Tapó el receptor con la mano mientras seguía el murmullo de fondo.
—Creemos que fue a principios de 2001, con el Gobierno anterior. Entonces tenía más libertad para ese tipo de travesuras. Apostamos por marzo-abril de 2001.
Carl asintió con la cabeza, satisfecho.
—Vale, Kurt. Casa perfectamente con mis datos. Gracias, chaval. Oye, ¿puedes ponerme desde ahí con Tage Baggesen?
Se oyeron un par de tonos y después habló con una secretaria que le dijo que Tage Baggesen estaba en el extranjero, en un viaje de trabajo a Hungría, Suiza y Alemania para estudiar sus redes de cercanías. Volvería al despacho el lunes.
¿Viaje de trabajo? ¿Red de trenes de cercanías? Que se lo contaran a su abuela. A eso Carl lo llamaba vacaciones. Ni más ni menos.
—Necesito su número de móvil. ¿Tendría la amabilidad de proporcionármelo?
—Me temo que no me está permitido.
—Oiga, no está hablando con un campesino de Fionia. Puedo conseguir ese número en cuatro minutos si hace falta. Pero Tage Baggesen no se pondría precisamente contento si supiera que en su oficina no me han facilitado el trabajo, ¿verdad?
A pesar de las interferencias, era evidente que la voz de Tage Baggesen no traslucía gran entusiasmo, la verdad.
—Tengo unos papeles aquí que me gustaría que me explicara un poco —comenzó Carl con voz melosa. Ya había visto cómo era capaz de reaccionar aquel tipo—. Nada especial, es por ir ordenando las cosas.
—¿De qué se trata? —replicó con una voz estridente que distaba leguas del tono empleado en su conversación de tres días antes.
Carl leyó los folios uno a uno. Cuando llegó al último, fue como si Baggesen hubiera dejado de respirar al otro lado de la línea.
—¿Tage Baggesen? —preguntó—. ¿Oiga…? Se oyó el tono continuo.
Espero que no se eche al río, pensó Carl, intentando recordar qué río pasaba por Budapest mientras despegaba la hoja de sospechosos de la pizarra blanca y añadía las iniciales de Tage Baggesen al punto tres: «Compañeros de Christiansborg».
Acababa de colgar cuando sonó el teléfono de la mesa.
—Soy Beate Lunderskov —se presentó una mujer.
Carl no tenía ni idea de quién era—. Hemos analizado el viejo disco duro de Merete Lynggaard, y me temo que está definitivamente borrado.
Entonces se dio cuenta. Era una de las secretarias de las oficinas de los Demócratas.
—Creía que conservabais los discos duros porque queríais guardar la información —repuso.
—Así es, pero parece ser que nadie informó de ello a la secretaria de Merete, Søs Norup.
—¿Es decir…?
—Que fue ella quien lo borró. Lo escribió con buena letra en la parte trasera. «Formateado el 20/3 de 2002, Søs Norup», pone. Lo tengo en la mano.
—Es casi tres semanas después de que desapareciera.
—Sí, algo así.
Maldito Børge Bak y sus compinches. ¿Había una sola cosa en aquella investigación que hubieran hecho con fundamento?
—Pero podemos enviarlo a que lo analicen más a fondo. Hay gente especializada en rescatar datos borrados… Vaya, me parece que ya está hecho. Un momento —añadió. Se oyó al fondo que revolvía algo y volvió con voz satisfecha—. Sí, aquí está el justificante. Intentaron recuperar los datos en la empresa Down Under a principios de abril de 2002. Hay una explicación más detallada de por qué no fue posible. ¿Se la leo?
—No hace falta —respondió Carl—. Seguro que Søs Norup sabía cómo hacerlo a conciencia.
—Seguro —convino la secretaria—. Era muy minuciosa.
Carl le dio las gracias y colgó.
Se quedó un rato mirando fijamente el teléfono antes de encender un cigarrillo; después cogió de la mesa la agenda gastada de Merete Lynggaard y la abrió con una sensación parecida a la veneración. Le ocurría cada vez que lograba acercarse a los últimos días de algún muerto.
Igual que en los apuntes, la letra de la agenda era bastante incomprensible y llevaba la marca de las prisas. Letras mayúsculas con trazos descuidados. Las enes y las ges sin terminar, palabras superpuestas. Empezó con la reunión con las empresas que realizaban investigaciones con placenta, el 20 de febrero de 2002. Algo más abajo ponía: Bankeråt a las 18.30. Nada más.
En los días siguientes apenas había una línea sin llenar, una agenda apretadísima, había que reconocerlo, pero ninguna observación de carácter privado.
A medida que se acercaba al último día en que trabajó Merete Lynggaard, una sensación de desesperación empezó a adueñarse de él. No había absolutamente nada que le sirviera. Entonces giró la última hoja. «Viernes, 1.3.2002», ponía. Dos reuniones de comisión y una reunión de grupo parlamentario, eso era todo. El resto lo había ocultado el pasado.
