo que temía mi padre en el último día de su vida. No es justo dejarme en tinieblas.

—¿Siempre ha querido usted tanto a su padre? —preguntó Poirot gentilmente.

Ella se levantó como si la hubiesen pinchado.

—Le adoraba —murmuró—, le adoraba. Yo..., yo...

De pronto, el esfuerzo que hacía para dominarse desapareció. Lanzó una carcajada, y dejándose caer en la silla, rió largamente.

—¡Es tan cómico! —dijo con voz entrecortada—. ¡Es tan cómico que usted me pregunte eso a mí!

La histérica risa no pasó inadvertida para los de la casa, pues se abrió la puerta y entró miss Carroll.

—¡Vamos, Geraldine, vamos! Cálmate, cálmate. ¡Vaya, basta ya! ¡Te lo mando! ¿Oyes? ¡Basta ya!

Las imperiosas palabras hicieron su efecto. La risita de Geraldine fue disminuyendo. Luego secóse los ojos y se levantó.

—Lo siento —dijo en voz baja—, nunca me había ocurrido esto. Miss Carroll la miraba ansiosamente.

—Ahora me encuentro muy bien, miss Carroll. Ha sido estúpido, lo comprendo.

Y sonrió, pero fue una sonrisa amarga la que curvó sus labios, quedando muy erguida en la silla, sin mirar a nadie.

—Monsieur Poirot —siguió después con una voz clara y fría— me ha preguntado si fui siempre muy amante de mi padre.

Miss Carroll, para llamar la atención sin duda, carraspeó. No sabía qué hacer. Geraldine continuó en voz alta e insolente:

—No sé qué será mejor, si mentir o decir la verdad, pero creo que es preferible en este caso la verdad —y afirmó con decisión—: No; yo no adoraba a mi padre; le odiaba.

—¡Geraldine, por Dios!

—¿Qué quiere? Usted no le odiaba porque no tenía ningún derecho sobre usted, era de las pocas personas a las que nada podía hacer. Era simplemente la empleada a quien pagaba un tanto al año. Sus cóleras y sus extravagancias no iban con usted, no tenía que sufrirlas. Sé lo que me dirá, que debía haberme impuesto. Pero usted piensa así porque es una mujer fuerte; además, podía salir de esta casa cuando quisiera. Yo, no; yo le pertenecía.

—Realmente, Geraldine, no creo que sea necesario explicar todo eso ahora. Entre padres e hijos suele haber desavenencias, pero la muerte debe hacernos perdonar.

Geraldine le volvió la espalda y se dirigió a Poirot:

——Monsieur Poirot, yo odiaba a mi padre, y me alegro de que haya muerto porque su muerte significa para mí la libertad... No tengo la menor prisa por encontrar a su asesino. Por lo que sabemos, la persona que lo mató debía de tener poderosas razones que justifiquen su terrible acción.

Poirot la miró pensativo.

—La posición que adopta usted es muy peligrosa.

—Que ahorquen a alguien, ¿devolverá la vida a mi padre?

—No —dijo Poirot con sequedad—. Pero puede salvar la de un inocente.

—No le entiendo.

—El que mata una vez, señorita, vuelve a matar de nuevo, y en ocasiones mata varias veces más.

—No lo creo. No se trataría de una persona normal.

—¿Quiere usted decir que sería un monomaníaco del crimen? Pues sí, señorita, así es. Una vida puede trastornarse..., acaso después de una terrible lucha con la conciencia Entonces el peligro es inminente, pues el segundo asesinato resulta ya realmente fácil. A la más ligera amenaza o sospecha de ser delatado, sigue el tercer asesinato, y poco a poco surge una especie de orgullo artístico y es un
métier
asesinar. Es decir, se acaba haciéndolo por placer.

La muchacha ocultó la cara entre las manos.

—¡Es horrible, horrible! ¡Eso no es cierto!

—Supongamos ahora que le digo a usted que eso ha ocurrido ya, que el asesino para salvarse ha matado ya por segunda vez.

—¡Qué dice usted, monsieur Poirot! —exclamó miss Carroll—. ¿Otro asesinato? ¿Dónde? ¿Quién es la víctima? Poirot movió la cabeza

—Perdóneme, es sólo un ejemplo.

