La muerte de lord Edgware (8 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La muerte de lord Edgware
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Habíamos llegado a la puerta de la calle.

—Anoche, cuando vino lady Edgware, estaba usted ahí arriba, ¿verdad? —dijo de pronto Poirot, indicando con el dedo el piso superior.

—Sí. ¿Por qué?

—¿Y afirma usted que vio a lady Edgware entrar y dirigirse, a lo largo del vestíbulo, hacia la biblioteca?

—Sí.

—¿Y vio usted su rostro claramente?

—Ya le he dicho que sí.

—Sin embargo, usted no pudo ver su rostro, señorita. Desde donde usted estaba sólo podía ver la parte superior de la cabeza.

Miss Carroll enrojeció vivamente. Por un momento pareció desconcertada.

—Bien, sí, su cabeza; pero además oí su voz, la vi andar. Esa mujer es inconfundible. Se lo repito, estoy segura de que era Jane Wilkinson, el ser más infame que existe.

Y, volviéndose, se fue hacia arriba.

Capítulo VIII
-
Probabilidades

Japp se marchó y nosotros nos fuimos a dar una vuelta por Regent's Park en busca de un lugar apacible.

—¿Te das cuenta, Hastings, de que la secretaria es un testigo peligroso? Peligroso, porque es involuntariamente falso. Ya has oído cómo hace un momento decía que había visto el rostro de la visitante. A mí eso me pareció completamente imposible. Si hubiese salido ésta de la biblioteca, entonces sí que hubiera sido posible; pero yendo hacia allá, no. Hice entonces el experimento, y resultó como yo había supuesto.

—Sin embargo, la secretaria sigue afirmando que fue Jane Wilkinson quien se presentó en Regent Gate ayer por la noche. Después de todo, la voz y la manera de andar son cosas inconfundibles.

—No, no.

—Hombre, Poirot. Yo te he oído decir mil veces que lo más característico e inconfundible de una persona es su voz y la manera como anda.

—Es verdad, pero también es fácilmente imitable.

—¿Tú crees?

—Haz retroceder tu memoria a algunos días. ¿Te acuerdas de una noche que estábamos en un teatro?

—¿Te refieres a Charlotte Adams? Pero, Poirot, Charlotte Adams es una artista.

—No es difícil imitar a una persona a quien se conozca bien. Claro que Charlotte Adams tiene condiciones excepcionales, y además, la luz de las candilejas y la distancia influyen...

Una repentina idea atravesó mi cerebro.

—Poirot —grité—, no vas a creer que Charlotte Adams haya matado a lord Edgware. ¡Si ni siquiera debió conocerlo!

—¿Qué sabes tú? Pudiera existir entre ellos alguna relación que nosotros no conocemos. La posibilidad de que Charlotte Adams sea la culpable no se aparta de mi cerebro.

—Pero Poirot...

—Espera, Hastings. Deja que te exponga algunos hechos. Lady Edgware ha contado sin la menor reserva las relaciones entre ella y su esposo, e incluso ha llegado a decir que deseaba matarlo. Además de nosotros, lo oyó un camarero, Bryan Martin, Charlotte también lo oyó y todas las personas que estaban en el Savoy. Además, está la gente a quien esas personas lo repitieron. Ahora supongamos que alguien desea matar a lord Edgware y encuentra en Jane Wilkinson una coartada. La noche en que ésta anuncia que se quedará en casa a causa de una violenta jaqueca...,
pone en acción el plan que había concebido
. Para que las sospechas recaigan sobre Jane Wilkinson es necesario que se la vea entrar en Regent Gate. Bien; ya la han visto. Pero aún hace más: al entrar se anuncia como lady Edgware.
Ah, c'est un peu trop ca!
Haría sospechar al más cándido. Hay otra cosa, además. La mujer que entró la otra noche en la casa iba vestida de negro, y
Jane Wilkinson nunca viste de negro
, se lo hemos oído decir a ella misma. Todo eso parece demostrar que no era Jane Wilkinson la que entró en casa de lord Edgware, sino una mujer que se disfrazó y se hizo pasar por ella. ¿Fue esta mujer la que mató a lord Edgware? ¿O bien entró otra persona en la casa y esta última fue la que le asesinó? De ser así, ¿cuándo entró? ¿Antes o después de la visita de la fingida lady Edgware? Si entró después, ¿qué dijo aquella mujer a lord Edgware? ¿Cómo explicó su presencia allí? Podía engañar al criado, que no la había visto nunca, y a la secretaria, que sólo la vio de lejos; pero no puede creerse que lograse engañar al marido. Tal vez, cuando ella entró en la biblioteca, sólo encontró un cadáver, y entonces lord Edgware habría sido asesinado entre las nueve y las diez.

