—La marquesa estaba tomando el fresco en esta ventana —nos explicó el marqués—. Yo no la he visto; pero Sing-Sing, que salía del garaje, la ha visto cuando lanzaba su
grito de crisis…
Ella, inmediatamente, con un desesperado clamoreo que no le había visto hacía tiempo, corrió al primer piso, para encerrarse en su habitación… Yo estaba en mi despacho… Pero no necesitaba explicaciones…
¡Sabia de qué se trataba!…
Corrimos todos tras ella… Hubo que forzar la puerta… Ya saben ustedes tanto como yo —añadió dirigiéndose a mí—,
puesto que nadie ignora nada de mi desgracia…
Cristina y yo volvimos a la biblioteca: ella, cariacontecida; yo, cada vez más agitado…
—¿Qué opina usted de todo esto? —me preguntó la joven.
Le dije:
—Cuando hemos entrado en el cuarto de la marquesa ¿se ha fijado usted en la cara del marqués?
—¡No! ¡Solamente miraba a la marquesa!…
—Pues yo he mirado al marqués… ¡Tenía cara de pocos amigos!… Sus ojos sanguinolentos parecían a punto de salirse de las órbitas como dos esferas de rubí; su boca se abría mostrando unos dientes feroces y sangrientos, y toda su cara parecía una de esas caretas japonesas hechas para asustar al enemigo. Nunca he visto nada comparable a aquello, como no sea las trazas ferozmente alegres del busto del marqués de Gonzaga que ocultan cuidadosamente en Mantua, en la planta baja del Museo Patrio, en un cuartito que recibe la luz por la plaza del Dante… El marqués del busto parecía en la víspera de Fornoue, el día en que pagó diez ducados por la primera cabeza francesa cortada por sus estradiotes, y en que besó en la boca al hombre que se la traía… No era un vampiro; pero era en cierto modo un bebedor de sangre…
—Precise su pensamiento —me dijo Cristina con voz sorda—. ¿Cree usted que realmente hemos sorprendido a «nuestro marqués»
la víspera de Fornoue
?
—Sería algo tan espantoso que no me atrevo a precisar semejante pensamiento…
Y me apresuré a añadir:
—Quizá solamente se tratase de una apariencia.
—De todos modos —murmuró Cristina—, si bien la víspera de Fornoue creía Gonzaga que iba a hartarse de nuestra sangre, su esperanza fue frustrada el día siguiente…
—Sí; alguien ha aguado la fiesta…
—Mi impresión —dijo Cristina— también es que hemos estorbado… Pero, tomando las cosas desde el punto de vista
natural
, no hay que asombrarse de que el marqués se haya visto desagradablemente sorprendido con nuestra llegada…
—¿Y si juera verdad? —pregunté.
—¿Si fuera verdad?… ¿Si fuera verdad?… —repitió ella.
—Dejemos de lado lo que es preciso dejar de lado… En fin de cuentas, ¡no se necesita haber vivido doscientos años para tener instintos de fiera!…
—Luego ¿usted cree?…, ¿usted puede creer?…
—Mire, Cristina… ¿Recuerda usted que Sangor, al llegar por primera vez al cuarto, llevaba un frasco?
—Sí, un frasco que, si no recuerdo mal, contenía
citrato de sosa…
—¡Eso es!
—Y el marqués, ¿verdad?, le ha dicho que se lo llevara y que trajese
cloruro de calcio…
Perfectamente, Cristina. Ahora, ¿puede usted decirme qué ha hecho el marqués con el cloruro de calcio?…
—Contener la hemorragia…
—Está bien… Pero ¿sabe usted, Cristina, para qué se emplea el
citrato de sosa
?
—¡No!
—Pues el citrato de sosa se emplea para provocar la hemorragia…
La joven me miró como si yo me estuviera volviendo loco.
—¿Para provocar la hemorragia?
—Me explicaré… Mejor dicho: sirve para que la sangre continúe fluyendo, desde el momento en que impide la formación del coágulo de sangre que cerraría la herida… Si se frota la herida o el pinchazo con citrato de sosa, la vena continúa derramando sangre como agua de una espita… ¡Y hay más!… Una boca que aspirase esa sangre y a la que se frotase con citrato de sosa, no tendría que temer la coagulación con que siempre hay que contar…
—Lo que usted me dice es verdaderamente horrible. ¿Dónde lo ha aprendido?
—En los más elementales libros de medicina… ¿No conoce usted el Labosse ilustrado?… Un encuadernador que no se interese solamente por las encuadernaciones tiene facilidades para enterarse de muchas cosillas.
Seguía mirándome y vi que estaba al menos tan agitada como yo.
—¡Horrible, horrible! —repitió—. ¡La ciencia al servicio del vampirismo!…
—En nuestros días, el vampirismo, si es que lo hay, ha de ser forzosamente científico.
Nos dimos cuenta de que ambos estábamos mirando los cuatro retratos de los cuatro Coulteray, que en lo alto de la pared nos miraban de una manera tan enigmática y turbadora. Declinaba el día, no dejando para contorno de las cosas más que una linea indecisa, una especie de esfuminatira.
