No respondió a estas palabras… Se había desplomado junto a mí… Y entonces fue ella quien puso su mano sobre la mía. ¡Cómo ardían ambas!… Mi amada parecía horriblemente abatida… Pero por fin dijo penosamente:
—¿Qué ha pensado al ver a mi padre?
—Su padre —respondí— ha estado violento, y me figuré que había acabado con Gabriel… No obstante, aquel acto salvaje tenía una explicación… En cambio, ¡eso de que una joven, con apariencias de virtuosa, oculte a Gabriel en un armario!
—¡Alto ahí! —masculló ella—. Si no quiere que le odie, no solamente ha de abandonar ese escarnio infame, sino que ha de jurar que olvidará todo cuanto ha visto. Y no se pregunta tan siquiera lo que hace Gabriel en nuestra casa, ni la significación del drama que usted ha presenciado… No es usted el único que ha visto a nuestro huésped. También le ha visto nuestra asistenta. Y sé que ha hablado de ello con la señorita Barescat. La última versión dice que se trata de un extranjero proscrito y condenado por traidor a su partido… Son cuentos de la gente… Nosotros no tenemos que dar informes a nadie, sino a la policía, en el caso de que los pida. Ahora bien: no le negaré que tenemos un interés inmenso en que la policía traspase nuestro umbral lo más tarde posible… Y si, a pesar de todo, viniera a nuestra casa, también a la policía le pediríamos que guardara nuestro secreto hasta el día, quizá no muy lejano, en que podré contárselo todo…
¿Puedo confiar en usted, amigo mío
?
—¿En qué sentido?… En fin de cuentas, ese hombre no es digno de compasión, aunque haya sido maltratado por el padre de usted… ¡Ya quisiera yo estar secuestrado como él!…
Continúa haciéndome sufrir, Benito… Y el caso es que yo podría hacerle callar con unas cuantas palabras; pero el secreto no me pertenece… Y he jurado a Jaime…
Se interrumpió de manera que no supe lo que había jurado a Jaime. Luego prosiguió:
—Acabemos en lo referente a Gabriel… Puedo jurarle, querido amigo, que mi cariño hacia él nunca ha pasado de los límites de un amistoso abandono. Mi cabeza ha descansado en su hombro. Mis labios han rozado su mejilla. He abrazado su belleza… Pero, ¡ay!, tampoco le puedo amar… Lo único que tiene es belleza. Su cabeza está vacía, ¿comprende?
—Los imbéciles siempre tienen suerte —repliqué con una carcajada diabólica—. Pero ¿qué necesita usted, Cristina, para ser feliz? El perfil de Apolo Pitio, el cerebro de Jaime Cotentin…
—¡Y el ardiente corazón de Benito Masson! —concluyó ella a media voz.
—¿Todo eso en un solo hombre? —proseguí yo en un tono cada vez más brutal—. Veo, amiga mía, que ni unos ni otros estamos cerca del paraíso.
—¡Cálmese, Benito!… Nunca me había hablado así. Y crea usted que me asusta.
—Envidio al hombre de la cabeza vacía —exclamé. Y me puse a llorar como un niño de diez años.
Ella cometió la equivocación, la gran equivocación, de acercarse más en un momento que no era, que no podía ser, más que de lástima, y que acabó de exaltar en mí un romanticismo desenfrenado, esa especie de frenesí dé la palabra que oculta, bajo sus oropeles de feria, el dolor humildísimo y muy sencillo de un pobre ser que nunca ha sentido posarse en sus labios los labios de una mujer…
Tenía gracia lo del tierno y casto abandono sobre el hombro del galán de la cabeza vacía…. En la escuela nos han enseñado la historia de una mujer, reina por la jerarquía, la belleza y la inteligencia, que besaba al poeta dormido, por feo que fuera… Y yo me preguntaba ante Cristina a guisa de Alain Chartier, con un lujo de vocablos tras el cual disimulaba en lo posible mi terrible timidez… Para unos soy un gran poeta; para otros, un saltimbanqui. Para mí, un mendigo. Bajo mis sollozos hinchados de retórica, una mujer que me amase verdaderamente leería al punto esta palabra: «Bésame».
Pero tan miserable es mi vida que no puedo pronunciarla.
Sin embargo, Cristina la ha oído… Y he aquí que la divina mujer se inclina hacia mí; su hálito abrasa mis arterias, mientras el rojo corazón de su boca se entreabre sobre la mía… Voy a morir de gozo, voy a perecer de repente consumido por la llama sagrada… ¿Por qué no he cerrado los ojos?… Alain Chartier dormía… Sí; pero Margarita abría de par en par los ojos sobre aquella sublime fealdad que honraba con un beso regio…
¿Por qué has cerrado los ojos, Cristina?… ¿Acaso te parece demasiado clara todavía esta noche?… ¿Es por pudor?… ;Voy a saberlo, Cristina!
Abre, pues, tus párpados y abraza a tu poeta… ¡Animo, valor!…
Queda, pues, contento, Benito, porque tu Cristina ha abierto los ojos al oír tu estúpida orden… Los ha abierto
y ha lanzado
un
suspiro de asco
.
