—¡Oh, ya verá, ya verá! —me dijo Cristina—. Hay libros inapreciables y autógrafos rarísimos, como no los posee ni el Arsenal. En este cofrecillo flordelisado está el libro de horas de Blanca de Castilla, que legó al santito de su hijo… Lea: «Es el salterio del señor don Luis, que había pertenecido a su madre». Procede de los dispersos tesoros de la Santa Capilla. Ésta es la biblia de Carlos V, en la que manuscribió el rey: «Este libro es de mí, el rey de Francia»… Y este misal, cuyas hojas tienen sendas guirnaldas, se debe al incomparable pincel del «maestro de las flores», el gran artista de nombre desconocido… ¡Oh querido encuadernador, qué manantial de inspiración es esto!… En esta arqueta se conserva la carta de amor de Enrique IV abrazando un «millón de veces» a la marquesa de Verneuil… El marqués quiere reunir los autógrafos, si encuentra un encuadernador digno de reunirlos. ¡Téngalo en cuenta, Benito Masson!
Yo estaba anonadado. De mí solamente subsistía el artista… Hasta el enamorado parecía haber huido… De pronto, en aquella estancia lívida, por la que se deslizaba una luz mezquina, noté que el drama (olvidado por un instante) penetraba con aquella figura de ensueño, envuelta en pieles blancas, que caminaba hacia nosotros… Pero ¿qué drama?… ¿El que en parte había visto desarrollarse ante mis ojos?… ¿Otro de aquí que aún no conocía?… Quizá los dos…
Cuando recuerdo aquella primera hora singular pasada en el viejo palacio de Coulteray, lo que domina en mí es la impresión de que tal vez uno de los dos dramas pudiera explicarse algún día por el otro y de que en todo no eran independientes entre sí… El muro levantado antaño para separar la vieja morada, no separaba ya desde que Cristina daba tan fácilmente la vuelta.
¿Qué había de verdad en cuanto me había contado por la mañana? Quizá iba a saberlo de la propia boca del pálido fantasma que avanzaba hacia nosotros… Era la marquesa. La reconocí, aunque me pareció mucho más exangüe que cuando la vi por primera vez. Su aparición me sumió inmediatamente en ese indefinible ensueño que nos causa una música dulce y triste traída a nuestros oídos por una brisa lejana a través de un gran silencio… ¿Qué hálito del más allá levantaba aquella frágil imagen? Así como Cristina parecía la realización ideal de la vida por su parecido con las más suaves figuras del Renacimiento italiano, el rostro de la marquesa tenía un aire de sueño con transparencias tan delicadas que se hubiera temido profanarlas al examinarlas. Yo no me cansaba de mirar a Cristina; pero ante aquella lady lánguida, no se podía más que bajar la vista por temor a rozarla o quizá por compasión, tanto más cuanto que aquella forma fugitiva estaba iluminada dulcemente por la triste llama de una mirada llena de inquietud y de dolor.
Pude observar inmediatamente que era esperado, porque, apenas me hubo presentado Cristina, la marquesa me agradeció con efusión el haber acudido. Por cierto que lo hizo con gran rapidez, como si temiera ser sorprendida. Con voz que recordaba el piar de un pajarillo caído del nido, me dijo:
—La señorita Norbert nos ha hablado de usted… El marqués necesita un hombre como usted para sus colecciones, que estima en mucho… ¡Figúrese que la señorita Norbert quería abandonarnos!… ¡Es tan triste esto!… Pero en compañía de un artista como usted seguramente tendrá paciencia… También yo amo los libros… Y vendré a verles de vez en cuando… Me aburro… ¡Ay, si supiera usted cómo me aburro!… Perdón… He sido educada en la India… No hay que dejarme sola, no hay que dejarme sola…
Dicho esto, se fue apresuradamente. Y desaparecía como si se filtrara a través de las paredes, repitiendo las palabras: «No hay que dejarme sola».
