La muerte del dragón (52 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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Sardyn Wintersun, más ensangrentado de lo que lo había visto jamás, dio la orden de mantener la posición, esgrimir la espada y defender la línea contra cualquier enemigo.

Abrió la boca para advertirle de que aún no estaba muerta, y que podía dar las órdenes perfectamente sola, pero la cerró sin pronunciar palabra cuando el Dragón Púrpura señaló en dirección a la zona oscura que protegía la formación. Alusair le miró un instante, e inclinó la cabeza en silencioso agradecimiento. Después se volvió hacia la sangre negra que formaba una especie de estanque. Era negra como la pez, y brillante como la piel de una serpiente; en ella se hundiría hasta la altura del tobillo. Al avanzar, unos sonidos parecidos a una música extraña anunciaron la magia que la inundaba. Al caminar, las llamas surgieron alrededor de sus botas como lenguas amarillo verdosas que acariciaban sus fosas nasales y su garganta como especie exótica, y vio que Owden caminaba a su lado con expresión decidida.

Y no estaban solos, puesto que la forma oscura y grotesca de una ghazneth caminaba al frente, y la magia que emanaba la sangre negra y pegajosa parecía apartarse de ella a su paso.

Sólo tenían que caminar unos pasos, pero tuvo la impresión de haberlo hecho durante horas, antes de llegar al lugar donde el rey de Cormyr yacía retorcido sobre el cuerpo chamuscado e inmóvil del mago de la corte. Alusair se arrodilló sin reparar en la sangre negra, que la empujó hacia atrás con una llamarada y un intenso destello. Una mano se hundió en el estanque dispuesta a echar un trago de la sangre del dragón, y Alusair dedicó una fugaz sonrisa de agradecimiento a Rowen, antes de extender los dedos para acariciar la mandíbula de su padre y recuperar la empuñadura de la espada que había soltado.

—¿Padre? —preguntó con voz entrecortada.

Por un instante pareció que el rey de Cormyr no la hubiera oído. Volvió la cabeza lentamente, con los ojos entrecerrados y la mirada perdida sobre el cielo cubierto de nubes grises; entonces torció los labios en una amarga sonrisa.

—De modo que te salvaste, valiente hija mía —dijo lentamente Azoun, cuando la princesa estaba a punto de hablar—. Vales por dos de mis mejores caballeros. Mi pequeña Alusair. Mi princesa de acero. Había empezado a permitirme albergar la esperanza de que hubieras escapado de algún modo a la ira del dragón.

—Padre —dijo Alusair, acercando sus labios para besarlo—. Estoy viva... y tú también. Has vencido al dragón.

—Tristeza eterna —murmuró el rey—. Tan honda, tan intensa. Su amor era tan fuerte como el de cualquier Obarskyr, pero amaba un Cormyr diferente...

—¿Padre? ¿Estás herido? —preguntó Alusair, sacudiéndolo suavemente. Si había hecho una pregunta estúpida en su vida, era aquélla. Owden Foley murmuraba ya alguno de sus hechizos de curación, y con sumo cuidado apoyaba su mano peluda en la garganta de Azoun.

La princesa se apartó ligeramente para dejarle el espacio que necesitaba. Bajo sus manos, el rey murmuró algo ininteligible. Un destello fugaz de luz violeta recorrió el cuerpo de Azoun para desaparecer después. Al rey lo sacudió una convulsión, ladeó los ojos y finalmente los cerró. Alusair abrió los suyos como platos.

—¿Qué ha sido eso, maestre de agricultura? —preguntó.

—La mejor curación de la que soy capaz —respondió el interpelado al encontrarse con la mirada hosca de la princesa—... o al menos eso empezó siendo. Pero no tengo la menor idea de en qué se ha convertido. Tenemos que apartar a su majestad de la sangre del dragón. No sé por qué, pero no hace más que interferir la magia, o quizás algo peor.

—¿Cómo, peor?

