Carl estaba contento. Estaba seguro de que Bille Antvorskov nunca aseguraba nada sin haberlo analizado antes de arriba abajo.
Entonces sonó el teléfono, y no era Assad ni el hombre de Godhavn, como creía, sino de todos los seres del mundo, válgame el cielo, Vigga.
—¿Dónde estás, Carl? —sonó su voz vibrante.
Carl intentó descifrar qué estaba pasando, pero no logró ningún resultado hasta que llegó la parrafada.
—La recepción ha empezado hace media hora y todavía no ha venido nadie. Tenemos diez botellas de vino y veinte bolsas de patatas fritas. Si tampoco vienes tú, me va a dar algo.
—¿Hablas de tu galería?
Oyó cómo se sorbía las lágrimas, lo que le indicó que estaba a punto de echarse a llorar.
—No sé nada de ninguna recepción.
—Hugin envió cincuenta invitaciones anteayer —declaró, sorbiéndose las lágrimas por última vez, y a continuación surgió la auténtica Vigga—. ¿Por qué no puedo contar por lo menos con tu apoyo? ¡Tú has puesto dinero en esto!
—Pregúntaselo a tu espectro ambulante.
—¿A quién llamas espectro? ¿A Hugin?
—¿Es que tienes más cenutrios zanganeando por ahí?
—Hugin está por lo menos tan interesado como yo en que esto funcione.
Carl no lo dudaba. ¿Dónde iba a exhibir, si no, sus pedazos desgarrados a mano de anuncios de ropa interior y figuras rotas del Happy Meal de McDonald's, todo bien embadurnado con la pintura más barata del híper?
—Sólo te digo que si ese Einstein recordó echar las cartas al correo el sábado, como sostiene, la gente las leerá cuando vuelvan del trabajo más tarde.
—Oh, no, ¡qué putada! —gimió.
Había un tipo vestido de negro que aquella noche no se iba a comer un rosco. Qué placer.
Tage Baggesen llamó al marco de la puerta del despacho de Carl en el mismo instante en que éste encendía uno de esos cigarrillos que llevan horas pidiendo a gritos que los fumen.
—¿Sí…? —dijo con los pulmones llenos de humo, reconociendo al hombre, que lucía una media curda llevada con gracia y esparció un aroma a coñac y cerveza por la estancia.
—Verá, siento haber terminado nuestra conversación por teléfono de forma tan brusca. Necesitaba tiempo para pensar, ahora que están saliendo cosas de todos modos.
Carl le pidió que tomara asiento y le preguntó si quería beber algo, pero el parlamentario movió una mano en señal de rechazo y con la otra encontró la silla. No, no parecía estar sediento.
—¿A qué cosas se refiere? —preguntó Carl para que sonara como si tuviera más ases en la manga, lo que no era el caso en absoluto.
—Mañana voy a dejar mi puesto en el Parlamento —declaró Baggesen, mirando alrededor con ojos tristes—. De aquí voy directamente a ver al portavoz del grupo. Merete ya me advirtió que iba a pasar esto si no escuchaba, pero no la escuché. Y después hice lo que nunca debería haber hecho.
Carl entornó los ojos.
—Entonces está bien que hagamos tabla rasa antes de que se confiese ante Dios y los hombres.
Aquel hombre hecho y derecho asintió en silencio con la cabeza gacha.
—Compré acciones en 2000 y 2001 y gané dinero con ello.
—¿Qué acciones?
—De todas clases. Y contraté a un nuevo asesor financiero que me recomendó invertir en fábricas de armas de Estados Unidos y Francia.
Al asesor del banco local de Allerød ni se le ocurría recomendar a Carl que invirtiera sus ahorros. Dio una profunda calada y apagó la colilla. Desde luego, no era la clase de decisiones por las que deseaban ser conocidos destacados miembros del partido pacifista Radicales de Centro, Carl lo comprendía perfectamente.
—También alquilé dos de mis propiedades a clínicas de masaje. Aunque al principio no lo sabía, después me enteré. Estaban en Stroby Egede, cerca de donde vivía Merete, y en la zona se hablaba de ello. En aquella época tenía muchos negocios. Por desgracia, fanfarroneé de mis negocios ante Merete. Estaba muy enamorado, y ella no me hacía ni caso. A lo mejor esperaba que se interesara más en mí si actuaba a lo grande, pero por supuesto, no se interesó —confesó, masajeándose el cuello con la mano—. Ella no era así.
Carl siguió el humo hasta que se dispersó por el despacho.
—¿Y le pidió que lo dejara?
—No, no me lo pidió.
—¿Entonces…?
—Dijo que a lo mejor le diría algo sin querer a su secretaria de entonces, Marianne Koch. La intención era clara. Con aquella secretaria, todos se enterarían enseguida. Merete me avisó, sin más.
—¿Por qué se interesaba por sus cosas?
—No se interesaba. Esa era la razón de todo —declaró, suspirando y sujetando la cabeza con las manos—. Había intentado ligármela tanto tiempo que al final Merete sólo quería que la dejara en paz. Y en ese sentido consiguió su objetivo. Estoy seguro de que, si hubiera continuado presionándola, habría filtrado información sobre mí. No se lo reprocho. ¿Qué coño podía hacer, si no?