Cristina no me había mentido. Si se quedaba en aquella casa, no era tanto por el marqués como por la marquesa, que le inspiraba lástima… Claro está que de tratarse de una intriga con aquel hombre, no me lo iba a decir… Y Cristina murmuró:
—¡Pobre mujer!
Permanecimos silenciosos un momento. Yo, a través de los cristales, miraba el jardín que se extendía detrás del palacio, y que me pareció algo descuidado, lo cual, ciertamente, no era para desagradarme. El ya próximo verano vencía en las frondas de verdura y en la libre eclosión de las flores. Me volví hacia Cristina para decirle:
—La salud de la marquesa me parece muy precaria.
Apoyando la frente en los cristales, me contestó:
—Eso depende de los días. A veces parece a punto de expirar… Luego, con jugo de carne, recobra fuerzas y se muestra normal…
—¿Cómo normal?… ¿Qué quiere usted decir?…
—Nada… Lo único que creo es que la marquesa tiene demasiada imaginación… Sí; hay días en que se cree más enferma de lo que está… Y eso basta para que efectivamente enferme…
Y Cristina, sin transición, agregó:
—¡Ay señor Masson!… Quería decirle una cosa… ¿Ve aquella puertecilla del fondo del jardín?… Da a la calle que hemos seguido para venir aquí… Está a unos cincuenta metros de su casa… Le seria mucho más cómodo venir aquí por esa puerta y entrar por la puerta de la biblioteca que da al jardín, en vez de dar la vuelta por la entrada principal y tener que esperar al cancerbero… Le indicaré al marqués que le conceda la llave.
—¿Cree usted que el marqués se la dará a un desconocido?
—En primer lugar, usted no es un desconocido… Además, el marqués no me negará la llave, desde el momento en que soy yo quien la pido para usted. Ahora bien: cuando usted la tenga, me la dará…
—¿A usted?
—¡A mí!… ¿Por qué pone esos ojos de asombro, esos ojos que demuestran los peores pensamientos? Si necesito esa llave, no es para venir aquí a escondidas…, puede usted creerlo. Es para huir, si lo necesito.
—¡Apenas podía dar crédito a lo que oía!
—¿Acaso el marqués es un hombre terrible? —preguntó.
—Ya lo verá usted.
Nuevo silencio… Lo veré si quiero, porque, en fin de cuentas, no se ha decidido nada. Pero me guardo muy mucho de expresar esta opinión, juzgándolo vano e inútil a causa del poco caso que hago de mi voluntad frente a la de Cristina… Sin embargo, no puedo disimular mi inquietud. Hace algunos minutos la marquesa y Cristina ¡me han paseado por una atmósfera tan insegura! La hija del relojero comprende mi vacilación:
—Aquí no ocurre nada más que lo que le he dicho, y que no tiene nada de excepcional…
—¿Veré ahora al marqués?
—Hoy quizá no… Creía que lo encontraríamos… Pero todavía estará algo avergonzado de la escena de esta mañana…
—¿Esta mañana?
—Sí; ha querido abrazarme… Es lo único grave que ha pasado entre nosotros… Es perdonable…
—¿Cómo?
—Se lo perdono… Pero tomo mis precauciones para el porvenir. Nada más.
—¡Ya!… La llave… y yo…
Cristina comprende mi estupefacción y ocurre el hecho estupefaciente de que me coge la mano y la conserva entre las suyas, como si mi mano le perteneciera. Era un gesto con el que tomaba definitiva posesión de mi persona. Y me dice:
—Sea mi amigo…
¡Hace mucho tiempo que lo deseo
!
