—Quédate aquí —ordenó a Assad, cuyo rostro no brilló de felicidad, que se diga.
Encontró el despacho de la directora después de preguntar un par de veces.
—Sí, la asistenta a domicilio suele visitar a Uffe Lynggaard —asintió la directora mientras Carl se metía la placa en el bolsillo—. Pero vamos algo retrasados con el archivado de casos antiguos en este momento. Ya sabe, la reforma de los municipios.
La mujer que tenía delante no sabía mucho del caso. Pues tendría que buscar a otra persona. Demonios, alguien tenía que conocer a Uffe Lynggaard y a su hermana. La menor información podía valer su peso en oro. Tal vez habían visto algo durante la visita domiciliaria que pudiera ayudarlo a avanzar.
—¿Puedo hablar con la persona responsable de visitarlo en aquella época?
—Lo siento, está jubilada.
—¿Me puede dar su nombre?
—No, lo siento. Sólo quienes estamos en el ayuntamiento podemos pronunciarnos sobre casos antiguos.
—Pero nadie de los que trabajan ahora sabe nada de Uffe Lynggaard, ¿no?
—Sí, alguien habrá. Pero no podemos pronunciarnos.
—Ya sé que existe el secreto profesional, y ya sé que Uffe Lynggaard no está legalmente incapacitado. Pero no he venido hasta aquí para volver a casa con las manos vacías. ¿Puedo ver su historial?
—Ya sabe que no. Si quiere hablar con nuestro abogado, adelante. Además, los expedientes no están disponibles por el momento. Uffe Lynggaard ya no vive en este municipio.
—Entonces, el expediente ¿lo han enviado a Frederikssund?
—No puedo pronunciarme al respecto. Pájara desdeñosa.
Salió del despacho y estuvo un rato en el pasillo mirando alrededor.
—Perdone —dijo a una mujer que se dirigía hacia él y parecía lo suficientemente cansada para no ponerse a la defensiva. Sacó la placa y se presentó.
—¿Podría ayudarme a encontrar a la persona que hacía las visitas domiciliarias a Magleby hace diez años?
—Pregunte ahí —sugirió la mujer, señalando el despacho del que Carl acababa de salir.
O sea que harían falta órdenes judiciales, papeles, conversaciones por teléfono, esperas y más conversaciones por teléfono. Estaba harto.
—Recordaré esa respuesta cuando le hagan falta mis servicios —replicó, haciendo una leve reverencia.
La última parada del trayecto era Hornbæk, la Clínica para Lesiones de Médula.
—Voy a llevarme el coche allí, Assad. ¿Puedes volver en tren? Te dejaré en Koge. El cercanías te lleva hasta la Estación Central sin transbordo.
Assad asintió en silencio, sin alegría en la mirada. Carl tampoco sabía dónde vivía. Tendría que preguntárselo alguna vez.
Miró a su singular colega.
—Mañana empezamos con otro caso, Assad, esto está condenado al fracaso.
Tampoco aquello iluminó precisamente el rostro de Assad.
En la clínica habían trasladado a Hardy a otra habitación, y no tenía buen aspecto. En apariencia estaba bien, pero tras los ojos azules acechaba la oscuridad.
Carl le puso la mano en el hombro.
—He estado pensando en lo que dijiste el otro día, Hardy. Pero no puede ser, lo siento en el alma. Sencillamente, no puedo, ¿lo entiendes?
Hardy no dijo nada. Pues claro que lo entendía, pero al mismo tiempo no lo entendía, claro.
—¿Qué te parece si me ayudas con mis casos, Hardy? Yo te doy información sobre ellos y tú te los empollas bien. Me hacen falta refuerzos, ¿me entiendes, Hardy? Todo esto me importa un bledo, pero si estás tú, entonces tenemos algo de qué reírnos.
—¿Quieres que me ría, Carl? —replicó Hardy, apartando el rostro.
En suma, una mierda de día.
