Después se apartó de los ojos de buey y se puso en cuclillas. Trató de cantar un poco, pero oía su voz como algo procedente de otra persona. Entonces adoptó una postura fetal y se puso a rezar a Dios. Y cuando terminó volvió a rezar. Rezó hasta que su alma se elevó por encima de aquel trance demencial y entró en otro mundo. Se refugió en sueños y recuerdos, y se prometió no volver a ponerse delante de aquel espejo para observarse.
Con el paso del tiempo aprendió a entender las señales del cuerpo. Cuándo podía decir el estómago que la comida llegaba tarde. Cuándo variaba ligeramente la presión, y cuándo dormía mejor.
Los intervalos para el intercambio de los cubos eran muy regulares. Había intentado contar los segundos que transcurrían desde el momento en que el estómago le decía que era la hora hasta que llegaban los cubos. Podía haber como mucho una variación de media hora en la hora de comer. O sea que tenía una referencia temporal a la que atenerse, bajo el supuesto de que siguieran dándole de comer una vez al día.
Aquella información era a la vez un consuelo y una maldición. Un consuelo, porque así podía seguir mentalmente las costumbres y los ritmos del entorno. Y una maldición, precisamente porque podía hacerlo. Fuera había verano, otoño, invierno, y allí dentro no había nada. Se imaginaba la lluvia de verano que la empapaba, limpiándola de infamia y mal olor. Veía las brasas de las hogueras de San Juan y el árbol de Navidad en todo su esplendor. No había día sin cambios. Conocía las fechas y sabía lo que podían significar. Fuera, en el mundo.
Y, sentada en el suelo desnudo, dirigía sus pensamientos hacia la vida del exterior. No era fácil. A veces estaba a punto de escapársele de las manos, pero se agarraba fuerte. Cada día tenía su significado.
El día que Uffe cumplió veintinueve años y medio se apoyó en la pared fría y se imaginó que acariciaba el pelo de su hermano mientras le deseaba un cumpleaños feliz. Mentalmente le haría un bizcocho y se lo enviaría. Había que comprar antes todos los ingredientes. Se pondría el abrigo para hacer frente a las tormentas de otoño. Y haría compras donde quisiera. En la planta del sótano de Magasin, dedicada a alimentos selectos. Y compraría lo que le apeteciera. Aquel día Uffe iba a tener lo mejor de lo mejor.
Y Merete contaba los días mientras se preguntaba qué intenciones tendrían sus secuestradores y quiénes serían. A veces era como si una leve sombra se deslizara por uno de los cristales de espejo, y Merete se estremecía. Cubría su cuerpo mientras se lavaba. Solía ponerse de espaldas cuando estaba desnuda. Colocaba el cubo-retrete entre los cristales para que no la vieran sentarse encima.
Porque estaban allí. No tendría ningún sentido si no estuvieran. Antes solía hablarles, pero ya no lo hacía tan a menudo. De todas formas no respondían.
Les pidió unas compresas, pero no se las dieron. Y en el punto álgido de las menstruaciones no le llegaba el papel higiénico y tenía que dejar de cambiarse.
También pidió que la dejaran tener un cepillo de dientes, pero tampoco se lo dieron, y eso le preocupaba. A falta de cepillo, se masajeaba las encías con el dedo índice y trataba de limpiar los espacios entre los dientes insuflando aire a presión en los intersticios, pero no era muy efectivo.
Y cuando echaba el aliento a la palma de la mano, se daba cuenta de que era cada vez más maloliente.
Un día sacó una pieza de la capucha de su plumífero. Era una varilla de plástico que tenía la rigidez, pero no el grosor, para poder funcionar como mondadientes. Entonces intentó partir un pedazo, y cuando lo consiguió se puso a limar la varilla más corta con sus paletas. Cuidado, no vaya a quedarse atascado el plástico, porque nunca podrás sacarlo, se advirtió a sí misma, y dejó que pasara el tiempo.
Cuando por primera vez en un año escarbó en todos los intersticios entre los dientes, sintió un gran alivio. Aquella varilla iba a ser de pronto su más preciado tesoro. Tenía que cuidarla bien, así como el resto de la pieza de plástico.
La voz le habló un poco antes de lo que había calculado. El día que cumplió treinta y tres años despertó con una sensación en el estómago que le decía que aún podía ser de noche. Y estuvo mirando fijamente a los cristales reflectantes tal vez durante horas mientras trataba de adivinar qué iba a pasar. Llevaba una eternidad pensando preguntas y respuestas. Nombres, sucesos y razones giraban en su cabeza, y todavía seguía sin saber más que el año anterior. Podría ser cuestión de dinero. Tal vez tuviera que ver con Internet. Tal vez fuera un experimento. Un experimento de una persona demente para probar cuánto pueden aguantar el organismo y la psique humanos.
Pero no tenía la menor intención de sucumbir ante tal experimento. Ni hablar.
Cuando llegó la voz no estaba preparada. Su estómago todavía no había protestado de hambre. Se asustó, pero esta vez fue más por la tensión provocada que por la conmoción producida por el silencio roto de golpe.
