La mujer que caía (19 page)

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Authors: Pat Murphy

BOOK: La mujer que caía
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—Ya ves —dijo, señalando la elevación—. Ya ves cómo los ahnunob han profanado el templo. Pero pronto su tiempo terminará. Pronto los ciclos cambiarán.

Seguí su mirada pero no vi más que el montículo de escombros, el sendero que los obreros abrieron hurgando a su alrededor. Una iguana me miró desde la altura de una derruida piedra del templo.

—¿Qué día es hoy, Ix Zacbeliz? —preguntó. Sabía que se refería al día del calendario maya.

—No lo sé —respondió—. Ahora utilizamos un calendario distinto.

Frunció el ceño.

—¿No lo sabes? Entonces, ¿cómo sabes qué hacer cada día? —Parecía más confiada que la primera vez que nos habíamos visto. Estaba erguida, y su mano descansaba ligeramente sobre la concha que pendía de su cinturón—. ¿No sabes los ciclos del tiempo, Ic Zacbeliz? Sabes que lo que ha sucedido volverá a ocurrir, y que se repetirá incesantemente. Debes saber también qué día es, para que pueda aconsejarte. Se acerca el tiempo en que Ix Chebel Yax retornará al poder.

—Trataré de calcularlo.

—Debes hacerlo. —Su mirada parecía desconcertante y directa.

—Sí, lo haré —dije, con algo de aspereza—. Pero ahora me preocupa esta excavación.

¿Puedes decirme cuánto tendremos que cavar aquí? ¿Y qué hallaremos por fin?

Pero ya no estaba allí. El viento silbaba a mis pies, como serpiente entre las hojas secas, sacudía los toldos y lanzaba demonios polvorientos a la fuga por el monte.

Esa noche, durante la cena, eché de menos a Diane y a Barbara. Sólo John y Tony se habían quedado en el campamento. Todos los demás habían huido a Mérida, a dormir en camas limpias y a darse duchas calientes. Los tres nos sentamos en la plaza y bebimos café y aguardiente mientras el sol se ponía. John y Tony conversaban mientras yo contemplaba el ocaso a través de la plaza. La Luna se veía justo sobre los árboles: era un delgado cuarto creciente con los dos cuernos apuntando al cielo. Por una vez, las sombras estaban en calma: el sacerdote había terminado de rascar el pellejo del jaguar, y ningún tallador trabajaba a la luz de la luna.

—¿En qué piensas, Liz? —preguntó Tony.

—¿Qué? No estaba prestando atención.

—John decía que hay problemas en tu excavación predilecta. Miré a John, reparando súbitamente en él. Inclinó los anchos hombros hacia delante, como para protegerse de mí.

—¿Qué clase de problemas? —quise saber. John envolvió la taza de café con ambas manos.

—El trabajo marcha con lentitud. Me marcho para supervisar a la gente de Carlos, y cuando regreso, los hombres siempre van con retraso. El cernidor se rompe. La cabeza de un pico se afloja. A un hombre le pica un escorpión. Otro ve una serpiente de cascabel.

Siempre pasa algo.

—Has puesto a Pich al frente de los obreros, ¿verdad? Suele ser muy trabajador.

John hizo un gesto de duda.

—Esta vez no.

—Le preguntaré a Salvador qué piensa —me dirigí a Tony—. Tal vez debamos turnar a la gente.

—Sería mejor —concluyó.

Al cabo de un rato me disculpé y fui hasta la choza de Salvador. Alcancé a ver la silueta de un hombre de pie en el patio, fumando. Llamé a Salvador y vino hasta la albarrada que rodeaba el solar, es decir la pared de fragmentos de caliza que circundaba el patio lindero a la casa. Encendí un cigarrillo y me recosté contra la pared, a su lado.