—¡La verdad —exclamó la joven— es que se parecen de una manera extraña, muy extraña!
—¡Como que son el mismo! —repuse yo, procurando poner en el tono cierta ironía y desenfado—. Ha tenido tiempo de perfeccionar su método…
Pero pronto dejamos de bromear…, porque arriba continuaban los gemidos…
Y como los gemidos se prolongasen, no pudimos menos de estremecernos.
—De todos modos —insinué—, convendría saber cómo se ha producido la herida… Al fin y al cabo, el marqués nos habrá contado lo que le haya parecido…
Era tarde. La hora de cenar hacía tiempo que había pasado… No nos decidimos a abandonar aquellos lugares habitados por un dolor tan misterioso… Supondrían que nos habríamos marchado ya…
Nuestro propósito no era ocultarnos. Resultaba indigno de nosotros. Ahora bien: en aquellas circunstancias, quizá nos necesitaran. Y eso es lo que podríamos responder a quien se asombrara de encontrarnos todavía allí…
En nuestro gabinete de trabajo habíamos encendido la lamparilla portátil, cuyo resplandor dibujaba un claro cuadrado en la oscuridad del jardín.
En el palacio reinaba de súbito un gran silencio, silencio que tal vez nos pesaba más que el lúgubre gemido, el monótono gemido que poco antes nos causaba una angustia tan aguda…
Así pasó media hora. Trabajamos vagamente en no sé qué cosa, aunque ocupados por pensamientos que no nos atrevíamos a comunicarnos. Por fin pregunté a Cristina:
—Ahora, Cristina, ¿cree usted que el marqués la dejará tranquila?
Pareció muy sorprendida.
—¿A qué viene esa pregunta? —replicó muy emocionada—. ¿Cree usted que tiene algo que ver lo que pasa arriba y lo que pueda suceder aquí?
—¿Es que no ha renovado las tentativas?
Pareció vacilar un momento, y finalmente dijo:
—¡No! Ya me he compuesto las cosas para que no reincidiera…
—Realmente, no puedo menos de reconocer que el marqués se ha portado siempre con una corrección perfecta para con usted… Diríase que no se atreve ni a mirarla, ni aun cuando le habla…
—Sin duda —explicó ella con naturalidad—, está algo avergonzado de haberse dejado llevar por… lo que pudiéramos llamar la violencia de su temperamento… En esos momentos, a decir verdad, resultaba poco simpático… ¡No se sabía si quería abrazarme o morderme!…
—¿Morderla? —repetí, mirándola.
—¡Cuidado con las interpretaciones! —repuso ella—. Es una manera de hablar… ¡Yo no creo en los vampiros!… Pero de todos modos, me daba miedo…
—¡Es extraordinario, Cristina, que haya continuado aquí!
—Ya le he explicado la causa, amigo Masson.
Y esta réplica me la lanzó como si yo la hubiera ultrajado…
Pero ella misma rompió el penoso silencio consiguiente, preguntando:
—¿Es cierto que tiene usted una linda casa de campo?
Esperaba tan poco aquella pregunta que quedé pasmado.
—¿Por qué lo dice?
Mirándome con profundo asombro, dijo:
—¿Qué le ocurre?… Creo que mi pregunta no tiene nada de particular…
—¿Por qué me habla de mi casa de campo?
—¿Cómo iba a pensar, Dios mío, que se inmutara por ello?… ¡Si está pálido!… Pero se lo voy a explicar… Fue el marqués quien me dijo que usted tenía una linda casa de campo. Y se extrañaba que aún no me hubiera invitado a ir a ella…
—Pero ¿cómo sabe que tengo una
linda
casa de campo?… ¡Ay Cristina!… Mi casa de campo no es linda, sino la más triste y melancólica mansión que se pueda encontrar entre los comienzos del bosque y un estanque negro, fangoso, con aguas de plomo… ¡No la invitaré nunca, Cristina!… ¡Y no
vaya nunca!…
Ella estaba cada vez más estupefacta:
—¡Qué cosas más extrañas me está diciendo!… No esperaba que le inquietara tanto la pregunta… No insisto más, amigo mío…
—¿No le ha dicho el marqués cómo se ha enterado?
—Si… Es que cierta vez se le ocurrió la idea de comprar los vastos territorios de Corbilléres-les-Eaux… Su casa está Por allí, ¿no?
—Sí… Junto al estanque, muy cerca del estanque negro…
—El marqués visitó aquellos territorios y se informaría acerca de los propietarios de los terrenos que deseaba comprar para hacer de ellos una sola finca… Y entonces tendría ocasión de ver que su casa es linda…
Yo estaba tan agitado, que me dirigí a la ventana y la abrí… Necesitaba respirar… Necesitaba recobrar mi calma… Estaba disgustadísimo conmigo mismo por no haberme sabido contener…
En aquel momento, en el rectángulo de luz que sobre el césped se extendía delante de mí, vi que se deslizaba un bulto blanco, ligero y silencioso como un fantasma.