—Felicidades, Merete —dijo la voz de mujer—. Felicidades por tus treinta y tres años. Ya vemos que estás bien. Este año has sido una buena chica porque luce un sol radiante
[2]
¡El sol! Prefería no saber nada de eso.
—¿Has pensado en la pregunta? ¿Por qué te hemos enjaulado como un animal? ¿Por qué tienes que sufrir esto? ¿Has llegado ya a una respuesta, o tenemos que volver a castigarte, Merete? ¿Qué quieres? ¿Un regalo de cumpleaños o un castigo?
—¡Dadme alguna pista! —gritó.
—No has entendido nada del juego, Merete. Tiene que salir de ti. Vamos a meterte los cubos, y mientras tanto piensa por qué estás aquí. Por cierto, también te hemos puesto un pequeño regalo que esperamos que puedas usar. No tienes mucho tiempo para responder. Fue la primera vez que oyó claramente a la persona que había tras la voz. No era ninguna joven, en absoluto. Su dicción delataba una buena educación escolar recibida muchos años antes.
—Esto no es ningún juego —protestó—. Me habéis secuestrado y encerrado. ¿Qué queréis? ¿Queréis dinero? No sé cómo puedo ayudaros a sacar dinero de la fundación estando encerrada. ¿No lo entendéis?
—Escucha, cariño —replicó la mujer—. Si hubiera sido por dinero, las cosas habrían ido de otra manera, ¿no crees?
Después se oyó el silbido de la compuerta y entró el primer cubo. Lo atrajo hacia sí, estrujándose el cerebro en busca de qué decir para ganar tiempo.
—No he hecho nada malo en mi vida, no lo merezco, ¿lo entendéis?
Volvió a oírse el silbido, y el segundo cubo llegó a la compuerta.
—Te acercas al meollo de la cuestión, tontita. Sí, desde luego que lo mereces.
Merete quiso protestar, pero la mujer la detuvo.
—No digas más, no te estás haciendo ningún favor a ti misma. Pero mira en el cubo. Espero que estés contenta con tu regalo.
Merete levantó con cuidado la tapa, como si dentro hubiera una cobra con la capucha desplegada y la glándula del veneno llena a rebosar, dispuesta a asestar un mordisco. Pero lo que vio era peor aún.
Era una linterna.
—Buenas noches, Merete, que duermas bien. Vamos a darte otra atmósfera más de presión. Veremos si te ayuda a recuperar la memoria.
Primero percibió el silbido de la compuerta y el olor del entorno. Perfume y recuerdos del sol.
Después volvió la oscuridad.
2007
La fotocopiadora que consiguieron del CIN, el Centro de Investigación Nacional, que era como se llamaba la nueva Brigada Móvil de la policía, estaba para estrenar y sólo era un préstamo. Prueba irrefutable de que no conocían a Carl, porque desde luego no devolvía nada de lo que le hubieran llevado al sótano.
—Fotocopia todos los informes del caso, Assad —dijo, señalando la máquina—. No me importa que pases en ello todo el día. Y en cuanto hayas terminado, ve a la Clínica para Lesiones de Médula y pon a mi viejo colega Hardy Henningsen al corriente del caso. Seguramente no te hará ni puñetero caso, pero no te preocupes por eso. Tiene una memoria de elefante y los oídos de un murciélago. Tú ve a lo tuyo.
Assad examinó todos los iconos y las teclas del monstruo que había en el pasillo del sótano.
—¿Cómo funciona esto, entonces? —preguntó.
—¿Nunca has sacado una fotocopia?
—Pero con un aparato con tantos dibujos, no.
Qué barbaridad. Y aquel hombre ¿era el mismo que había montado la pantalla de televisión en diez minutos?
—Joder, Assad. Mira, pones el original aquí, y después aprietas este botón —le explicó. De momento Assad parecía entender bien.
El contestador del móvil de Bak recitaba la previsible cantinela de que el subcomisario desgraciadamente no podía responder debido a un caso de asesinato.
La preciosa secretaria de paletas irregulares le proporcionó la información de que estaba con un compañero en Valby para llevar a cabo una detención.
—Lis, dame un toque cuando aparezca el payaso, ¿vale? —le rogó, y a la hora y media sonó la flauta.
Bak y sus compañeros llevaban ya tiempo en la sala de interrogatorios cuando Carl entró en tromba. El hombre esposado era un tipo de lo más normal. Joven, cansado y con un trancazo considerable.
—Por lo menos quitadle los mocos —sugirió Carl, señalando las velas que le colgaban cerca de la boca. Si era el tipo, nada en el mundo conseguiría que abriera la boca.
—¿No entiendes, Carl? —protestó Bak con la cara roja, cosa que no sucedía a menudo—. Tienes que esperar. Y no vuelvas a interrumpir a un compañero cuando está haciendo un interrogatorio, ¿has entendido?
—Cinco minutos; después te dejaré en paz, te lo prometo.
Que Bak necesitara hora y media para decir a Carl que había llegado muy tarde al caso Lynggaard y que no sabía un carajo era culpa del payaso. ¿Para qué coño tanto envoltorio?