2002
En la oscuridad perdió la noción del tiempo, y con la noción del tiempo el ritmo del cuerpo. Día y noche se fundían como hermanos siameses. Para Merete había sólo una referencia en todo el día: el clic de la puerta arqueada de la pared.
La primera vez que oyó la voz distorsionada por el altavoz se asustó tanto que aún temblaba cuando se echó a dormir.
Pero si no hubiera habido voz habría muerto de hambre y sed, lo sabía bien. La cuestión, entonces, era si eso no habría sido mejor.
Había notado que desaparecía la sed y la sensación de sequedad en la boca. Había notado que el cansancio aliviaba el hambre. Había notado que el miedo era reemplazado por el pesar, y el pesar por la conciencia casi reconfortante de que la muerte estaba en camino. Por eso estaba tranquila, esperando que su cuerpo cediera, cuando una voz chirriante le desveló que no estaba sola y que debía entregarse definitivamente a la voluntad de otros.
—Merete —profirió de pronto la voz de mujer—. Vamos a enviarte una caja de plástico. Pronto oirás un clic, y se abrirá una compuerta en el rincón. Ya nos hemos dado cuenta de que la has encontrado.
Tal vez Merete se había imaginado que encenderían la luz, porque achicó los ojos con fuerza y trató de prepararse para la conmoción que iba a excitar sus terminales nerviosas. Pero no encendieron la luz.
—¿Me oyes? —gritó la voz.
Merete asintió en silencio y expulsó el aire con fuerza. Entonces notó lo helada que estaba. Cómo había vaciado sus reservas de grasa la falta de alimentación. Qué vulnerable era su situación.
—¡Responde!
—Sí, te oigo. ¿Quién eres? —preguntó, mirando a la oscuridad.
—Cuando oigas el clic ve enseguida a la compuerta. No intentes meterte dentro, es imposible. Cuando hayas recogido la primera caja, llegará otra. Una es un cubo-retrete. Ahí harás tus necesidades; y en la otra hay agua y comida. Todos los días abriremos la compuerta para cambiar de cajas, ¿has entendido?
—¿De qué va todo esto? —Merete escuchó su propio eco—. ¿Estoy secuestrada? ¿Queréis dinero?
—Ahí va la primera.
Se oyó un traqueteo en el rincón, y un débil pitido. Se arrastró hasta allí y notó que la parte inferior de la puerta arqueada de la pared se abría y que de su interior salía una caja sólida del tamaño de una papelera. Cuando la atrajo hacia sí y la puso en el suelo, la compuerta se cerró durante diez segundos, para volver a abrirse, esta vez con un cubo algo más alto que probablemente sería el retrete químico.
Su corazón latió con fuerza. Si los cubos podían cambiarse tan rápidamente, debía de haber alguien justo al otro lado de la compuerta. Otra persona, muy cerca.
—¿Por qué no me decís dónde estoy? —insistió, avanzando de rodillas hasta ponerse justo debajo de donde creía que estaba el altavoz. Después elevó un poco el tono de voz—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Qué queréis de mí?
—Hay papel higiénico en la caja de la comida. Te daremos un rollo cada semana. Cuando tengas que lavarte, coge agua del bidón que hay en el cubo-retrete. Así que acuérdate de sacar el bidón lo primero de todo. No hay ningún desagüe en la celda, o sea que ocúpate de lavarte encima del cubo.
Los músculos de su cuello se tensaron. Una sombra de furia luchaba contra el llanto, y sus labios vibraron. De su nariz supuraba un líquido.
—¿Tengo que estar en esta oscuridad… todo el tiempo? —sollozó—. ¿No podéis encender la luz? Sólo un momento. ¡Por favor!
Volvió a oírse un clic y un leve pitido, y la compuerta se cerró.