¡Mucho tiempo!… Sin embargo, cuando pasaba cerca de mí durante meses y años, ni tan siquiera pestañeaba y su mirada había permanecido «helada en el lago inmóvil»— ¡Ten compasión, Cristina!… «No me hagas llorar», como dicen mis pobres versos… Soy huérfano… Soy un niño… No me atraigas a tu fuego… Nada puede contenerme… Y quizá no me perdonarás tan fácilmente como has perdonado a tu marqués…
Yo no me atrevía a hablar ni me atrevía a moverme por miedo a una catástrofe, a una imprudencia, a una torpeza, a una caricia por mi parte, que aun cuando la ofreciese de la manera más delicada, no podía ser, procediendo de mí, más que una brutalidad… (En cuanto a eso, juro que sabia a qué atenerme.) De todos modos, mi mano debió de quemarla, porque la soltó de pronto como se suelta un hierro que arde. Pero encontró una excusa a su gesto demasiado brusco:
—¡La marquesa!
Yo no había oído nada. Mas las pieles blancas habían vuelto, en efecto. Estaban detrás de nosotros, envolviendo una cara inquieta, sonriente y lejana, como un viejo dibujo al pastel.
—¿Se queda, señor Masson?
—¡Sí, sí, me quedo!… Pueden estar tranquilas…
1 de junio.
—He visto al marqués; es campechano. Pero antes había visto sus retratos. Es una anécdota muy chocante que conviene contar aquí, porque para mí ha representado la primera luz proyectada sobre la singular intelectualidad de la marquesa.
Como Cristina no se hallaba presente, yo me he encontrado muy cohibido. Era la segunda vez que me presentaba sin encontrar a nadie, pues no considero al felino Sing-Sing y a la cariátide de Sangor. No me atrevía a tocar nada, y para calmar mi impaciencia procuraba fijar mi atención en cuatro retratos que representan al padre, al abuelo, al bisabuelo y al trisabuelo del actual marqués, o sea toda la serie de los Coulteray hasta Luis XV… Los otros, según parece, se encuentran en la galería del primer piso… Pero aquéllos me bastaban de momento…
Aquellas cuatro imágenes me ofrecían la historia del vestido masculino en Francia durante un período de ciento cincuenta años, con la extraña particularidad de que los diferentes atavíos parecían vestir a la misma persona: tanto se parecían los Coulteray.
Casi me atrevo a decir que se asemejaban hasta en el tono y en las maneras. Bajo los encajes y los faldones del traje Luis XV, bajo la corbata a la Garat, el traje y las polainas a la inglesa del año IX, bajo la levita de amplio cuello del tiempo de Carlos X, bajo el traje a la francesa del segundo Imperio, se encontraba al mismo Coulteray subido de color, de nariz fuerte, de boca carnosa, aunque no desprovista de finura, de ojos llenos de un fuego extraño y turbador, de frente algo estrecha, pero voluntariosa, subrayada por cejas unidas por su nariz y, sobre todo, de un gran talante de audacia algo insolente que parecía decir: ¡el mundo es mío!
La visión que yo había tenido del marqués actual, sentado dentro de un coche veloz, había sido muy fugitiva para que yo pudiese decir que continuaba tan de cerca como los demás la semejanza con el trisabuelo. Y dije en voz alta:
Falta aquí el retrato de Jorge María Vicente.
Apenas acababa de expresar mi pensamiento, cuando detrás de mí dijo una voz:
—¡Está!
Me volví.
La marquesa estaba allí, siempre tiritando en sus pieles. Yo me incliné.
—¿No lo ve? —preguntó.
—¿Dónde? —repuse yo, un poco asombrado por la manera con que me preguntaba aquello. Parecía hablar como soñando, y sus ojos eran inmensos…
—¿Dónde?… ¡Ahí!…
Y con el dedo me señalaba los cuatro retratos.
—¿Cuál? —interrogué cada vez más estupefacto.
—
No importa cuál
—me contestó con voz muy tenue.
Y como vencida por un gran esfuerzo, se dejó caer en un butacón.
Entonces se abrió la puerta y entró el marqués.