Owden bajó el tono de su voz hasta convertirla en un susurro y se acercó a la princesa para murmurar sus siguientes palabras, al tiempo que se llevaba la mano a la boca para evitar que las oyera el hombre que yacía a sus pies.

—Está devorando su carne, alteza, hasta los mismos huesos si lo dejamos ahí. Es necesario moverlo.

—Su tienda —ordenó Alusair, que inclinó la cabeza en dirección a la otra colina—. Allí tenemos agua para desinfectar sus heridas. —Levantó ambas manos (por las que corría un hormigueo... no, de hecho ardían levemente) de debajo del cieno negro. Se las miró pensativa durante un instante, antes de volver la cabeza hacia otro lado y gritar—: ¡Sardyn!

—¿Mi señora?

—¿Ha terminado con esos trasgos, o alguno de sus muchachos aún no ha tenido bastante?

—Hemos despejado la colina y todos podemos sentirnos satisfechos —respondió con nobleza.

Los labios de Alusair esbozaron una sonrisa y se volvió para observar el anillo defensivo. Sardyn había roto la formación para responderla, pero los demás, fieles a su adiestramiento, seguían mirando al campo de batalla, apoyados en sus espadas y en posición de descanso. ¡Dioses, qué espadas tan valientes!

—Necesito trasladar al rey a su tienda, al igual que al mago de la corte, con la mayor suavidad y cuidado posibles, rodeados por un anillo de aceros. Sin mayor tardanza.

Sardyn inclinó la cabeza.

—¡Romped la formación! —gritó—. ¡Formad anillo defensivo móvil! ¡Elstan, Murrigo, Julavvan y Perendrin, a mí!

Todos los hombres empezaron a moverse a su alrededor. Alusair permaneció de pie e inmóvil, y con la mirada pidió a Owden y a Rowen que se mantuvieran a cierta distancia de ella; después se alejó un poco, hasta donde pudiera limpiar la sangre del dragón de sus botas, rodillas y manos. Cogió entre sus dedos el broche de la capa que llevaba arrebujada y que estaba empapada en sudor, y la echó sobre sus hombros.

«Está vivo, Tana», murmuró aliviada, al tiempo que visualizaba el rostro de su hermana. «Está...»

Pero no logró establecer contacto. Ceñuda, Alusair cerró los ojos y perdió de vista el campo de batalla, los cuervos que graznaban a lo lejos y los hombres que caminaban pesadamente, para dibujar mentalmente el rostro de Tanalasta tan bien como fuera posible.

En esa ocasión, echó hacia atrás la cabeza y la vio reír con tantas ganas cuando tropezó y se escapó de sus manos el manojo de llamaígnea que había recogido en los bosques... o cuando Alusair le impidió que la abofeteara y vio el miedo dibujarse en su rostro ante su fuerza. O...

Nada. Vacío, oscuridad... ni siquiera las imágenes confusas de quien está sumido en sueños. Apretó el broche con fuerza. De pronto, Alusair hizo volar sus pensamientos en otra dirección, y recordó el rostro del único hombre que la había atraído durante más de una noche: el grueso mercader de nombre Glarasteer Rhauligan. Le doblaba la edad, tenía una flema de hierro, encanecía su pelo y sus muñecas eran fuertes como el acero. Se preguntó si los espías de la corte habrían informado a Vangerdahast o a su padre de sus relaciones acrobáticas entre las sombras de la armería, y también se preguntó qué pensarían al respecto.

Estableció el contacto al instante. Rhauligan se encontraba en un callejón, probablemente en Suzail a juzgar por su aspecto, y tenía a un hombre acorralado contra la pared.

—La próxima vez que des por sentado que el hecho de que haya guerra y se reclute a todo el mundo, te va a permitir librarte de los maridos para seducir a sus mujeres... —amenazaba Rhauligan con una mueca; sus palabras reverberaron en la mente de Alusair.

