La muerte llega a Pemberley (23 page)

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Authors: P. D. James

Tags: #Detectivesca, Intriga, Narrativa

BOOK: La muerte llega a Pemberley
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—Me lo llevo a la cocina para que no despierte a Will. Yo me encargo de la leche de esta toma, madre, y le daré también la papilla buena. A ver si así se calma.

Y desapareció tras la puerta.

—Debe de ser una alegría inmensa tener al nieto en casa —comentó Elizabeth para romper el silencio—, pero también una gran responsabilidad. ¿Cuánto tiempo va a quedarse? Espero que su madre se alegre de que se lo devuelvan.

—Sí, claro que se alegrará, señora. Para Will ha sido un gran placer ver al pequeño, pero no le gusta oírlo llorar, aunque sea lo más normal cuando los recién nacidos tienen hambre.

—¿Cuándo volverá a casa? —preguntó Elizabeth.

—La semana próxima, señora. Michael Simpkins, el marido de mi hija mayor, un buen hombre, como usted sabe, señora, irá a buscarlos a la casa de postas en Birmingham, y allí recogerá al niño. Estamos esperando a que nos diga qué día le resulta más conveniente. Es un hombre ocupado, y para él no es fácil abandonar la tienda, pero mi hija y él están impacientes por volver a ver a Georgie. —Era imposible no percatarse de la tensión que se había apoderado de su voz.

Elizabeth supo que había llegado la hora de irse. Se despidió, escuchó una vez más el agradecimiento de la señora Bidwell e, inmediatamente, la puerta de la cabaña se cerró tras ella. Salió deprimida por la infelicidad evidente de la que había sido testigo, y con la mente confusa. ¿Por qué la propuesta de que la familia se trasladara a Pemberley había sido recibida con semejante aprensión? ¿Habría constituido, tal vez, una falta de tacto plantearla, una admisión tácita de que el moribundo estaría mejor cuidado en la casa grande que en su hogar, atendido por una madre amorosa? Nada más lejos de su intención. ¿Creía realmente la señora Bidwell que el desplazamiento mataría a su hijo? ¿Podía considerarse un riesgo, cuando este se realizaría en camilla, el enfermo iría bien abrigado y acompañado en todo momento del doctor McFee? La madre no había atendido a ninguna otra consideración. De hecho, parecía más angustiada ante la idea de un traslado que por la posible presencia de un asesino merodeando por el bosque. Y en Elizabeth nació una sospecha, una sospecha que era casi una certeza, que no podía compartir con sus acompañantes y que dudaba que fuera correcto referir a nadie. Volvió a pensar en lo mucho que le gustaría seguir contando con Jane en Pemberley. Pero era normal que los Bingley hubieran regresado a su casa. El puesto de su hermana estaba con sus hijos, y además, de ese modo, Lydia estaría más cerca del calabozo local, en el que, al menos, podría visitar a su esposo. Los sentimientos de Elizabeth se complicaban más aún cuando pensaba que Pemberley se había quedado más tranquilo sin los repentinos cambios de humor de su hermana menor, sin sus constantes quejas y lamentos.

Por un momento, inmersa en aquella maraña de ideas y emociones, prestó poca atención a sus acompañantes, pero entonces vio que habían caminado juntos hasta el límite del claro, y la miraban como si se preguntaran cuándo iba a ponerse en marcha. Ella ahuyentó de su mente las preocupaciones y fue a su encuentro.

—Faltan veinte minutos para que regrese el landó —dijo, tras consultar la hora en su reloj—. Ya que hace sol, y aunque no vaya a durar mucho, ¿por qué no nos sentamos un rato antes de volver?

El banco estaba situado de espaldas a la cabaña, y proporcionaba vistas a una ladera lejana que descendía hasta el río. Elizabeth y Georgiana se sentaron en un extremo, y Alveston en el otro, con las piernas extendidas y las manos entrelazadas detrás de la nuca. Ahora que los vientos otoñales habían despojado los árboles de muchas de sus hojas, podía distinguirse, en la distancia, la delgada línea resplandeciente que separaba el río del cielo. ¿Acaso fueron aquellas vistas del cauce las que llevaron al bisabuelo de Georgiana a escoger el lugar? El banco original había desaparecido hacía mucho, pero el nuevo, fabricado por Will, era resistente y bastante cómodo. Junto a él, con la forma de medio escudo, se alzaban unos matorrales de bayas rojas y un arbusto cuyo nombre Elizabeth no era capaz de recordar, de hojas duras y flores blancas.