Apartó la agenda y miró al interior del maletín vacío. ¿Había estado realmente cinco años detrás de la caldera para nada? Después volvió a coger la agenda y examinó el resto. Merete Lynggaard sólo usaba las hojas de la agenda y el listado de teléfonos del final.
Empezó con los teléfonos desde el principio. Podía haber ido directamente a la D o la H, pero quería mantener la decepción a raya. Entre las letras A, B y C reconocía el noventa por ciento de los nombres. No había gran parecido con su lista de teléfonos, donde dominaban nombres como Jesper, Vigga y un mar de gente de Ronneparken. Era fácil deducir que Merete Lynggaard no tenía muchos amigos íntimos. Bueno, con toda probabilidad ni uno. Una mujer guapa que tenía un hermano con una lesión cerebral y, aparte de eso, trabajo y más trabajo, no había más. Llegó a la D y supo que el número de teléfono de Daniel Hale no iba a estar allí. Merete Lynggaard no escribía sus contactos por el nombre, como Vigga, la gente era diferente. Claro que ¿quién coño iba a buscar al primer ministro sueco en la G de Góran? Aparte de Vigga, claro.
Entonces ocurrió. En el momento en que empezó a hojear la H, supo que el caso daría un vuelco. Se había hablado de accidente, se había hablado de suicidio, y al final hubo que empezar de cero. Durante la investigación hubo indicios que sugerían que el caso Lynggaard no era sencillo, pero aquella página lo proclamaba a gritos. En todas las páginas de la agenda había notas escritas con rapidez. Letras y números que su hijo postizo era capaz de escribir con mejor caligrafía, que ya es decir. La caligrafía de la mujer no era agradable a la vista, nada que ver con lo que se esperaría del sentido del orden de aquella auténtica cometa política. Pero Merete Lynggaard nunca se había arrepentido de lo que había escrito. No había tachados ni correcciones en ninguna parte. Sabía lo que escribía cada vez que lo hacía. Todo bien sopesado, infalible. Con la excepción de la letra H de su lista de teléfonos. Allí había algo diferente. Carl no podía saber con seguridad que tuviese que ver con el nombre de Daniel Hale, pero en lo más profundo de su ser, allí donde busca el policía sus últimos recursos, supo que había dado en el blanco. Merete había tachado un nombre con un grueso trazo de bolígrafo. No se apreciaba, pero allí había estado escrito el nombre de Daniel Hale y su número de teléfono. Lo sabía.
Sonrió. O sea que iba a necesitar a la Policía Científica, después de todo. Ya podían hacer su trabajo como es debido y a toda pastilla.
—¡Assad! —gritó—. Ven aquí.
Oyó un alboroto en el pasillo, y después Assad apareció en el hueco de la puerta con un cubo de agua y guantes de plástico verdes.
—Tengo trabajo para ti. Quiero que los peritos intenten descubrir este número —ordenó, señalando las líneas tachadas—. Lis te dirá cómo es el procedimiento. Diles que corre prisa.
Llamó con cuidado a la puerta de Jesper y naturalmente no obtuvo respuesta. Como de costumbre, no está, razonó, pensando en los ciento doce decibelios que solían retumbar en el interior. Pero Carl se equivocaba, como se demostró cuando abrió la puerta.
La chica, cuyos pechos Jesper acariciaba tras la blusa, dio un chillido que le llegó hasta la médula, y la mirada fulminante de Jesper subrayó la gravedad de la situación.
—Perdón —se disculpó Carl de mala gana, mientras las manos de Jesper salían de la postura comprometida y las mejillas de la chica se ponían tan rojas como el fondo del póster de Che Guevara que había en la pared de atrás. Carl la conocía. Tendría a lo sumo catorce años, pero aparentaba veinte y vivía en la urbanización. Su madre probablemente sería parecida a su edad, pero con los años se habría dado cuenta con amargura de que no siempre es una ventaja aparentar más edad de la que tienes.
—Joder, Carl, ¿de qué vas? —gritó Jesper, saltando del sofá-cama.
Carl volvió a excusarse y dijo que había llamado a la puerta, mientras el abismo generacional atravesaba la casa.
—Seguid con lo… vuestro. Sólo quería preguntarte una cosa, Jesper. ¿Sabes dónde están tus viejos juguetes de Playmobil?
Su hijo postizo le dirigió una mirada asesina. Carl se dio cuenta de que era una pregunta inoportuna a más no poder.
Saludó con aire de disculpa a la chica.
—Sí, es que tengo que usarlos para una investigación, por extraño que parezca —repuso, y al volver la mirada hacia Jesper notó que se le clavaban los puñales por todas partes—. ¿Aún guardas las figuras de plástico, Jesper? Te las compraría a gusto.
—Vete a tomar por culo, Carl. Pregúntale a Morten. A lo mejor puedes comprarle alguna, pero ya puedes ir sacando el talonario.
Carl arrugó el entrecejo. ¿Qué tenía que ver el talonario con aquello?