Después siguieron muchos, muchísimos días en los que no oyó nada aparte del ventilador que una vez por semana renovaba el aire, y el che y el pitido diario de la compuerta. Algunas veces los intervalos se hacían interminables, otras veces era como si acabara de tumbarse después de comer cuando llegaba la siguiente ración de cubos. La comida era su único consuelo físico, aunque era monótona y apenas sabía a nada. Algunas patatas y verdura cocida y un poquito de carne. Lo mismo todos los días. Como si hubiera una olla de potaje imposible de vaciar hirviendo sin parar en el mundo luminoso que había al otro lado de la pared impenetrable.
Había pensado que en un momento dado se acostumbraría tanto a la oscuridad que los detalles de la celda destacarían, pero no ocurrió tal cosa. La oscuridad era irrevocable, era como si estuviera ciega. Sólo los pensamientos podían iluminar su existencia, y tampoco era fácil.
Pasó mucho tiempo con auténtico miedo de volverse loca. Miedo del día en que el control se le escapara de las manos. Y se inventaba imágenes del mundo y de la luz y la vida exteriores. Y rebuscaba en los rincones de su cerebro que la vida ajetreada y trivial de las personas suele mantener ocultos. Y los recuerdos de otras épocas acudían con lentitud. Pequeños instantes de manos que la abrazaban. Palabras que acariciaban y consolaban. Pero también recuerdos de soledad, añoranza y trabajo incansable.
Entonces entró en un ritmo según el cual las veinticuatro horas del día se componían de largos períodos de sueño, comer, meditación y correr sin moverse. Podía correr hasta que los pisotones en el suelo hacían que le dolieran los oídos, o hasta que caía derrengada.
Cada cinco días le daban ropa interior limpia y echaba la sucia al retrete químico. La idea de que otras personas fueran a manosear su ropa interior le resultaba repulsiva. Pero el resto de la ropa que llevaba puesta no se la cambiaban. O sea que la cuidaba. Estaba atenta cuando se colocaba encima del cubo. Se tumbaba cuidadosamente en el suelo cuando tenía que dormir. La alisaba con la mano cuando se cambiaba de ropa interior, y lavaba con agua limpia las partes que le parecían sucias. Menos mal que llevaba puesta tanta ropa el día que la secuestraron. Un plumífero, bufanda, blusa, camiseta, pantalones y gruesos calcetines. Pero con el paso de los días los pantalones le quedaban cada vez más holgados, y las suelas de sus zapatos estaban cada vez más gastadas. Tengo que correr descalza, pensó, y gritó a la oscuridad.
—¿No podéis subir un poco la calefacción? ¿Por favor…?
Pero el ventilador del techo llevaba tiempo sin emitir sonido alguno.
La luz de la celda se encendió cuando había cambiado de cubos ciento diecinueve veces. La explosión de soles blancos que salió a su encuentro la hizo retroceder tambaleándose, con los ojos achicados y las lágrimas saltándole del rabillo del ojo. Fue como si la luz bombardeara sus retinas y enviara oleadas de impulsos dolorosos al cerebro. Lo único que pudo hacer fue ponerse en cuclillas y taparse los ojos.
En las horas que siguieron fue descubriendo el rostro y abrió un poquito los ojos. La luz seguía siendo implacable. El miedo a haber perdido la visión, o a perderla si se destapaba demasiado rápidamente, la contenía. Y así estuvo hasta que la voz de la mujer por el altavoz la sobresaltó por segunda vez. Reaccionaba ante el sonido igual que un instrumento de medida mal ajustado. Sentía cada palabra como una sacudida que la atravesaba. Y las palabras eran terribles.
—Feliz cumpleaños, Merete Lynggaard. Hoy cumples treinta y dos años. Sí, hoy es 6 de julio. Llevas aquí ciento veintiséis días, y nuestro regalo de cumpleaños va a ser que no vamos a apagar la luz durante un año.
—Oh, no, por Dios, no podéis hacerme eso —gimió—. ¿Por qué me hacéis esto?
Se levantó y se cubrió los ojos con las manos.