—Por Dios, cállate, Poirot —grité—. Me estás volviendo loco. ¿Qué te hace sospechar tan endiablado complot?

—Aún no puedo decir nada, pero es indudable que alguien tenía algún motivo para desear la muerte de lord Edgware. Está, desde luego, el sobrino, que es su heredero; y a pesar de las afirmaciones de miss Carroll, existe la posibilidad de algún enemigo. Lord Edgware me dio la sensación de ser uno de esos hombres que se crean enemigos con facilidad.

—Sí, eso parecía —afirmé.

—Quienquiera que fuese el asesino, debió disfrazarse muy bien. Si Jane Wilkinson no llega a cambiar de parecer a última hora, le hubiese sido imposible probar su inocencia, la hubiesen arrestado y es muy poco probable que se librase de la horca.

Me estremecí.

—Hay una cosa que me desconcierta —siguió Poirot—. El deseo de culpar a Jane es claro. Entonces, ¿para qué telefonearla? Porque es indudable que alguien la telefoneó a Chiswick, y en cuanto se enteró de que estaba allí antes de... ¿De qué? A la hora en que telefonearon, todavía no había sido asesinado lord Edgware. La intención que guió esa llamada parece ser, no hay otra palabra para ella, beneficiosa. Lo indudable es que no fue el asesino, porque la intención de éste es claramente la de culpar a Jane. Entonces, ¿quién fue?

—Quizá fue sólo una mera coincidencia —sugerí.

—No, no es eso. Hace seis meses fue interceptada una carta. ¿Para qué? Hay en este asunto un montón de cosas inexplicables y que deben tener algo de común entre ellas.

Lanzó un profundo suspiro y continuó:

—Esa historia que vino a contarnos Bryan Martin...

—Pero, Poirot, eso no debe tener nada que ver con nuestro asunto.

—Estás completamente ciego, Hastings.

Poirot lo vería todo muy claro; pero yo, lo confieso, no veía la menor luz que aclarase las tinieblas de mi cerebro.

—Lo que no puedo creer —dije de pronto— es que haya sido Charlotte Adams la autora del crimen; me hizo el efecto de una muchacha muy buena.

—Yo no creo que fuese ella la que cometiese el crimen, Hastings. Es una muchacha demasiado juiciosa. Si se halla mezclada en el crimen, sin saber siquiera que ha cometido...

Se detuvo un momento.

—Pero si fuese así, resultaría un testigo peligroso para el asesino; quiero decir que al leer hoy la noticia del asesinato...

Poirot dejó escapar una exclamación.

—¡Corramos, Hastings, corramos! He estado ciego. ¡Corramos! ¡Un taxi, en seguida, un taxi!

Mientras decía estas palabras, movía nerviosamente los brazos. Hicimos parar el primero que pasó.

—¿Sabes su dirección? —me preguntó Poirot.

—¿La de Charlotte Adams?


Mais oui, mais oui.
Pronto, Hastings. Cada minuto es precioso. ¿No te das cuenta?

—No —dije—, no me doy cuenta de nada. Poirot se mostraba impaciente.

—Miremos la guía telefónica. ¡No!, no estará. Vayamos al teatro.

