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Authors: Anthony Burgess

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

La naranja mecánica (14 page)

BOOK: La naranja mecánica
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—¿Por qué?

—Oh —dijo—, sólo para ver cómo andas. —Y me acercó mucho el litso, con una sonrisa satisfecha en toda la rota. Así que levanté el puño y se lo descargué sobre el litso, pero el veco se apartó realmente scorro, siempre sonriendo, y mi ruca pegó al aire. Me pareció muy extraño, y fruncí el ceño mientras él se alejaba, smecando a todo trapo. Y entonces, hermanos míos, me sentí otra vez realmente enfermo, lo mismo que durante la tarde, aunque sólo un par de minutos. Se me pasó scorro, y cuando trajeron la cena descubrí que tenía buen apetito, y que estaba dispuesto a devorarme el pollo asado. Pero era curioso que el cheloveco starrio me hubiese pedido un tolchoco en el litso. Y más raro todavía que yo hubiese sentido ese malestar.

Pero lo peor de todo fue que esa noche, cuando me quedé dormido, oh hermanos, tuve una pesadilla, y como todos se imaginarán soñé con una de esas escenas de película que yo había visto a la tarde. Un sueño o una pesadilla es en realidad una película dentro de la golová, excepto que entonces parece que uno puede caminar y participar en todo. Y eso es lo que me ocurrió. Era la pesadilla de una de las películas que me habían mostrado al final de la tarde, acerca de los málchicos smecantes que le hacían la ultraviolencia a una joven ptitsa, y la ptitsa crichaba mientras le salía el crobo rojo rojo, con todos los platis rasreceados realmente joroschó. Yo participaba de la vesche, smecando y siendo el líder de todo, vestido a la última moda nadsat. Pero en lo mejor de la dratsada y los tolchocos me sentí como paralizado y quise vomitar, y todos los demás málchicos smecaron realmente gronco. De modo que dratsé para volver a despertar, chapoteando en mi propio crobo, y había litros y galones, y al final me encontré en este dormitorio, en la cama. Quería vomitar, así que me levanté temblando para salir al corredor donde estaba el viejo WC. Pero ¿saben?, hermanos, habían cerrado la puerta del dormitorio con llave. Y al volverme videé por primera vez que había barrotes en la ventana. Y entonces, cuando extendí la ruca para retirar la bacinilla guardada en la malenca mesa de noche, al lado de la cama, videé que no tenía modo de escapar de todo esto. Pero todavía no me atrevía a meterme de nuevo en la golová dormida. Pronto descubrí que, después de todo, no deseaba vomitar, pero me sentía puglio ante la idea de acostarme de nuevo en la cama. En fin, poco después me dormí, y ya no volví a soñar.

6

—Basta, basta, basta —crichaba yo sin parar—. Paren eso, grasños bastardos, que ya no aguanto. —Hermanos, era el día siguiente, y había hecho de veras lo posible por la mañana y la tarde, siguiéndoles el juego, sentado en esa silla de tortura como un málchico joroschó amable y bien dispuesto, mientras pasaban en la pantalla sucias escenas de ultraviolencia, y yo tenía los glasos bien abiertos para videarlo todo, y el ploto, las rucas y las nogas atados al sillón, de modo que no podía moverme. Lo que ahora me obligaban a videar no era en realidad una vesche que antes me hubiese parecido muy mala; sólo eran tres o cuatro málchicos crastando una tienda y llenándose de dinero los carmanos, al mismo tiempo que jugaban con la ptitsa starria y crichante de la tienda, y la tolchocaban y le hacían brotar el crobo rojo rojo. Pero el latido y el bum bum bum bum en mi golová y las ganas de vomitar y la sed asquerosa y raspante en la rota, todo eso era peor que el día anterior. —Oh, basta, basta —exclamé—. No es justo, sodos vonosos —y traté de despegarme de la silla, pero no era posible, yo estaba allí como clavado.

—Excelente —crichó este doctor Brodsky—. Está yendo muy bien. Una más y hemos terminado.