—Menos mal; por un momento creí que realmente... —y miss Carroll añadió, dirigiéndose a Geraldine—: Ahora, si has terminado de decir disparates...

—Veo que está de mi parte —dijo Poirot con una ligera inclinación.

—No creo en el castigo del cielo —dijo miss Carroll vivamente—; pero, por lo demás, estoy completamente con usted. La sociedad debe ser protegida.

Geraldine se levantó y se alisó el cabello.

—Lo siento —dijo—; temo haberme conducido como una loca. ¿Sigue usted negándose a decirme por qué le llamó mi padre?

—¿Que le llamó? —dijo miss Carroll con gran asombro.

—Se equivoca usted, miss Marsh. Yo no me he negado a decírselo —Poirot se vio forzado a hablar claro—. Lo único que le he dicho es que lo que se habló durante esa entrevista debía considerarse como confidencial. Su padre no me llamó, fui yo quien le pedí una entrevista por cuenta de un cliente mío, lady Edgware.

—¡Ah! Ya comprendo —una extraña expresión apareció en el rostro de la muchacha. Al principio creí que era de desilusión, aunque luego comprendí que era de intranquilidad—. He sido una loca —dijo lentamente— al pensar que mi padre se creía amenazado por algún peligro; una verdadera estúpida.

Miss Carroll intervino:

—¿Sabe usted, monsieur Poirot, que me ha dado un susto horrible hace un momento al dejar entrever que esa mujer había cometido un segundo crimen?

Poirot no le contestó y habló a la muchacha:

—¿Cree usted que lady Edgware es la autora de ese crimen, señorita?

Ella movió la cabeza.

—No, no lo creo; no me es posible imaginármela cometiendo un hecho así. Es una mujer muy..., muy... artificiosa.

—Pues no comprendo quién más puede ser —dijo miss Carroll.

—Puede no haber sido ella —arguyó Geraldine—, y, sin embargo, haber venido aquí, marchándose después de una corta entrevista. El verdadero asesino puede haber sido algún lunático que entraría más tarde.

—Todos los asesinos tienen una deficiente mentalidad..., de esto estoy segura —dijo miss Carroll—. Las glándulas de secreción interna...

En aquel momento se abrió una puerta y entró un hombre, que se detuvo, molesto.

—Perdón —dijo—; no sabía que hubiese nadie aquí. Geraldine hizo automáticamente la presentación.

—Mi primo, lord Edgware. Monsieur Poirot. No nos has interrumpido, Ronald.

—¿De veras, Dina? —y añadió—: ¿Cómo está usted, monsieur Poirot? Trabajando para aclarar el misterio de nuestra familia, ¿no es eso?

Traté de recordar. ¿Dónde había visto aquella cara redonda y apacible, aquellos ojos con pequeñas bolsas bajo ellos y el bigotito como una isla en medio de la extensión de la cara?

¡Ah, sí! Era el acompañante de Charlotte Adams la noche de la cena en el cuarto de Jane Wilkinson. El capitán Ronald Marsh; ahora, lord Edgware.

Capítulo XIII
-
El sobrino

La aguda mirada del nuevo lord Edgware advirtió mi ligero sobresalto.

—¡Ah! —dijo amablemente—. Usted también estaba en aquella cena de tía Jane. Yo allí no fui más que una sombra y por eso creí haber pasado inadvertido.

Poirot se despidió de Geraldine Marsh y de miss Carroll.

—Les acompañaré hasta abajo —dijo Ronald amablemente—. Qué cosa más rara es la vida. Un día me echan a patadas, y al siguiente soy dueño del castillo... Mi no llorado tío me echó a puntapiés, como sabrán ustedes, hace tres años. Le supongo ya enterado de todo esto, monsieur Poirot.

—He oído hablar de ello —replicó tranquilamente mi amigo.

—Claro, una cosa así tiene que conocerse. El celoso sabueso no puede ignorarla —hizo una mueca. Luego abrió la puerta del comedor—. ¿Quieren beber algo antes de marcharse? —invitó, cortés.

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