En el teatro no se mostraron dispuestos a darnos la dirección de Charlotte. Por fin Poirot la consiguió: vivía en una casa de Sloan Square. Nos dirigimos hacia allí. A Poirot le devoraba una impaciencia febril.

—Por lo menos, que no lleguemos tarde, Hastings.

—Pero ¿por qué toda esa prisa, Poirot? No lo entiendo. ¿Qué significa?

—Significa que he sido muy torpe, que no he comprendido lo que estaba claro como el agua.
Ah, mon Dieu!
Por lo menos, que lleguemos a tiempo.

Capítulo IX
-
Un nuevo crimen

Aunque ignoraba la causa de la agitación de Poirot, le conocía lo bastante para estar seguro de que era justificada. Llegamos a Rosedew Mansions, Poirot bajó del taxi, pagó al chófer y entró apresuradamente en la casa. La habitación de miss Adams estaba en el primer piso, como nos informó una tarjeta de visita clavada en una tablilla.

Poirot subió rápidamente la escalera sin esperar el ascensor, que en aquel momento estaba en uno de los pisos superiores.

Era tal su impaciencia, que golpeó la puerta después de tocar el timbre. Pasó un rato hasta que abrió la puerta una pulcra mujer de mediana edad, con el cabello echado hacia atrás. Sus párpados estaban enrojecidos, como si hubieran llorado mucho.

—¿Miss Adams? —preguntó ansiosamente Poirot. La mujer le miró.

Su rostro se había puesto mortalmente pálido, comprendiendo que aquello, sea lo que fuere, era lo temido por él.

La mujer continuó moviendo lentamente la cabeza:

—Miss Adams ha muerto. Murió mientras dormía. ¡Ah, es horrible! Poirot se apoyó en el quicio de la puerta.

—¡Demasiado tarde! —murmuró.

Su agitación era tan visible, que la mujer le miró con mayor atención.

—Usted perdone. ¿Era usted amigo suyo? No recuerdo haberle visto nunca por aquí.

Pero Poirot no contestó a aquella pregunta, sino que dijo rápidamente:

—¿Llamaron ustedes a un médico? ¿Qué ha dicho?

—Qué tomó una dosis excesiva de un soporífero. ¡Oh, pobrecilla! ¡Una muchacha tan joven y bonita! ¡Qué cosa tan peligrosa son las drogas! El médico dice que tomó veronal.

De pronto, Poirot se irguió, y, autoritario, dijo:

—Debo entrar en la casa.

Veíase claramente que la mujer dudaba

—No sé... —empezó a decir.

Pero Poirot tomó el único camino que podía conducirle al resultado apetecido.

—Tiene usted que dejarme pasar, porque soy detective y debo investigar las circunstancias de la muerte de su señorita.

La mujer, por fin, se apartó y entramos en el piso. Poirot comenzó a hacerse dueño de la situación.

—Todo cuanto le he dicho —siguió autoritariamente— debe quedar entre nosotros, no debe repetirlo a nadie, ¿oye usted? Todo el mundo debe seguir creyendo que miss Adams ha fallecido de muerte natural. Haga el favor de darme el nombre y dirección del médico que llamó usted.

—Es el doctor Heath, Carlisle Street, diecisiete.

—Ahora déme su nombre.

—Alice Bennet.

—Por lo que he podido apreciar, parece que quería usted mucho a miss Adams, miss Bennet.

—¡Oh, ya lo creo! Era una joven tan bondadosa... Estuve a su servicio el año pasado, cuando vino aquí. No era como la mayoría de las artistas. Parecía una verdadera señorita. Tenía unos gustos muy refinados y le gustaba todo lo exquisito.

Poirot escuchaba con simpatía y atención, sin demostrar la menor impaciencia. Comprendía que la amabilidad es el medio mejor para obtener los informes que uno desea.

—Debe de haber sido un golpe terrible para usted.