—Así que, ¿la dejó en paz pero continuó con sus negocios?
—Cancelé los contratos de alquiler con las clínicas de masaje, pero me quedé con las acciones. No las vendí hasta después del 11-S.
Carl asintió con la cabeza. Sí, mucha gente se había enriquecido gracias a aquella catástrofe.
—¿Cuánto dinero ganó?
Baggesen levantó la mirada.
—Unos diez millones.
Carl adelantó el labio inferior.
—Entonces, ¿mató a Merete para que no lo desvelara?
El parlamentario dio un respingo. Carl reconoció el rostro asustado de la última vez que tuvo un cuerpo a cuerpo con él.
—¡No, no! ¿Por qué habría de hacerlo? Lo que estaba haciendo no era ilegal. Simplemente habría ocurrido lo que de todas formas va a ocurrir hoy.
—¿Iban a pedirle que dejara el grupo parlamentario en lugar de dejarlo por su propio pie?
Su mirada vagó por el despacho y no se sosegó hasta que encontró sus iniciales en la lista de sospechosos de la pizarra blanca.
—Ya puede borrar eso de ahí —repuso, levantándose.
Assad no entró a trabajar hasta las tres. Considerablemente más tarde de lo que cabía esperar de un hombre con tan escasa experiencia y un empleo tan precario. Carl pensó por un momento si merecía la pena echarle una bronca, pero el entusiasmo y el rostro jovial de Assad no invitaban a la emboscada.
—¿Qué carajo has hecho todo este tiempo? —preguntó, señalando el reloj.
—Recuerdos de parte de Hardy, Carl. Me dijiste que fuera a visitarlo.
—¿Has estado siete horas con Hardy? —se sorprendió Carl, volviendo a señalar el reloj.
Assad sacudió la cabeza.
—Le he contado lo que sabía del asesinato del ciclista, y ¿sabes qué ha dicho?
—Supongo que habrá dado pistas sobre el asesino. Assad pareció sorprendido.
—Lo conoces bien, Carl. Pues sí, eso es exactamente lo que ha hecho.
—Supongo que con nombre y apellido.
—¿Con nombre? No, pero ha dicho que había que buscar a una persona que fuera importante para los hijos de la testigo. Que no sería un profesor o un empleado de guardería, sino alguien con quien tuvieran una relación de mucha dependencia. El ex marido de la testigo, o un médico, o quizá alguien a quien los niños respetasen mucho. Un profesor de hípica o algo así. Pero tenía que ser alguien que tuviera relación con los dos niños. Ya se lo he dicho a los del segundo piso.
—¡Vaya! —exclamó Carl, y puso los labios en punta. Era increíble lo bien que se expresaba Assad de repente—. Me imagino que Bak estará en la gloria.
—¿En la gloria? —se extrañó Assad, rumiando la palabra—. A lo mejor. ¿Qué cara se pone entonces, o sea?
Carl se encogió de hombros. Volvía a ser el Assad de siempre.
—¿Qué más has hecho? —preguntó, pensando que los movimientos de cejas de Assad daban a entender que se guardaba algo.
—Mira lo que tengo —dijo, sacando la gastada agenda de cuero de Merete Lynggaard de una bolsa de Lid y colocándola sobre la mesa—. ¿Qué te parece? ¿A que el tío es bueno?
Carl abrió la lista de teléfonos en la H y vio de inmediato la transformación. Sí, estaba hecho de maravilla. Donde antes había un número de teléfono tachado ahora ponía algo borrado pero perfectamente claro: Daniel Hale y 25772060. Era asombroso. Más asombroso que la velocidad a la que sus dedos teclearon para buscar en el registro central.
Tenía que encontrar los datos del abonado. Aunque fue en vano, claro.
—Pone que es un número desactivado. Llama a Lis y pídele que indague sobre el número enseguida. Dile que pueden haberlo dado de baja hace cinco años. No sabemos de qué operador de móviles era, pero estoy seguro de que ella lo averiguará. Date prisa, Assad —lo apremió, dándole una palmada en el hombro de granito.
Carl encendió un cigarrillo, se recostó e hizo un resumen mental.
Merete Lynggaard conoció al falso Daniel Hale en Christiansborg, seguramente coqueteó con él y a los pocos días rompió la relación. Que su nombre apareciera tachado en la lista de teléfonos parecía algo insólito en ella, casi un ritual. Fuera cual fuese la razón de su proceder, no cabe duda de que conocer al supuesto Daniel Hale había sido una experiencia fundamental en la vida de Merete.