Transcurridos unos minutos, Alveston se volvió hacia Georgiana.

—¿Residía permanentemente aquí su bisabuelo o se trataba de un retiro ocasional para descansar del ajetreo de la casa grande?

—Vivía aquí siempre. Mandó construir la cabaña y se trasladó a ella sin criados ni cocineros. Le traían comida de vez en cuando, pero él y su perro,
Soldado
, solo querían su compañía mutua. Su vida fue un gran escándalo para la época, y ni siquiera su familia lo comprendió. Que un Darcy no residiera en Pemberley les parecía una falta de responsabilidad. Y después, cuando
Soldado
envejeció y enfermó, mi bisabuelo le pegó un tiro al animal y se pegó otro él. Dejó una nota en la que pedía que los enterraran juntos, en la misma tumba, en el bosque, y de hecho existen una lápida y una sepultura, aunque solo para
Soldado
. A la familia le horrorizó la idea de que un Darcy quisiera yacer eternamente en tierra no consagrada, y ya supondrá lo que pensó de ello el párroco. Así pues, el bisabuelo está enterrado en el panteón familiar, y
Soldado
en el bosque. Yo siempre sentí lástima por mi antepasado y, cuando era niña, iba con mi institutriz a dejar flores o frutos del bosque sobre la tumba. En mi imaginación infantil, yo creía que el abuelo estaba ahí, junto a su perro. Pero, cuando mi madre descubrió lo que ocurría, despidieron a la institutriz y me prohibieron acercarme al bosque.

—Te lo prohibieron a ti, no a tu hermano —intervino Elizabeth.

—No, a Fitzwilliam no. Pero él es diez años mayor que yo, ya era adulto cuando yo era una niña, y no creo que sintiera lo mismo que yo por el bisabuelo.

Se hizo un silencio, y Alveston dijo:

—¿Todavía existe esa tumba? Podría acercarse a dejar unas flores, si lo desea, ahora que ya no es una niña.

A Elizabeth le pareció que, con sus palabras, insinuaba algo más que una visita a la sepultura de un perro.

—Sí, me gustaría —dijo Georgiana—. Desde que tenía once años no he vuelto. Me interesaría ver si algo ha cambiado, aunque no lo creo. Recuerdo cómo se llega, y no es lejos del camino. No haríamos esperar al landó.

Así pues, se pusieron en marcha. Georgiana daba las indicaciones, y Alveston, tirando de
Pompeyo
, avanzaba un poco por delante para aplastar las ortigas y apartar las ramas que dificultaban el paso. Georgiana sostenía un ramillete que Alveston había recogido para ella. Sorprendía cuánto brillo, cuántos recuerdos de la primavera eran capaces de evocar aquellas pocas florecillas obtenidas un día soleado de octubre. Había encontrado algunas flores blancas, otoñales, unas bayas de un rojo encendido, aunque no lo bastante maduras como para desprenderse de sus tallos, y una o dos hojas veteadas de oro. Ninguno de los tres hablaba. Elizabeth, cuya mente había regresado a su maraña de preocupaciones, se preguntaba si era sensato iniciar aquella expedición, por más que no acertaba a pensar en qué sentido podía no resultar recomendable. Ese día cualquier hecho que se saliera de la norma parecía infundir temor y evocar posibles peligros.

Fue entonces cuando se fijó en que el camino había sido transitado recientemente. En ciertos lugares, las ramas más frágiles y los tallos estaban rotos, y en un punto en que la tierra formaba una ligera pendiente y las hojas húmedas se acumulaban, le pareció que estas habían sido pisadas con fuerza. No sabía si Alveston se habría fijado también, pero no dijo nada y, en cuestión de unos minutos, abandonaron el sotobosque y llegaron a un pequeño claro rodeado de abedules. En su centro se alzaba una estela funeraria de granito de unos dos pies de altura, con el remate redondeado. No había lápida horizontal elevada, y la piedra, que brillaba al tenue sol, parecía surgir espontáneamente de la tierra. En silencio, leyeron las palabras grabadas en ella. «
Soldado
. Fiel hasta la muerte. Murió aquí, junto a su amo, el 3 de noviembre de 1735.»