Bueno, otra vez la starria guerra de 1939-1945, y era una película toda manchada, con rayas y grietas, y se podía videar que había sido hecha por los alemanes. Comenzaba con las águilas alemanas y la bandera nazi y esa cruz toda retorcida que a los málchicos de la escuela les gusta dibujar, y había oficiales alemanes muy altaneros y nadmeños caminando por calles polvorientas, entre agujeros de bombas y edificios caídos. Después se vieron unos liudos fusilados contra la pared, oficiales dando órdenes y también horribles plotos nagos tirados en las alcantarillas, todos como jaulas de costillas peladas y las nogas blancas y delgadas. Después aparecían otros liudos que crichaban, pero eso no se oía en la banda de sonido, oh hermanos —el único sonido era la música—, y los oficiales los tolchocaban mientras se los llevaban a la rastra. Y en eso, a pesar de todo el dolor y las náuseas, comprendí que la música que resonaba y crepitaba en la banda de sonido era de Ludwig van, el último movimiento de la Quinta Sinfonía, y entonces criché como un besuño: —¡Basta! —criché—. Basta, sodos grasños y asquerosos. ¡Un pecado, sí, eso, eso, un sucio e imperdonable pecado, brachnos! —No suspendieron en seguida la filmación, porque sólo faltaban un minuto o dos— unos liudos apaleados y crobosos, más pelotones de fusilamiento, luego la vieja bandera nazi y FIN. Pero cuando se encendieron las luces, este doctor Brodsky y también el doctor Branom estaban de pie frente a mí, y el doctor Brodsky decía:

—¿Qué decías acerca del pecado, eh?

—Eso —dije, sintiéndome muy enfermo—. Usar de ese modo a Ludwig van. Él no le hizo daño a nadie. Beethoven no hizo más que escribir música. —Y entonces me sentí realmente enfermo, y tuvieron que traerme un recipiente que tenía forma de riñón.

—La música —dijo el doctor Brodsky, como hablándose a sí mismo—. De modo que le gusta la música. No sé nada de música, excepto que intensifica bien las emociones. Bueno, bueno. ¿Qué opina, doctor Branom?

—No puede evitarlo —replicó el doctor Branom—. El hombre destruye lo que ama, como dijo el poeta-prisionero. Quizás hemos encontrado el factor personal de castigo. Esto seguramente complacerá al director.

—Denme de beber —dije—. Por amor de Bogo. —Suéltenlo —ordenó el doctor Brodsky—. Tráiganle una jarra de agua helada. —Así que los subvecos se lanzaron a cumplir las órdenes, y poco después yo estaba piteando galones y más galones de agua, y era una felicidad, oh hermanos míos. El doctor Brodsky dijo:

—Pareces un joven bastante inteligente. Además, se diría que tienes cierto gusto. El único inconveniente es esa inclinación a la violencia, ¿no es así? Violencia y robo, y el robo como forma de la violencia. —Yo no goboré una sola palabra, hermanos. Todavía me sentía enfermo, aunque ahora un malenco mejor. Pero había sido un día espantoso.— Bien —continuó el doctor Brodsky—, ¿qué piensas de todo esto? Dime, ¿qué crees que te estamos haciendo?

—Me hacen enfermar, me siento mal cada vez que veo esas sucias películas perversas. Aunque en realidad no es por las películas. Creo que si dejara de verlas no volvería a enfermarme.

—Justo —dijo el doctor Brodsky—. Asociación, el método educativo más antiguo del mundo. ¿Y cuál es la verdadera causa de que te sientas mal?

—Esas vesches grasñas y podridas que me han puesto en la golová y el ploto —repliqué—. Eso es.

—Muy curioso —comentó el doctor Brodsky— ese dialecto de la tribu. ¿Sabe usted de dónde viene, Branom?

—Fragmentos de una vieja jerga —dijo el doctor Branom, que ya no tenía un aire tan amistoso—. Algunas palabras gitanas. Pero la mayoría de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal.

—Bien bien bien —dijo el doctor Brodsky, un poco impaciente, como si el asunto ya no le interesara—. Bien —repitió, volviéndose hacia mí—, no son los cables. Nada tiene que ver con los cables que te conectamos al cuerpo. Sólo sirven para medirte las reacciones. ¿De qué se trata, pues?