—Si queréis torturarme hasta matarme, ¡hacedlo ahora! —chilló.
La voz de mujer era helada, algo más grave que la última vez.
—Tranquila, Merete. No vamos a torturarte. Al contrario, queremos darte una oportunidad para evitar que las cosas te vayan peor. Sólo tienes que responder a una pregunta muy importante: ¿por qué tienes que sufrir todo esto? ¿Por qué te hemos encerrado en una jaula como a un animal? Responde a eso, Merete.
Echó el cuello hacia atrás. Era espantoso. Quizá fuera mejor callar. Sentarse en un rincón y dejarlos hablar cuanto quisieran.
—Responde a eso, Merete; de lo contrario, agravarás tu situación.
—¡No sé qué queréis que responda! ¿Es algo político? ¿O queréis pedir una recompensa? No lo sé. Decídmelo.
La voz tras el débil crepitar se endureció.
—No has superado la prueb a, Merete, por lo que recibirás un castigo. No es tan duro, saldrás adelante.
—Dios mío, no puede ser verdad —sollozó Merete, y se hincó de rodillas.
Entonces oyó que el familiar pitido de la compuerta se convertía en un silbido. Finalmente, notó que el aire templado que la rodeaba fluía hacia ella. Olía a grano, tierra de labranza y hierba fresca. ¿Eso era un castigo?
—Vamos a subir la presión de la cámara a dos atmósferas. A ver si el año que viene puedes responder. No sabemos cuánta presión puede aguantar el organismo humano, pero ya nos enteraremos con el paso del tiempo.
—Santo cielo —susurró Merete, mientras notaba la presión en los oídos—. No lo permitas. No lo permitas.
2007
El sonido de voces alegres y el tintineo de botellas que se oía claramente desde el aparcamiento pusieron sobre aviso a Carl. En las casas adosadas la fiesta estaba en marcha.
La peña de la barbacoa era un grupito de vecinos fanáticos que pensaban que la carne de vaca sabía mucho mejor si antes había estado sobre una parrilla cubierta de carbón hasta que no sabía a vaca ni a nada. Se reunían durante todo el año en cuanto se presentaba la ocasión, y muchas veces en la terraza de Carl. Le caían bien. Eran alegres pero contenidos, y siempre se llevaban a casa las botellas vacías.
Kenn, el cocinero habitual, le dio un abrazo, alguien le pasó una lata de cerveza helada, se sirvió una de las briquetas de carne chamuscada y entró en la sala notando en la nuca sus miradas bienintencionadas. Nunca le preguntaban nada si estaba silencioso, era una de las cosas que le gustaba de ellos. Cuando un caso ocupaba su mente, era más fácil encontrar a un político local competente que contactar con Carl, todos lo sabían. Pero esta vez la mente de Carl no la ocupaba ningún caso. Sólo Hardy ocupaba su mente.
Porque Carl no sabía qué hacer.
Tal vez debiera volver a evaluar la situación. Le sería fácil matar a Hardy sin que nadie fuera a ladrar después. Una burbuja de aire en su gotero, una mano fuerte sobre su boca. Sería rápido, porque Hardy no se resistiría.
Pero ¿podía hacerlo? ¿Quería hacerlo? Era un maldito dilema. ¿Ayudar o no ayudar? ¿Y cuál era la ayuda adecuada? Quizá ayudara más a Hardy que Carl se armara de valor, fuera al despacho de Marcus y le exigiera seguir con su antiguo caso. A fin de cuentas, le importaba un pimiento con quién lo pusieran a trabajar, y pasaba de lo que pudieran decir ellos. Si a Hardy le servía de algo que cogieran a los cabrones que les dispararon en Amager, ya se encargaría él de hacerlo. Personalmente, estaba harto del caso. Si encontraba a aquellos cerdos se los cepillaría sin más, pero ¿quién iba a beneficiarse? El, desde luego, no.