Sin decir nada, Georgiana se acercó para dejar el ramillete a los pies de la estela. Permanecieron un instante más, contemplándolo, y entonces ella dijo:

—Pobre bisabuelo. Me gustaría haberlo conocido. Nadie me hablaba de él cuando era niña, ni siquiera las personas que lo recordaban. Era un descrédito para la familia, el Darcy que había deshonrado su nombre por haber antepuesto la felicidad privada a las responsabilidades públicas. Pero no volveré a visitar la tumba. Después de todo, su cuerpo no se encuentra aquí. Era solo una fantasía infantil pensar que tal vez, de algún modo, él supiera que me preocupaba por él. Espero que fuera feliz en su soledad. Al menos consiguió escapar.

«¿Escapar de dónde?», pensó Elizabeth.

—Creo —dijo, impaciente por regresar al landó— que deberíamos regresar a casa. El señor Darcy no tardará en volver de la cárcel y se inquietará si no hemos abandonado el bosque.

Tomaron en sentido inverso el sendero cubierto de hojas hasta llegar al camino en el que el landó estaría esperándolos. Aunque llevaban menos de una hora en el bosque, la promesa radiante de la tarde ya se había extinguido, y Elizabeth, que nunca había sido amante de caminar por espacios cerrados, sintió que los arbustos y los árboles se cernían sobre ella y la oprimían. El olor a enfermedad impregnaba aún sus fosas nasales, y la infelicidad de la señora Bidwell, la falta de esperanza por Will, le causaba un hondo dolor de corazón. Al llegar al camino principal, y cuando su anchura lo permitía, caminaban los tres juntos. Cuando volvía a estrecharse, Alveston se adelantaba unos pasos en compañía de
Pompeyo
, fijándose en el suelo, y también en lo que veía a ambos lados, como si buscara pistas. Elizabeth sabía que preferiría ir del brazo de Georgiana, pero no iba a permitir que ninguna de las dos damas caminara sola. También su cuñada avanzaba sin decir nada, sumida, tal vez, en la misma sensación de mal presagio y amenaza.

De pronto, Alveston se detuvo y se acercó precipitadamente a un roble. Parecía evidente que algo había llamado su atención. Las dos damas se reunieron con él y leyeron, en el tronco, las iniciales «F. D-Y.», grabadas a unos cuatro pies del suelo.

—¿No hay otra inscripción similar en ese acebo? —preguntó Georgiana mirando alrededor.

Un rápido examen confirmó que, en efecto, también se distinguían unas iniciales grabadas en otros dos troncos.

—No parecen las clásicas marcas que inscriben los enamorados —comentó Alveston—. A los amantes les basta con dejar constancia de sus iniciales. Quienquiera que haya grabado estas quería por todos los medios que no hubiera duda de que las letras corresponden a Fitzwilliam Darcy.

—¿Cuándo habrán sido grabadas? —se preguntó Elizabeth en voz alta—. Parecen bastante recientes.

—No tienen más de un mes, eso seguro, y son obra de dos personas. La F y la D son poco profundas, y podría haberlas escrito una mujer. Pero el guión que sigue, y la Y, son muy profundos, y estoy casi seguro de que fueron realizados con un objeto más afilado.

—No creo que ningún enamorado grabara algo así —aventuró Elizabeth—. Opino que las letras las grabó un enemigo con mala intención. Están escritas por odio, no por amor.

Apenas lo hubo dicho, se preguntó si no habría sido insensato preocupar a Georgiana, pero entonces Alveston intervino:

—Supongo que las iniciales podrían corresponder a Denny. ¿Conocemos su nombre de pila?