Claro, entonces videé qué schuto besuño había sido, no dándome cuenta de que todo venía de las hipodérmicas en la ruca. —Oh —criché—, oh, ahora lo video todo. Un truco sucio, vonoso y caloso. Una traición, sodos, y no me la harán otra vez.

—Mejor que protestes ahora —dijo el doctor Brodsky—. Así lo aclararemos todo en seguida. Podríamos meterte en el cuerpo esta sustancia de Ludovico por distintos medios. Oralmente por ejemplo. Pero el método subcutáneo es el mejor. Por favor, no te resistas. No tiene objeto. No nos vencerás.

—Grasños brachnos —dije, medio lloriqueando. Y continué: —No me importa lo de la ultraviolencia y toda esa cala. Puedo aguantarlo. Pero no es justo meterse con la música. No es justo que me enferme cuando estoy slusando al hermoso Ludwig van y G. F. Handel, y otros. Todo lo cual demuestra que ustedes son un perverso montón de sodos, y nunca los perdonaré.

Pareció que los dos se quedaban pensativos. Luego, el doctor Brodsky observó: —Siempre es difícil poner límites. El mundo es uno, y es una la vida. La actividad más dulce y celestial participa en alguna medida de la violencia; por ejemplo, el acto amoroso, o la música. Hemos de correr ciertos riesgos, muchacho. Tú elegiste. —No entendí todos esos slovos, pero contesté:

—No necesitamos seguir, señor. —Astuto, yo había cambiado un malenco el tono.— Ya me demostraron que toda esta dratsada y la ultraviolencia y el asesinato están mal, mal, terriblemente mal. Aprendí la lección, señores. Ahora comprendo lo que nunca había visto antes. Estoy curado, gracias a Dios. —Y levanté piadosamente los glasos al techo. Pero los dos doctores menearon tristemente las golovás, y el doctor Brodsky dijo:

—Todavía no estás curado. Falta mucho por hacer. Sólo cuando tu cuerpo reaccione pronta y violentamente a la violencia, como si estuviera frente a una víbora, sin ayuda nuestra, sin medicinas, entonces podremos...

—Pero, señor —lo interrumpí—, señores, ya
veo
que está mal. Está mal porque va contra la sociedad, está mal porque todos los vecos de la tierra tienen derecho a vivir y a ser felices sin que los golpeen, tolchoquen y apuñalen. Aprendí mucho, de veras lo digo. —Pero el doctor Brodsky smecó ruidosamente, mostrando todos los subos blancos, y dijo:

—La herejía de la edad de la razón —o unos slovos por el estilo—. Veo lo que es justo y lo apruebo, pero hago lo que es injusto. No, no, muchacho, tienes que ponerte en nuestras manos. Pero alégrate. Pronto todo terminará. En menos de dos semanas serás un hombre libre. —Brodsky me dio unas palmaditas en el plecho.

Menos de dos semanas, hermanos y amigos míos, fue como toda una vida. Fue como vivir desde el principio al final del mundo. Catorce años completos en la staja hubiesen sido nada comparados con esto. Todos los días lo mismo. Cuando apareció la débochca con la hipodérmica, cuatro días después de esta goborada con el doctor Brodsky y el doctor Branom, no pude más y le dije: —Oh, no, nada de eso —y le di un tolchoco en la ruca, y la jeringa fue a parar tincle-tinc-tinc al suelo. Era para ver lo que harían. Lo que hicieron fue traer a cuatro o cinco subvecos realmente bolches de chaqueta blanca que me sujetaron a la cama, tolchocándome con los litsos sonrientes muy cerca del mío, y entonces la ptitsa enfermera dijo: —Perverso y malvado demonio —mientras me pinchaba la ruca con otra jeringa y me metía la sustancia de un modo brutal y malévolo. Y así, agotado, me llevaron en la silla de ruedas al siny de los infiernos.