Al menos consiguió el número de teléfono de Karen Mortensen, la asistenta social jubilada que había atendido a Uffe en Stevns. Y también el número de teléfono del inspector jefe Claes Damsgaard, que se hallaba al frente de la investigación de la Brigada Móvil entonces. Bak le dijo que ahora estaba en el distrito policial de Selandia Central y Occidental. ¿Por qué no decir sin más que el tipo estaba en Roskilde?
Por cierto, el otro jefe del grupo que llevó a cabo la investigación había muerto. Sólo aguantó dos años tras jubilarse. Esa era la realidad en torno a la esperanza de vida de los policías jubilados en Dinamarca.
Como para el
Libro Guinness de los récords.
El inspector jefe Claes Damsgaard era completamente diferente a Bak. Amable, solícito, interesado. Sí, había oído hablar del Departamento Q y sí, sabía bien quién era Carl Mørck. ¿No era el que había resuelto el caso de la chica ahogada en Femoren y aquella cabronada de asesinato en el barrio del noroeste en el que arrojaron por la ventana a una mujer mayor? Sí, conocía de oídas a Carl Mørck. Los méritos de los buenos policías no había que pasarlos por alto. Por supuesto que sería bienvenido en Roskilde para recibir información. El caso Lynggaard era un asunto lamentable, por lo que, si podía ayudar, Carl no tenía más que decirlo.
Un tipo majo, alcanzó a pensar antes de que el hombre le dijera que tendría que esperar tres semanas, porque su mujer y él iban a viajar a las Seychelles en compañía de su hija y su yerno, y querían hacerlo antes de que las islas quedaran cubiertas por el agua derretida de los casquetes polares, añadió entre carcajadas.
—¿Cómo va eso? —le preguntó a Assad, tratando de calcular la cantidad de fotocopias dispuestas en una línea ordenada a lo largo del pasillo hasta las escaleras. ¿Había realmente tantos informes en aquel caso?
—Sí, perdona que tarde tanto, Carl, pero es por las revistas, eso es lo peor.
Carl volvió a mirar los montones. —¿Fotocopias toda la revista?
Assad inclinó la cabeza hacia un lado, como un cachorro de perro cogido en falta. Santo cielo.
—Escúchame, Assad: sólo hay que fotocopiar las páginas que tratan del caso. Creo que a Hardy le importa un bledo qué príncipe cazó un faisán en la cacería de un pueblecito perdido, ¿vale?
—Que cazó ¿qué?
—Olvídalo, Assad. Limítate al caso y deja de lado las páginas que no sean relevantes. Estás haciendo un buen trabajo.
Dejó a Assad junto al zumbido de la máquina y llamó por teléfono a la asistenta social jubilada del municipio de Stevns que había llevado el caso de Uffe. Tal vez hubiera observado algo que pudiera ayudarlos a avanzar.
Karen Mortensen sonaba simpática por teléfono. La imaginaba sentada en una mecedora haciendo ganchillo. El sonido de su voz se acompasaba perfectamente al tictac de un reloj de péndulo. Era casi como llamar a la Familia del norte de Jutlandia.
Pero ya a la siguiente Frase cayó en la cuenta de su error. En el Fondo seguía siendo una funcionaría. Una loba con piel de cordero.
—No puedo hablar sobre el caso de Uffe Lynggaard ni sobre otros casos. Tendrá que ir al Servicio de Salud del municipio de Store Heddinge.
—Ya he estado allí. Oiga, Karen Mortensen, sólo trato de averiguar qué ha sido de la hermana de Uffe.
—A Uffe lo dejaron libre sin cargos —lo cortó la mujer.
—Sí, sí, ya lo sé, y me alegro. Pero tal vez Uffe sepa algo que no ha trascendido.
—Su hermana ha muerto. ¿De qué iba a servir? Uffe no ha dicho nunca una palabra, o sea, que no puede servir de gran cosa.
—¿Le importaría que Fuera a visitarla y a hacerle unas preguntas?
—Siempre que no tengan que ver con Uffe.
—Sencillamente, no lo entiendo. Cuando he hablado con gente que conoció a Merete Lynggaard me he enterado de que ella siempre hablaba en términos elogiosos de usted. Que ella y su hermano habrían estado perdidos sin sus atentos cuidados.
La mujer quiso decir algo, pero Carl no la dejó.
—¿Por qué no puede ayudar al menos a proteger la reputación de Merete Lynggaard ahora que ella no puede hacerlo? Usted ya sabe que la opinión general es que se suicidó. Pero ¿y si no fuera el caso?
Al otro extremo de la línea sólo se oía una radio a bajo volumen. La mujer estaba aún rumiando el «hablaba en términos elogiosos de usted». Era una información difícil de asimilar.
Necesitó diez segundos para picar el anzuelo.
—Que yo sepa, Merete Lynggaard no contaba a nadie nada sobre Uffe. Sólo en el servicio de Bienestar Social sabíamos de su existencia —admitió al final. Pero sonaba deliciosamente insegura.