No tuve tiempo más que para precipitarme a la puerta que daba al jardín y que había quedado abierta. Así pude recibir en mis brazos al pobre ser agonizante, que ya no pesaba más que una sombra. Su aliento expiraba en sus labios exangües. El óvalo de su rostro se había alargado en una línea más ideal aún. La muerte parecía fijar ya aquella frágil imagen para la eternidad. Y el resplandor que vagaba en el fondo de sus órbitas, abiertas como dos abismos, no pertenecía ya a este mundo…
Y ella, mirando cosas que nosotros no podíamos ver porque no estábamos como ella en la frontera de la nada, nos dijo a los dos, porque también Cristina se había acercado:
—
Ya estarán convencidos… ¡No me han dejado más que el alma!…
Con infinitas precauciones la dejamos en un sillón. Su cabeza apoyada en el respaldo, era tan bella como un mármol sobre una tumba. Parecía mirar por última vez (y ahora sin espanto, porque esperaba escaparle al franquear las puertas de la muerte) al
monstruo de las cuatro caras
, que desde lo alto de la pared le dirigía sin cansarse su temible sonrisa.
—Hoy —dijo la marquesa penosamente— han visto ustedes su quinta cara cuando va a bebérseme la vida… ¿Verdad que les ha espantado?… Ahora se ha ido, se ha ido con toda mi sangre… Y voy a morir
porque no me da miedo la muerte…
»Si, me he entendido con Sangor, que hace cuanto se le pide con tal de que no esté prohibido por su religión… Cuando yo esté muerta, vendrá a mi tumba a cortarme la cabeza. Y así no habrá peligro de que yo vuelva, como el monstruo, a beberme la sangre de los vivos…
»Los vivos pueden estar tranquilos, ¡muy tranquilos!
»Es la única manera de salvarme de la vida y de la muerte…
»¡Qué feliz soy!… Estoy segura de Sangor, de que me cortará la cabeza, como se ordena en el libro
contra la resurrección…
»¿Ha leído usted los libros que le entregué, señor Masson?… Entonces, ya sabe usted que es preciso que se me corte la cabeza…
»Sí, sí… Estoy segura de Sangor, porque le he dado un magnífico collar de perlas…»
Y pronunciaba estas frases entrecortadas, como si fuera a morir a cada momento…
En cuanto a mí, me hubiera gustado hacerle una pregunta aprovechándome de que
aún
era tiempo.
Hubo un momento en que la marquesa calló, echó la cabeza hacia atrás con los párpados caídos y el cuello tenso, cual si lo ofreciera al cuchillo de Sangor.
Y le dije:
—Nos ha contado el marqués que cuando usted ha lanzado el primer grito estaba tomando el fresco en la ventana del tocador y se ha pinchado en el brazo con una de las espinas del rosal que trepa por la pared…
Se abrieron los párpados para dejar pasar una llamita que, casi inmediatamente, se apagó entre las pestañas contiguas.
—No me he pinchado en el rosal; nadie grita desesperadamente cuando se pincha en un rosal… He gritado porque me ha
mordido…
—¿Estaba con usted en el tocador?
—¡No!
—¿Estaba en el jardín?
—Tampoco… No sé dónde estaba.
—Pero ¿cómo es eso? ¿La ha mordido sin estar con usted?
—Claro… Muerde cuando quiere y como quiere… En vano me envuelvo con pieles.
—¿Acaso muerde a distancia?
—¡Si!
No había más Que hablar
. El asunto estaba concluso para sentencia.
Y estábamos los tres abatidos por ideas diferentes cuando apareció Sangor.
En sus brazos poderosos se llevó a la desventurada, cuya cabeza cayó sobre su hombro. ¡Oh, la cabeza que yo veía ya en un sueño de horror y de locura separada del tronco!
Por lo demás, todo se me aparecía ya bajo aquellos horribles colores… Y hasta la mirada de Cristina me pareció un poco turbia cuando, al quedarnos solos, le pregunté:
—¿Qué opina usted de todo esto?
Y, cosa rara, fue la primera vez que al hablar de la marquesa no le oí decir: «¡Está loca!»
30 de junio.
—¡Todo ha terminado! ¡Todo ha terminado! Y yo tengo la culpa. Como dicen en las novelas populares, lloraré mucho tiempo lágrimas de sangre. He perdido a Cristina, y estoy nuevamente desterrado en mi siniestra casucha campestre de Corbilléres, junto al estanque de las aguas de plomo.
Paso los días guardando el luto de mis últimas ilusiones y de mi loco amor…
Esta última e insípida frase me exalta el corazón… ¿Ilusión? ¿Loco amor?… ¿Voy a poder escribir con agua de rosas lo que me ha sucedido?… Me había convertido en una especie de bestia embrujada alrededor de Cristina.
Conviene decir que hacía ocho días que estábamos solos en el palacio. El marqués se había llevado a la marquesa expirante a su viejo castillo de Coulteray, sin duda para que estuviese más cerca de la tumba que la esperaba.
Les había seguido toda la servidumbre.
¡Solo con Cristina!