Elizabeth hizo esfuerzos por recordar si lo había oído pronunciar en Meryton, y finalmente dijo:

—Creo que era Martin, o tal vez Matthew, pero supongo que la policía lo sabrá. Deben de haberse puesto en contacto con sus familiares, si los tenía. Pero, por lo que yo sé, hasta el pasado viernes Denny no había puesto los pies en este bosque, y es un hecho que nunca estuvo en Pemberley.

Alveston hizo ademán de ponerse de nuevo en marcha.

—Informaremos de esto al llegar a casa, y habrá que avisar a la policía. Si los agentes hubieran llevado a cabo una investigación exhaustiva, como debían, tal vez hubieran descubierto estas marcas, y habrían llegado a alguna conclusión sobre su significado. Entretanto, espero que no se preocupen demasiado. Podría tratarse solo de una travesura cometida sin maldad. Tal vez de una muchacha enamorada que vive en alguna cabaña de la zona, tal vez de algún criado metido en un juego necio pero inofensivo.

Sin embargo Elizabeth no estaba convencida. Sin decir nada, se alejó del árbol, y Georgiana y Alveston siguieron su ejemplo. En ese silencio, que ninguno de ellos estaba dispuesto a romper, las dos mujeres siguieron a Alveston por el camino del bosque, en busca del landó, que ya los esperaba. El ánimo sombrío de Elizabeth parecía haberse contagiado a sus acompañantes, y una vez que el caballero hubo ayudado a las damas a subir al carruaje, cerró la portezuela, se montó en su caballo y, juntos, emprendieron el camino de regreso.

4

La prisión municipal de Lambton, a diferencia de la del condado, situada en Derby, intimidaba más por su exterior que por su interior, y había sido construida en la creencia de que era mejor gastar el dinero público disuadiendo a posibles delincuentes que atemorizándoles una vez que ya habían sido encarcelados. No se trataba de un edificio desconocido para Darcy, que alguna vez lo había visitado en su condición de magistrado, sobre todo con motivo del suicidio de un interno con las facultades mentales perturbadas, ocurrido hacía ocho años. El hombre se había ahorcado en su celda, y el alcaide había mandado llamar al único magistrado disponible para proceder al levantamiento del cadáver. La experiencia había sido tan desagradable que había dejado a Darcy un horror permanente por la horca, y nunca había podido regresar a la cárcel sin que a su memoria regresaran las vívidas imágenes del cuerpo suspendido y el cuello alargado. Ese día, la visión regresaba a él con más fuerza que nunca. El celador de la cárcel y su ayudante eran hombres compasivos, y aunque ninguna de las celdas podía considerarse espaciosa, no se ejercía en ellas ningún maltrato deliberado, y los presos que podían pagarse la comida y la bebida podían recibir visitas con cierto grado de comodidad, y no tenían muchos motivos de queja.

Dado que Hardcastle había advertido con vehemencia que no sería prudente que Darcy se reuniera con Wickham antes de que concluyera la investigación, Bingley, con su bonhomía habitual, se había ofrecido voluntariamente a hacerlo en su lugar, y había ido a ver al preso el lunes por la mañana, después de que sus necesidades básicas hubieran sido satisfechas y de que le hubieran facilitado una cantidad suficiente de dinero para asegurarle el alimento y las comodidades imprescindibles para que su estancia resultara, como mínimo, soportable. Pero, tras pensarlo mejor, Darcy había decidido que era su deber visitar a Wickham, al menos una vez antes de que concluyera la investigación. No hacerlo habría sido visto en Lambton y en la aldea de Pemberley como una señal inequívoca de que consideraba culpable a su cuñado, y era de aquellas dos localidades de las que saldrían los miembros del jurado. Tal vez no pudiera hacer nada por evitar ser llamado a declarar como testigo por la acusación, pero como mínimo podía demostrar, con su gesto silencioso, que creía que Wickham era inocente. Lo movía, además, otra preocupación más personal: temía en gran medida que pudiera especularse sobre las razones del distanciamiento familiar, y que existiera el riesgo de que la propuesta de fuga de Wickham a Georgiana saliera a la luz. De modo que su visita a la cárcel era, a la vez, un acto justo y esperado.

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