En el momento en que él se percató de su presencia, la princesa dijo apresuradamente:

«Después hablamos, te lo prometo», y rompió el contacto.

De modo que el broche funcionaba, y funcionaba bien.

Puso todo su empeño por capturar y retener un conjunto tan vívido de imágenes de Tanalasta como pudo, pero a cambio no encontró más que oscuridad, una sensación de vacío, un silencio ominoso.

Alusair sintió la boca seca, tragó saliva y se puso en pie. Owden y Rowen esperaban a ambos lados, apartados, aunque era obvio que montaban guardia, y la procesión que llevaba al rey de Cormyr y al mago de la corte se perdía en aquel momento de vista, colina abajo.

La princesa de acero ignoró las miradas de inquietud de ambos y contempló la tienda regia erigida en lo alto de la lejana colina. De sus labios, al cabo de un momento, surgió un largo y tembloroso suspiro. Un súbito escalofrío recorrió su espina dorsal.

Tan sólo había una causa posible que justificara el silencio de Tanalasta.

45

U
n dolor lacerante, tan intenso como sólo procura la magia que pretende dañar, despertó al mago de la corte. Tenía un sabor a hierro en la boca, y sus dedos temblaban como si contuvieran una magia poderosa para evitar que se desatara. La cabeza le daba vueltas.

Vangerdahast comprendió que lo transportaban por terreno desigual al ver el cielo cargado de nubes grises que tenía ante la mirada. Seguía en el campo de batalla, y el techo de la tienda regia se alzaba sobre la cima de la colina. Los rostros ensangrentados de los caballeros que lo llevaban estaban vueltos hacia la tienda, y creyó saber por qué.

Hace mucho, Baerauble le dijo que la peor maldición que sufrían los magos protectores de la corona de Cormyr consistía en no equivocarse. La voz débil que oía el mago le confirmó ese hecho.

Vangerdahast descubrió que podía mover la cabeza y, cuando lo tumbaron, miró al rey.

Azoun yacía en una amplia y crujiente cama hecha de escudos colocados sobre sábanas, que habían improvisado para llevarlos por aquel terreno traicionero. Las capas y las pieles con que se tapaban para dormir cubrían a su vez los escudos, y el rey de la bella tierra de Cormyr seguía moviéndose empujado por el dolor; de su boca surgían penachos de humo, y sus caballeros se inclinaban tanto como era posible hacerlo sin perjudicarse para oír qué decía.

Surgía más humo de la maltrecha armadura de Azoun, y aquellos lugares donde la furia del dragón había arremetido contra las brillantes placas metálicas, así como las capas sobre las que lo habían tendido, estaban empapadas en sangre negra.

Vio más sangre en la comisura de sus labios cuando volvió la cabeza y clavó la mirada de ojos febriles en el rostro del mago. Por un instante, Azoun pestañeó como si fuera incapaz de ver qué había a su alrededor y viera otra cosa en su lugar, pero por fin logró enfocar. Sus labios se encogieron en lo que pudo ser una mueca cínica, o quizá sólo un gesto de dolor.

—Según parece, sigo vivo —dijo.

—¿Gran señor? —La pregunta de Lionstone atrajo a no pocos capitanes de guerra cormytas alrededor del rey.

Muchos hombres se apelotonaron con la cabeza descubierta, aplastado el pelo sudoroso contra la frente, cuando no manchados de sangre, y extendieron apresuradamente sus dedos ensangrentados hacia el rey con inquietud y sumo cuidado.

—Que alguien me ayude a levantarme —ordenó Vangerdahast, sin apartar la vista del rey. Tuvo que repetirlo dos veces, antes de que alguien lo levantara del suelo como un saco de patatas. Las piernas le temblaban cuando lo incorporaron apoyado en los hombros de dos soldados, pero el mago de la corte descubrió enseguida que podía mantenerse en pie por sus propios medios y que su cuerpo respondía a sus órdenes. Dioses, incluso se sentía entero. Se llevó la mano al cuello de la túnica, y tanteó el pelo blanco y gris que se rizaba extendido en su pecho. El mago sacó ciertos objetos que colgaban de una cadena, y encontró lo que buscaba.