Carl trató de imaginarla. La política guapa con toda la vida por delante que conoce a la persona equivocada. Un embustero, un hombre de torvas intenciones. Varios lo habían vinculado con el chico al que llamaban Átomos. La asistenta de Magleby sostenía que aquel chico era con toda probabilidad el hombre que entregó la carta con el saludo «Buen viaje a Berlín», y según Bille Antvorskov aquel Átomos era el que se presentó después como Daniel Hale. El mismo chico que la hermana de Dennis Knudsen afirmaba que había tenido mucha influencia en su hermano durante su infancia, y al parecer también el que muchos años después incitó a su amigo Dennis Knudsen a que chocara contra el coche del auténtico Daniel Hale, provocando así su muerte. Complicado, pero no tanto.
Muchas cosas habían ido amontonándose en la sección de indicios: estaba la extraña muerte de Dennis Knudsen poco después del accidente; estaba la exagerada reacción de Uffe al ver una foto viejísima de Átomos, que probablemente conoce después a Merete Lynggaard como Daniel Hale. Un encuentro que él se esforzó mucho por organizar.
Y por último estaba la desaparición de Merete Lynggaard.
Sintió que una sensación de acidez lo arañaba por dentro y casi deseó un sorbo de la goma arábiga de Assad.
A Carl no le gustaba esperar cuando no hacía falta. ¿Por qué coño no lo dejaban hablar con el puto pedagogo de Godhavn inmediatamente? Aquel Átomos tenía que tener nombre y número de registro civil. Algo que engarzara con el presente. Tenía que averiguarlo. ¡Ya!
Apagó la colilla, despegó de la pizarra blanca las viejas listas del caso y dejó que su mirada se deslizara por ellas.
SOSPECHOSOS:
1) Uffe
2) Mensajero desconocido. Carta sobre Berlín
3) La persona del restaurante Café Bankeråt
4) «Compañeros» de Christiansborg — TF3 +?
5) Robo con homicidio. ¿Cuánto dinero en el bolso?
6) Agresión sexual
INVESTIGAR:
Asistenta social de Stevns Telegrama
Secretarias del Parlamento
Testigos del transbordador de Schleswig-Holstein
Familia adoptiva después del accidente/antiguos compañeros de universidad.
¿Tenía tendencia a la depresión? ¿Estaba embarazada? ¿Enamorada?
Junto a «Mensajero desconocido» escribió entre paréntesis «Átomos haciendo de Daniel Hale». Después tachó las iniciales de Tage Baggesen y también la pregunta de si estaría embarazada, en la parte inferior del segundo folio.
Además del tercer punto, seguían quedando los puntos cinco y seis del primer folio. Una pequeña cantidad habría podido bastar para tentar el cerebro enfermo de un ladrón homicida, mientras que el punto seis, con su trasfondo de motivación sexual, no era verosímil, habida cuenta de las circunstancias y el tiempo limitado en el transbordador.
De las cuestiones del segundo folio seguían faltándole los testigos del transbordador, la familia adoptiva y los compañeros de estudios. En cuanto a los testigos, los informes no aportaban nada de nada, y el resto no importaba ya. Desde luego, suicidio no había sido.
Con esos folios no voy a ninguna parte, pensó, volvió a mirarlos un par de veces y los echó a la papelera. Con algo había que llenarla.
Cogió la lista de teléfonos de Merete Lynggaard y la puso a la altura de los ojos. Desde luego, el colega de Assad había logrado un resultado cojonudo. La tachadura había desaparecido por completo. Era realmente increíble.
—¡Tienes que decirme quién te ha hecho esto! —gritó al otro lado del pasillo, pero Assad lo detuvo con un movimiento de la mano. Vio que su ayudante tenía el teléfono pegado al oído y movía la cabeza asintiendo. No parecía animado, al contrario. Seguramente sería imposible encontrar al abonado del antiguo número de móvil que aparecía en la lista como perteneciente a Hale.
—¿Había tarjeta en el móvil? —preguntó cuando Assad entró con su pedazo de papel, apartando el humo con un leve gesto desaprobador.
—Sí —respondió, pasando el papel a Carl—. Estaba a nombre de una chica de secundaria de la escuela Tjornelys de Greve. Informó que se lo habían robado del abrigo, que colgaba fuera de la clase, el lunes 18 de febrero de 2002. No denunció el robo hasta pasados unos días, y nadie sabe quién lo hizo.
Carl asintió en silencio: o sea que sabían quién era el abonado, pero no quién había robado el móvil y lo había usado. Tenía su lógica. Estaba seguro ya de que todo encajaba. La desaparición de Merete Lynggaard no había sido una sucesión de casualidades. Un hombre se le había acercado con intenciones turbias, como se decía, provocando una serie de acontecimientos cuyo resultado fue que desde entonces nadie había vuelto a ver a la guapa parlamentaria. Entretanto habían transcurrido más de cinco años. Naturalmente, Carl se temía lo peor.
—Lis pregunta, entonces, si tiene que seguir con el caso —añadió Assad.
—¿Cómo?
—Si tiene que intentar establecer una conexión entre las conversaciones hechas desde el teléfono fijo del despacho de Merete Lynggaard y este número —aclaró Assad, señalando el papel donde estaban escritos los datos de la chica con bastante buena letra: «25772060, Sanne Jonsson, Tvaerager 90, Greve Strand». Así que Assad era capaz de escribir de manera legible.