No sé si vio a su mujer. Creo que no se dio cuenta de ella. Estaba colocada de manera que él podía no verla. De todos modos, ella no hizo ningún movimiento. Quedó acurrucada en su rincón, como un animalillo blanco, tímida, sin atreverse a respirar…
En cuanto vi de cerca al marqués, comprendí lo que la marquesa había querido decir con su «no importa cuál». En realidad, se parecía a cualquiera de los alineados en la pared.
—¡Ah!… Usted será, sin duda, el señor Benito Masson… No puede figurarse cuánto me alegro de verle… La señorita Norbert me ha hablado frecuentemente de usted, y le estoy muy agradecido porque quiere dedicarme parte de su tiempo… Tiempo que aquí será muy bien empleado…
»¡Ah!… ¿Estaba contemplando los Coulteray?… Vale la pena… ¿Verdad que no parecen hombres aburridos?… Realmente, tuvieron mala reputación… No me quejo, ¿eh?… ¡Vaya una estirpe!… Eso sí, siempre fieles a su rey… ¿Conoce usted nuestra divisa? Más de lo justo.
»¡Hermosa divisa! Siempre más de lo justo, tanto en el bien como en el mal, tanto en la guerra como en los placeres… Hablo del tiempo en que había placeres, ¡claro está!… Esos señores conocieron aquellos tiempos… ¡Les envidio!… Hoy sólo tenemos contadas distracciones; ¡ni tan siquiera se puede cazar!…
»¡Oh, qué hombre era Luis Juan María Crisóstomo, primer caballerizo de Su Majestad!… Hemos hecho grandes cosas. No cabe duda… Nos maldicen en todos los manuales de Historia de Francia, redactados por los masones de hoy… porque en cuanto a los de antaño…, ¡todos hemos sido más o menos masones!… Recuerdo, y ello ocurrió a mi bisabuelo, que era el primer gentilhombre de cámara de Luis XVIII; recuerdo, repito, que aquella noche se rió a más y mejor… Era una noche de iniciación en que mi bisabuelo pasó «de veras» su espada a través del neófito que había pronunciado palabras muy desagradables para el honor de una dama que tenía el de ser a la vez querida de Su Majestad y de mi bisabuelo. «¡Era una prueba!». El pobre neófito murió, como es natural. Como ve usted, no se portó mal…»
Y al pronunciar estas últimas palabras, se volvía hacia mí, de manera que, a decir verdad, yo no sabía de quién hablaba cuando decía «como ve usted». ¿De su bisabuelo? ¿De sí mismo?…
Y reía, reía de todo corazón y con toda su boca de dientes blanquísimos, de colmillos agudos… ¡Oh, era un hombre de buen humor, que tomaría bebidas secas y comidas sangrientas!…
—¿Ha observado usted cómo nos parecemos todos?… Se continúa la estirpe…, se continúa la estirpe… (Creo que aquel día el marqués debió de beber, para hacer honor a su divisa, «más de lo justo», o
plus oequo
, como decimos en latín.)
De todas maneras, era un hombre nada misterioso, y que no suscitaba, como la marquesa, «ideas de fantasmas», dicho sea hablando como las beatas…
Y nos dejó allí, mientras Sing-Sing corría delante de él abriendo puertas, y oíamos sus enormes carcajadas, que parecían lo único vivo en aquel viejo palacio dormido.
Luego todo volvió a sumirse en el silencio, todo se borró nuevamente. Y la nubecilla blanca que había detrás de mí, preguntó:
—¿No le encuentra terrible?
—Nada de eso —contesté sonriendo—. Encuentro que el señor marqués es un hombre vigoroso y lleno de salud…
—
¡Quizá, quizá!
—bisbiseó ella—. Precisamente eso quería decirle yo:
«¡Es terrible por su vigor y su salud!»
Cada vez comprendía menos las palabras de aquella mujer. Y el aire de misterio con que me decía todo aquello me pareció completamente pueril. ¿Qué podía querer darme a entender con aquel «¡quizá, quizá!»?…