Aquí el aire olía a hierba. Dentro del solar, la vegetación era frondosa. María cuidaba el jardín con esmero. Un árbol de aguacate daba sombra al portal de la casa, y al lado de la albarrada crecían plantas de chili y hierbas. Notaba el olor de las naranjas dulces que pendían del árbol, al otro lado del jardín.

—¿Cómo andas? —le pregunté.

—Bastante bien. —Observé la brasa de su cigarrillo brillar por un instante, y luego tornarse rojo opaco. No lograba verle el rostro.

—Qué tranquilo está todo cuando los demás se marchan —comenté.

—Sí. Aquí siempre hay tranquilidad.

—John me dice que en su excavación las cosas van lentas —fui al grano—. Que siempre surge algún problema.

Apagó el cigarrillo contra el muro de caliza y sobre la piedra áspera se abrieron chispas rojas.

—No es época de suerte, ni es un sitio de suerte —agregó—. El trabajo avanza lento porque la suerte nos es adversa.

Le ofrecí otro cigarrillo y le di fuego. Bajo la débil llama de mi encendedor pude ver su expresión: calma, firme, reflexiva. Cuando el cigarrillo se encendió volvió a hablar.

—Cuando teníamos ganado, los animales solían espantarse en aquel lugar. Es de mal agüero.

—No me dijiste nada de eso antes.

El cigarrillo se detuvo antes de llegar a su boca.

—No me habría hecho caso —fue su respuesta. En la oscuridad era invisible, y lo sabía.

—Debemos excavar allí. Es el sitio más prometedor que hemos hallado. —Hice una pausa. La punta del cigarrillo volvió a brillar mientras daba otra calada—. ¿No podemos emplear más hombres? ¿No serviría de ayuda?

—Es un pasaje estrecho —caviló—. Sólo pueden trabajar tres a la vez: uno para mover rocas, otro para mover tierra y otro para cernir.

—Tal vez otros tres trabajadores distintos —propuse—. Que no sepan que es un sitio de mala suerte, o que no les importe.

—Tal vez. —Su tono era distante—. Asignaré otros tres hombres.

Esa noche me senté en mi choza, consulté el libro de referencias y calculé la fecha según el calendario maya. No fue sencillo. Sylvanus Morley, un notable erudito sobre los mayas que vivió hacia el 1900, obtuvo una fórmula para convertir fechas mayas a datos del calendario moderno, pero aparentemente no se le ocurrió que alguien pudiese querer convertir fechas del calendario moderno al maya.

Después de mucho calcular, verificar y volver a comprobar, decidí que ese día era Oc en el tzolktn, o almanaque sagrado: el cuarto día de Cumku, último mes del haab o año vago. El año maya estaba próximo a su fin. En dieciséis días tendríamos sobre nosotros el final del año... los cinco días de la mala suerte. Me pregunté si la proximidad del final del año sería la causa del temor a la mala suerte que afectaba a Salvador. Según el período largo, también estábamos por concluir un katún, y habría un cambio de tiempo.

De todas formas, el día Oc no era demasiado malo. En los jeroglíficos, estaba representado por la cabeza de un perro que guía al Sol en su travesía nocturna por el mundo subterráneo.

Supongo que si hubiera un horóscopo como el de los periódicos, basado en los días mayas, lo interpretaría como «un día para recibir orientación».

Esa noche soñé con nitidez. Soñé con Los Ángeles, esa ciudad vulgar y derruida que abandoné hace tanto tiempo.

El Sol acababa de asomar y la luz matinal era tenue. El mundo no tenía límites precisos: un suave manchón verdigris formaba los arbustos del jardín de un vecino; una línea marrón oscura era la cerca rota que señalaba la línea de propiedad entre dos tierras pálidas, salpicadas de verde intenso allí donde crecían las malezas. Un viejo escarabajo Volkswagen azul opaco y oxidado descansaba sobre sus ruedas en un pastizal. Tenía los neumáticos desinflados, desde hacía años. La ciudad estaba en silencio. Los perros no ladraban; los pájaros río cantaban, los coches no circulaban. La gente no estaba.