El puñado de talismanes de plata ya eran antiguos cuando Cormyr era joven, objetos curativos hechos en las ciudades flotantes de Netheril y otras tierras antiguas. Poderosos en su magia, habían sobrevivido a través de los siglos o, al menos, así había sido hasta ahora, pues entre sus manos no tenía más que las cadenas, y los restos colgantes que lo habían protegido de la ira del dragón mientras estuvo inconsciente y herido.

Le habían salvado a cambio de consumirse, de perder la magia que les había dado sentido durante todos aquellos años. Al observarlos, incluso las cadenas empezaron a temblar. Vangerdahast las arrojó al suelo.

—No piséis ahí —murmuró—. Que nadie se acerque a ese lugar.

—¿Ha hablado mi mago? —preguntó Azoun al tiempo que volvió la cabeza en su dirección. Hacía un esfuerzo por incorporarse. Los caballeros se inclinaron para ayudarle, pero enseguida dieron un respingo con una torpeza derivada del cansancio.

El movimiento de Azoun había espoleado con mayor furia la sangre del dragón que lo devoraba. Una bolita de fuego surgió de sus extremidades para explotar en pleno aire, a unos metros por encima de su cabeza. Cuando se convirtió en humo, el relámpago recorrió el cuerpo del rey y arrancó chispas de los escudos que formaban su lecho.

Se encogieron las placas de armadura que seguían en su lugar ante la mirada atónita de los presentes. Se retorcieron y oscurecieron como hojas devoradas por el fuego, hasta caer de los brazos y los muslos de Azoun. El brillo del hueso desnudo asomó sin la traba que había supuesto la armadura.

Vangerdahast dio un paso y luego otro. Cormyr se tambaleó bajo su bota, pero dio otro paso y se vio capaz de andar. Al menos, el reino de los Bosques disfrutaría un tiempo más de su mago de la corte.

—Mi rey —dijo con seriedad a la figura retorcida que descansaba sobre los escudos, cuando el relámpago cedió hasta convertirse en un simple chisporroteo—. Aquí me tenéis.

—¡Vangey! —gritó Azoun o, al menos, intentó gritar. Su voz era como un grito lejano, aunque su tono complacido resultaba inconfundible.

Cuando el rey se incorporó sobre un codo, la hombrera cayó del hombro con un rastro de humo. Sin prestar atención a los restos de la armadura, Azoun se incorporó apropiadamente y clavó su atormentada mirada en Vangerdahast.

—Pese a... —jadeó el rey a través de unos labios de los que goteaba una sangre negra y aceitosa en un flujo constante—... todos tus esfuerzos para procurar lo contrario —tosió, y sus hombros se encogieron a causa de un dolor que le obligó a agachar la cabeza, antes de volver a levantarla—, siempre te he considerado mi amigo. Es más, eres el mejor amigo que Cormyr haya podido tener jamás. Eres mejor que todos nosotros. —Se estaba quedando sin fuerzas, y murmuró en un hilo de voz—: Mejor que todos nosotros...

Vangerdahast dio otro paso con el ceño arrugado de la preocupación, y sacó algo de debajo de su barba: el último objeto mágico que le quedaba. Con un tirón lo arrancó de la garganta. Muchos le observaron con los ojos abiertos desmesuradamente. Los extremos oscilantes de la cadena estaban teñidos del verde que se instaura en el metal con el paso del tiempo.

El mago de la corte extendió su mano con lo que fuera que tuviera cogido entre sus dedos y tocó al rey, pero Azoun echó hacia atrás la cabeza y se cuadró de hombros, casi con gesto desafiante, empapado en la sangre del dragón.

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