La pobre ha hecho lo que ha podido y tú te has portado como un miserable… Has estado a punto de estrangularla… Ha caído bajo tus golpes y has huido hasta aquí, hasta las orillas del pequeño estanque siniestro con aguas de plomo.
Por primera vez le has pegado a una mujer. Sólo tienes una excusa: la de que nunca has querido a otra como a ella…
Aquí terminan las Memorias de Benito Masson.
Gracias a ellas hemos penetrado en la gran miseria moral, en el drama interior creado por la fealdad. Era preciso. La antorcha encendida por él mismo, y a cuya luz hemos examinado al paria que es el hombre feo, va a servirnos para iluminar ciertos recovecos del drama exterior en que fue terrible héroe.
Ante todo, veamos lo que ocurre en su casita de campo. Lo que ya sabemos de ella no es como para tranquilizar. Corbilléres-les-Eaux está a una hora, en expreso, de París. Se baja en una pequeña estación que comunica directamente con la plaza del pueblo, el cual tiene más de 800 habitantes. Hace veinte años no había más que un apeadero. Y el apeadero ha creado la aglomeración de casas en medio de la gran llanura acuática y traidora cuyo aspecto no recuerda en nada los paisajes amables, sombríos, frondosos, acogedores de la Isla de Francia.
Marismas y pantanos, estanques cubiertos de plantas acuosas y guardados por saucedas desoladas y maleza salvaje, dominio inmenso de las aves acuáticas y de los peces y, no obstante, poco frecuentado por cazadores y pescadores parisienses, que gustan de la alegría del ambiente y de los encantos del ventorrillo.
Para ir a casa de Benito Masson, al salir de la estación, seguíase primero la carretera vecinal y luego se continuaba por senderos estrechos y húmedos, aun en la época de los calores. Y luego de haber andado media hora entre riberas indecisas, entrevistas a través de una muralla de juncos y disimuladas por el corazón flotante de los nenúfares, se entraba en una especie de circo cerrado por una pequeña loma sombría y arbolada que se reflejaba en las aguas oscuras de un estanque.
La casa se hallaba entre el estanque y el bosque.
Con sus ladrillos y con su techo de pizarra, hubiera resultado bonita, de haber estado menos desmoronada y de tener mejor atendidos el jardín y el huertecillo… Pero desde que pertenecía, por herencia paterna, a Benito Masson, éste no se preocupaba nada de ella, se negaba a reparaciones y no quería a nadie por allí, ni aun en calidad de servidor…
El padre de Benito Masón, que había hecho buenos negocios en la encuadernación popular había dejado a su hijo una cantidad bastante saneada, con la que éste se había pagado el lujo de recorrer el mundo como artista y con una fantasía romántica, en virtud de la cual le tomaban frecuentemente por un hombre fantástico, siendo así que no era más que poeta. Así es que Benito había vuelto de su viaje casi pobre. Y ya conocemos su género de vida.
Había conservado la casa de Corbilléres, porque le agradaban aquella soledad y aquella desolación. Más de una vez, grandes propietarios de los alrededores, que habían arrendado la caza y la pesca en los terrenos pantanosos, habían querido comprársela para instalar en ella a un guarda; pero había rechazado todos los ofrecimientos.
Cuando salía de la Ile-Saint-Louis era para refugiarse allí, para vivir allí deliciosamente, como un salvaje, trabajando sin urgencia en encuadernaciones cuidadosas, en encuadernaciones artísticas, en mosaicos donde siempre acababa apareciendo alguna figura de mujer que en los últimos tiempos se parecía singularmente a Cristina, así como Cristina, por su parte, reproducía incansablemente la imagen de Gabriel.
Pero de pronto sentía repugnancia hacia su obra, la rechazaba con rabia y hasta la aniquilaba en el pequeño taller que se había creado para su satisfacción personal y aparte de todo espíritu mercantil… Y salía vestido de cualquier modo, soñando durante días y noches enteras en la vida de la pradera y tal como la había conocido, cuando era niño, en los libros de Gustavo Aimard, cociendo trozos de carne sobre sarmientos, entre dos piedras, y colgando por la noche una hamaca, que él mismo había fabricado, entre dos árboles…
Y, cosa extraña, aquel hombre de aspecto extravagante no cazaba ni pescaba, no llevaba fusil ni artilugio de ninguna clase… Pero llevaba en el bolsillo una libreta y un lápiz y hacía versos, hacía versos de amor… ¡Sólo en el amor pensaba!…
Repugnante él, despreciaba a las mujeres, aunque las hubiera querido a todas…
La aventura que acababa de tener con Cristina, y que no hacía más que empezar, había disciplinado un poco su frenesí cerebral. Pero antes, cada vez que se encontraba frente a una mujer, sentía ganas de besarla y de morderla inmediatamente… Sin embargo, decía que jamás había tocado ninguna, y afirmaba que nunca habían corrido peligro alguno con él, a causa de una timidez que le paralizaba hasta anularlo.