Diane caminaba a mi lado. Era una niña de cinco años, carita redonda y solemnes ojos verdes. Su manita suave, cogida de la mía. Avanzaba a mi lado sin quejarse, a pesar de que hacía mucho rato que paseábamos.

Bajo nuestros pies, la acera estaba resquebrajada y abombada. Diane tropezó en un tramo donde el cemento tenía un desnivel y la atrapé mientras caía. Cuando levantó la mirada hacia mí, sus ojos estaban empañados por las lágrimas.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Te has hecho daño?

Negó con la cabeza, pero las lágrimas comenzaron a rodar. Estaba atrapada por esa extraña inquietud que me obligaba a seguir caminando pese a las llagas que tenía en los pies.

—Vamos —le dije—. Tenemos que seguir andando. —No se movió, aun cuando la tomé de la mano y la arrastré—. Si no vienes, tendré que dejarte aquí.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas y caían. Dejaban gotas oscuras sobre el cemento. La cogí entre mis brazos, arqueando la espalda para levantarla.

—No llores —la consolé.

En ese momento, oí un rugido a mi espalda. Miré hacia atrás y vi un jaguar deslizarse por detrás del Volkswagen y echar a andar hacia nosotras, sin prisa, como si estuviera seguro de la presa.

Comencé a correr, pero corría a velocidad de sueños: mis pies se movían lentamente, mis pasos no me conducían a ningún sitio. Diane había estrechado sus brazos alrededor de mi cuello; era una carga que no podía arrojar. Tropecé con una baldosa de la acera y caí pesadamente sobre una rodilla. Diane se soltó de mí y cayó al suelo.

Escuché el rugido del jaguar detrás de mí. Supe que no tenía tiempo ni fuerzas para salvar a la niña.

Desperté en mi hamaca. El trueno volvió a retumbar, como el rugido de un jaguar, como el ruido de cascos de los caballos que los chaacob tenían fama de montar. No llovía, sólo tronaba. Truenos del cielo del conejo, decían los mayas. Mal signo. Los chaacob montaban, pero no traían lluvias. Un signo particularmente infausto para nosotros, si presagiaba el final de la estación seca. Cuando comienzan las lluvias, la excavación debe concluir.

Salí a la puerta de la choza a mirar la plaza. Mi reloj marcaba la una y cuarto. Un farol encendido pendía del techo de cinc corrugado que cobijaba un pequeño sector justo enfrente de la choza de Tony. Me vestí —sabía que pasarían horas hasta que pudiera volver a dormir— y crucé la plaza.

Tony estaba sentado en una de sus dos sillas. Su vieja bata, la misma que traía al campamento cada año, se ceñía contra su cuerpo, llevaba unas pantuflas de cuero, y por encima de ellas sus piernas se veían lastimosamente delgadas y marcadas por las picaduras de los mosquitos. Un cajón de madera hacía las veces de mesilla; sobre él, la pipa de Tony, una caja de cerillas, un vaso, una botella de ginebra, otra de tónica. Leía un grueso libraco azul que reconocí como un catálogo de estilos mayas sobre moldeado de vasijas.

Levantó la vista al oír mis pasos, sonrió y dejó el libro a un lado.

—Sigues despierto —me anuncié—. El trueno me despertó. ¿No crees que las lluvias sé están adelantando?

—En absoluto —respondió—. Es sólo una tormenta de verano. Ven y bebe algo conmigo. Te ayudará a dormir.

Se puso de pie y fue a buscar un vaso para mí. Lo noté algo torpe al caminar, algo vacilante. Jamás me había preocupado por el hecho de que Tony bebiera, hasta que falleció su esposa Hilde, dos años atrás. Antes de eso, sabía que bebía en el campo pero asumía que Hilde le impediría excederse en casa. Ahora vivía solo en Las Cruces, y sospechaba que bebía copiosamente todo el año. Había notado que los círculos que rodeaban sus ojos eran este año más oscuros. Parecía más delgado, más pálido, algo más deteriorado...