Todos los días, hermanos míos, pasaban películas parecidas, todas con patadas y tolchocos y el crobo rojo rojo que goteaba de los litsos y los plotos y se derramaba sobre los lentes de la cámara. Los personajes eran casi siempre málchicos sonrientes y smecantes vestidos a la última moda nadsat; o dientudos torturadores japoneses, o nazis brutales que se libraban de las víctimas a tiros y patadas. Y todos los días empeoraban el deseo de querer morir y las náuseas, y los dolores y calambres en la golová y los subos, y esa sed terrible terrible. Hasta que una mañana quise fastidiar a los bastardos ras ras rasreceándome la golová contra la pared, y que los tolchocos me dejaran inconsciente, pero lo único que ocurrió fue que me enfermé al ver que esta clase de violencia era la misma de las películas, y lo único que conseguí fue agotarme, y entonces me dieron la inyección y me llevaron como siempre en el sillón de ruedas.

Y llegó la mañana en que me desperté y tomé el desayuno de huevos, tostadas y jalea, y chai con leche muy caliente, y entonces pensé: —Ya no falta mucho. Debo de estar cerca del final. Sufrí el máximo, y no puedo más. —Y esperé, esperé, hermanos, que la ptitsa enfermera trajese la jeringa, pero no apareció. Y en eso llegó el subveco de chaqueta blanca, y dijo:

—Hoy, viejo amigo, caminarás sobre tus piernas. —¿Caminaré? —pregunté—. ¿Adónde?

—Al lugar de siempre —dijo el veco—. Sí, sí, no te asombres tanto. Irás a ver las películas, conmigo por supuesto. Ya no irás más en la silla de ruedas.

—Pero —pregunté— ¿qué hay de esa horrible inyección que me dan todas las mañanas? —Hermanos, la novedad me tenía muy sorprendido, porque ellos habían mostrado mucho interés en meterme la vesche de Ludovico, como la llamaban.— ¿No volverán a inyectarme esa podrida sustancia en la pobre ruca dolorida?

—Nunca más —casi smecó el enfermero—. Por los siglos de los siglos, amén. Ahora te las arreglarás solo, muchacho. Irás con tus propios pies a la cámara de los horrores. Pero todavía te atarán y te obligarán a ver. Vamos, pues, mi tigrecito. —Y tuve que ponerme la bata y los tuflos y bajar por el corredor al mesto de las películas.

Pero esta vez, oh hermanos míos, no sólo me sentí muy enfermo sino además muy asombrado. Lo pasaron todo de nuevo: la vieja ultraviolencia y los vecos con las golovás aplastadas y las ptitsas destrozadas y goteando crobo que crichaban pidiendo compasión, y las peleas y porquerías privadas e individuales de costumbre. Después aparecieron los campos de prisioneros y los judíos, y las grisáceas calles extranjeras atestadas de tanques y uniformes y vecos que caían barridos por las balas, que era el lado público del asunto. Y esta vez no había motivo para las náuseas, la sed y los dolores, excepto el hecho de que me obligaran a videar, pues seguían poniéndome los broches en los glasos, y habían asegurado las nogas y el ploto al sillón, pero ya no tenía los cables y demás vesches aplicados al ploto y la golová. De modo que lo que me estaba pasando era culpa de las películas que videaba, ¿no les parece? Excepto, por supuesto, hermanos, que esta vesche de Ludovico fuese como una vacuna, y que ahora me estuviese viajando por el crobo, y en ese caso me enfermaría siempre siempre siempre cada vez que videase una escena de ultraviolencia. Así que abrí la rota y empecé buuu buuuu buuu, y las lágrimas enturbiaron lo que yo estaba obligado a videar, pues tenía que ir pasando como por una cortina de gotas de rocío plateadas y que corrían y corrían. Pero los brachnos de chaqueta blanca vinieron scorro a limpiarme las lágrimas con unos tastucos, diciendo: —Bueno, bueno, vean qué chiquillo más llorón. —Y entonces todo reapareció claro ante mis ojos, los alemanes que empujaban a los judíos suplicantes y gimientes, vecos y chinas, y málchicos y débochcas, metiéndolos en los mestos donde los ahogaban a todos con gas venenoso. Buuu juuu juuu otra vez, y en seguida estaban limpiándome las lágrimas, muy scorro, para que no me perdiera ni una vesche solitaria del espectáculo. Fue un día terrible y horrible, oh hermanos míos y únicos amigos.

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