Lo que hemos reproducido de sus Memorias está bastante de acuerdo con el carácter de Benito Masson, excepto la última escena con Cristina, escena sobre la que, por lo demás, resbala muy rápidamente en el aludido documento. Desgraciadamente para él…,
¡estaban las seis mujeres que habían ido a su casa campestre y a las que no se había vuelto a ver en ninguna parte!…
Aquella serie de desapariciones había llamado la atención de más de una persona. Al principio se tomó a broma y hablóse maliciosamente de ello. Luego, como se estuviera varios meses sin ver a Benito Masson, se habló de otra cosa. Pero, de todos modos, había alguien que pensó constantemente en tales desapariciones. Ese alguien era Violette.
Violette tenía el oficio de guardacaza, cuando le hacían el honor de encargarle de tales y tan importantes funciones… Por desgracia, pasaban años en que las sociedades de cazadores se desinteresaban completamente de las marismas de Corbilleres. Y entonces Violette se convertía en cazador furtivo. De todas maneras, era un gran elemento, porque con él siempre se tenía la seguridad de encontrar caza.
Violette no tenía ninguna cualidad que recordara la violeta: ni la lozanía, ni el perfume, ni la modestia… Hablando de caza y pesca, era infatigable; así es que era el amo del país; nadie podía atravesarlo sin que Violette dejara de echar la vista al osado que penetraba en sus dominios.
Siempre se le había visto con el mismo indumento: viejo pantalón de terciopelo, con polainas que ya habían perdido el color, grandes botas, un chaquetón que era todo bolsillos y del cual salían kilómetros de cordeles, extraordinarios ingenios de pesca; un morral que no se quitaba de la espalda aun cuando no llevara fusil (casos en que, por lo demás, podía tenerse la seguridad de que el fusil no estaba lejos), un cigarro que parecía una brasa apagada en sus labios secos y bajo su bigote amarillento, calcinado por el fuego del tabaco… Tenía una cara como labrada a hachazos, grandes orejas que se movían, narices siempre olisqueantes como las de un perdiguero, ojuelos de un verde claro entre largas pestañas albinas, ojuelos que alcanzaban increíbles distancias.
No había dos como él para el gavilán o para abatir una bandada de patos salvajes, que atraía con un equipo de flotantes muñecas de madera, en las noches claras, aprovechando las grandes emigraciones…
Vivía en una choza entre sauces amarillos que levantaban dos filas de troncos despanzurrados al borde de las marismas, y allí se estaba en un dominio medio terrestre, medio acuático, entre gladiolas, sagitarios y carrizos… Tenía su barquillo, su vivero barbudo, en torno al cual movía la percha negra y pasaban rápidas las locas escuadras de peces plateados…
Detestaba a Benito Masson por muchas razones. Una de las más importantes era que éste le había estropeado una ocasión extraordinaria de convertirse casi en un burgués, en un verdadero guardabosque establecido en la correspondiente casa. Ello había ocurrido cuando Masson se negó a vender su finca a un «pez gordo» que quería quedarse con todos los territorios circundantes, caza y pesca, y que hubiera hecho a Violette su hombre de confianza para toda la vida, pues el marqués de Coulteray (no se trataba de otro) parecía tener finalidades muy concretas referentes a aquella comarca…
Como un verdadero señor de pasados tiempos, quería dominar todo el país y que nadie le molestara alrededor de la gran propiedad que había adquirido al otro lado del vallecillo, y donde su querida, una bailarina célebre, una india llamada Dorga, daba todos los años, en fecha fija, unas fiestas a las que acudía gente desde muy lejos, hasta de Inglaterra… Pero el estúpido Benito Masson, que por lo visto ignoraba aquellas Circunstancias, no había querido saber nada.
Violette fue un día a ver al encuadernador para tantearle. Y le dio con la puerta en las narices, como a un ladrón. Ni tan siquiera tuvo ocasión de pronunciar el nombre del marqués. No le dejó decir ni diez palabras… Y el marqués se desinteresó seguidamente del asunto… El viejo guardabosque ni tan siquiera había vuelto a verle…
Ahora bien: esta razón para odiar a Benito Masson, a pesar de su importancia, no era la más fuerte de las que tenía Violette. La principal y la primera de todas era que aquel hombre horrible, feo como los siete pecados capitales, le molestaba en la marisma, no porque Benito Masson fuera repugnante a la vista,
sino porque Violette no podía comprender
lo que el otro iba a hacer allí.
Benito Masson era para Violette el mayor misterio del mundo, mucho antes de la desaparición de las mujeres, la cual, en fin de cuentas, podía explicarse muy bien por el espanto que les inspiraba aquel ser miserable, aquel «desgraciado de la naturaleza». Hacía tiempo que el guardacaza y cazador furtivo le observaba con creciente inquietud. Aun ahora, cuando pasaba por su lado, no dejaba de tener esa aprensión que se tiene cerca de un loco furioso, de quien cabe temerlo todo… Y es que Benito Masson vivía en la marisma como un verdadero salvaje, como el mismo Violette y peor vestido que él (cuando allí no había mujeres), durmiendo a la luz de las estrellas, pasando horas enteras sin moverse, acurrucado entre juncos, como si estuviera en acecho…
¡Y no pescaba ni cazaba jamás!…
¡Era un enigma!…