La bebida que me sirvió estaba tibia y la tónica sabía mal, pero no presté atención. La silla crujió cuando me senté y estiré las piernas por delante. El aire estaba quieto y sofocante. El trueno volteaba por el cielo como las piedras de un imperio en ruinas.

Mi primera excavación. fue en un enclave Hopi, situado en los montes Mongollan, en Arizona. Durante dos meses, viví en esa aldea multicolor de tiendas de campaña agujereadas que la Universidad Estatal de Nuevo México llama campamento. Durante mi primera noche, me despertó el sonido de un trueno, el tintinear del agua y una sensación de humedad. Cogí mi linterna y el haz de luz se estrelló sobre la superficie movediza de una pequeña cascada que caía al lado de la tienda. Mi vivienda era un modelo sobrante del ejército, de olor nauseabundo, que proveía la universidad. Mis zapatos se habían empapado en un charco que se aproximaba a la tienda. Afuera, la lluvia golpeaba contra las paredes de lona y sacudía los postes. La lona mojada de color caqui ondeaba inciertamente a mi alrededor.

Había salido reptando del húmedo saco de dormir y me estaba vistiendo cuando oí el crujido de los postes que se salían de su sitio, el tirón abrupto de una soga que cedía y el suave suspiro de la lona mojada que perdía tensión. Un lado de la tienda se desmoronó y luego lo hizo el resto, derrumbándose, volviendo a su posición original.

Abandoné mis pertenencias y me abrí paso hasta la puerta, maldiciendo con pasión, lanzando exóticas obscenidades que había aprendido de las locas del manicomio, pateando la lona que chorreaba y azotándola con puños y linterna. Escapé bajo el diluvio.

La tienda yacía como un animal moribundo, retorciéndose esporádicamente en el viento.

La lluvia golpeaba sobre mi cabeza, me aplastaba el cabello al cráneo, me empapaba la ropa. Estaba descalza en el fango. Oí la risa contenida de alguien. Se hallaba bajo el alero de otra tienda, con las manos en los bolsillos de su bata de franela, seco, limpio y divertido. Me encaminé hacia él con ánimo de matarlo. Dejó de reír cuando vio que me acercaba.

—Deja de reírte o te mataré —le amenacé. Hacía poco que había salido del manicomio, y me costaba un gran esfuerzo mantener una conducta socialmente aceptable. Sin ese esfuerzo, regresaba fácilmente a un estado primitivo.

—Lo siento —dijo—. ¿Quieres entrar y secarte?

Creo que fue su voz lo que me convenció. Aun a los treinta años, Tony tenía una voz ronca y tranquilizadora, suavemente áspera, como el roce de una buena manta de lana contra la piel desnuda, o el pelaje cálido de un perro amigo. Me ofreció una toalla, me prestó ropa seca que me quedaba grande, me preparó un chocolate caliente en la cocina del campamento y por la mañana me ayudó a resucitar mi tienda caída.

Tony y yo jamás fuimos amantes. Fuimos buenos amigos, durante un tiempo los mejores amigos, pero jamás dormimos juntos. Entendí que así sería mejor.

Recuerdo la boda de Tony con más claridad que la mía. Pensar en mi enlace con Robert es como ver las piedras en el fondo de un estanque cristalino. Las distingo, pero sé que sus formas quedan distorsionadas por el correr del agua, que los colores que veo no son auténticos. Sé que las piedras no son tan suaves como parecen, pero no puedo tocarlas para cerciorarme. El agua es muy fría y traicionera: no puedo arriesgarme a investigar. Debo mantener distancia. Cuando pienso en esa época creo que me casé con Robert en un esfuerzo por ser una persona que no era. Una persona común y corriente.

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