La última vez que Carl llamó a la puerta de Morten Holland debió de ser año y medio antes. Aunque su inquilino se desplazaba por la planta baja como si fuera uno más de la familia, su vida en el sótano siempre había sido sagrada. Además —y aquello era importante— contribuía de lo lindo con el alquiler, y Carl no tenía ganas de saber de Morten y sus costumbres nada que pudiera hacer tambalear su estatus. Por eso lo dejaba en paz.
Pero su inquietud estaba de más, porque en el cuarto de Morten todo era sobriedad, y aparte de los enormes pósteres con un par de tíos como armarios y tías con enormes delanteras, podría haber sido cualquier piso municipal para ancianos.
Preguntado sobre la suerte que habían corrido las figuras Playmobil de Jesper, Morten lo llevó a la sauna, que tenían incorporada todas las casas de Rønneholtparken y que ahora en el noventa y nueve por ciento de los casos se habían desmontado o bien se usaban para almacenar todo tipo de cachivaches.
—Adelante, mira aquí —dijo, abriendo con orgullo la puerta de la sauna para mostrar un espacio lleno hasta arriba de estanterías rebosantes de todo tipo de juguetes que los mercadillos no lograban vender hacía sólo unos pocos años. Figuras de huevos Kinder, figuras de
La guerra de las galaxias,
figuras de
Tortugas Ninja
y figuras de
Playmobil
. La mitad del plástico que había en la casa estaba en aquellos estantes. Después tomó con orgullo dos figuritas con casco—. Mira, éstas son dos de las figuras originales de la serie, de la Feria del Juguete de Nüremberg de 1974. El número 3219 con azada y el 3220 con la porra del agente de tráfico intacta. Qué locura, ¿no?
Carl asintió en silencio. No podría haber encontrado una palabra mejor.
—Sólo me falta el 3218 para completar los oficios. Jesper me pasó las cajas 3201 y 3203. Mira, ¿a que están perfectas? Cualquiera diría que Jesper no las había usado nunca.
Carl sacudió la cabeza. Había sido dinero echado por la borda, o como se diga; era evidente.
—Y me las vendió por un par de miles. Fue muy amable por su parte.
Carl miró fijamente las estanterías. Si de él dependiera, les habría dicho un par de cosas a Morten y a Jesper acerca de cuando cobraba dos coronas a la hora por esparcir estiércol y la salchicha de los puestos ambulantes había subido a una corona y ochenta céntimos.
—¿Podrías prestarme un par de figuras hasta mañana? A ser posible, ésas —le pidió, señalando a una pequeña familia con perro y todo.
Morten Holland lo miró como si estuviera mal de la cabeza.
—¿Estás majara, Carl? Eso es la caja 3965 del año 2000. Tengo toda la caja, con casa, balcón y toda la pesca —repuso, señalando la estantería superior.
Era verdad. Allí estaba la casa de plástico, reluciente.
—¿No tienes alguna otra cosa que puedas prestarme? ¿Hasta mañana por la noche?
El rostro de Morten adquirió una expresión extrañamente perdida.
Con toda seguridad no habría sido muy diferente si Carl le hubiera preguntado si no le importaba que le diera un patadón en la entrepierna.
2007
Iba a ser un viernes muy atareado: Assad tenía una reunión por la mañana en el Servicio de Extranjería, que era como había rebautizado el Gobierno al antiguo mecanismo de control, la Dirección de Extranjería, a fin de disfrazar la realidad, y mientras tanto a Carl no iba a faltarle trabajo.
La noche anterior había sacado furtivamente a la pequeña familia de Playmobil de la cámara del tesoro de Morten Holland mientras su dueño trabajaba en la tienda de vídeos, y en aquel momento en que se adentraba en el páramo de Selandia del norte las figuras descansaban en el asiento del copiloto con su mirada fija, de reproche.
La casa de Skaevinge donde encontraron al conductor del accidente, Dennis Knudsen, ahogado en su propio vómito no era, al igual que el resto de las casas del barrio, ninguna maravilla, pero dentro de su estilo chapucero presentaba cierta armonía con sus terrazas, piedras de hormigón aligerado y placas de uralita gastadas que, en cuanto a la elección de material y durabilidad, casaban perfectamente con las ventanas deslucidas, que pedían a gritos una renovación.
Carl esperaba que le abriera la puerta un fornido trabajador de la construcción o su equivalente femenino, pero en su lugar apareció una mujer a finales de la treintena de aspecto tan impreciso y delicado que era imposible saber si frecuentaba los pasillos de la alta dirección o se dedicaba al servicio de acompañamiento en bares de hoteles caros.
Sí, podía entrar, y no, por desgracia sus padres habían muerto.
Se presentó como Carnilla y lo condujo a una sala en la que la mayor parte del escenario se componía de platos conmemorativos, minúsculas estanterías y alfombras de pelo largo.
—¿Qué edad tenían tus padres cuando murieron? —preguntó, tratando de no prestar atención a la fealdad del resto de la casa.
La mujer entendió lo que estaba pensando. Todo lo que había dentro de la casa pertenecía a otra época.