—¡Ya lo puede usted decir, señor! Entré aquí con el té a las nueve y media, como hago cada día, y estaba acostada. Pensé que dormía aún. Entonces puse la bandeja sobre una mesa y descorrí las cortinas, una de cuyas anillas se enredó y tuve que tirar más fuerte. Hice bastante ruido. Miré hacia la cama y me sorprendió que no se hubiera movido. Fue en aquel momento cuando me pareció notar algo raro y me acerqué a ella, tocándole la mano. Estaba helada como el mármol. Salí de aquí gritando.

Se detuvo. Sus ojos se le habían llenado otra vez de lágrimas.

—Realmente —dijo Poirot—, debe de haber sido terrible para usted. ¿Tomaba a menudo drogas para dormir miss Adams?

—De cuando en cuando tomaba para el dolor de cabeza unas tabletas que están en un tubo. Pero debieron de ser de otra clase las que tomó anoche, según dijo el doctor.

—¿Vino a verla alguien anoche? ¿Tuvo alguna visita?

—No, señor. Pasó la velada fuera de casa.

—¿Le dijo acaso adonde iba?

—No, señor; salió cerca de las siete.

—¡Ah! ¿Puede decirme cómo iba vestida?

—Llevaba traje y sombrero negros.

Poirot me miró.

—¿Llevaba alguna joya?

—Solamente el collar de perlas que usaba siempre.

—Y los guantes..., ¿eran grises?

—Sí, señor.

—Muy bien. Ahora explíqueme el aspecto que tenía: ¿estaba alegre, animada, triste, nerviosa?

—Me pareció que estaba de buen humor por algo que no me dijo. Se reía sola, como si pensase en algo alegre.

—¿A qué hora volvió?

—Poco después de las doce.

—¿Tenía el mismo aspecto que al salir?

—Parecía cansadísima.

—Pero ¿no trastornada o angustiada?

—¡Oh, no! A mí me pareció que seguía estando alegre. Trató de telefonear a alguien, pero al fin lo dejó para hoy por la mañana, porque no podía más.

—¡Ah! —exclamó Poirot, cuyos ojos brillaron excitados. Dio un paso hacia adelante y preguntó, cambiando de tono—: ¿Oyó usted el nombre de la persona a quien quiso telefonear?

—No, señor. Sólo pidió el número y esperó; la central debió de decirle que trataba de que contestase y oí que replicaba: «Muy bien.» Pero, de pronto, bostezó y dijo: «No puedo más, estoy rendida», y, colgando el aparato, empezó a desnudarse.

—¿Se acuerda usted del número que pidió? Vamos, trate de recordarlo. Puede ser muy importante.

—Lo siento, pero no puedo decírselo. Sé que era un número de Victoria, pero es lo único que recuerdo. Mi cabeza no retiene nada.

—¿Comió o bebió algo la señorita antes de acostarse?

—Un vaso de leche caliente, como hacía a menudo.

—¿Quién se lo preparó?

—Yo misma.

—¿Y no entró nadie en el piso anoche?

—Nadie.

—¿Y durante el día?

—Tampoco entró nadie, que yo recuerde. Miss Adams comió y tomó el té fuera de casa; volvió hacia las seis.

—¿A qué hora trajeron la leche? Me refiero a la que tomó por la noche.

—Por la tarde. El muchacho que la trae la dejó fuera a las cuatro. Pero creo que no había nada malo en ella. Yo la he tomado esta mañana con té. Además, el médico dice que fue ella misma quien debió de tomarlo.

—Quizá esté yo equivocado; es muy posible —dijo Poirot—. Necesito ver al doctor —y añadió—: ¿Sabe usted si miss Adams tenía enemigos? En América las cosas son muy distintas.

La buena Alice dudaba; pero, al fin, mordió el anzuelo.

—¡Oh!, ya lo sé. Ya he leído las cosas que hacen en Chicago los pistoleros. Debe de ser un país malísimo. Yo no sé lo que hace allí la Policía. No debe de ser igual que la nuestra.

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