—Sondeen en busca de navíos en un radio de mil millas. Quiero saber si esto es una trampa.
—¿Señor? —preguntó Compton.
—Adelante, Compton.
—El comandante de la escuadrilla soviética dice que de acuerdo, señor. Acatarán la orden de descargar sus armas y cualquier cosa que usted desee.
—Pregúntele qué clase de sistema de frenado tienen, luego estudie la forma de que seamos compatibles. Hay que saber si con sus anclajes de cola son capaces de adecuar la velocidad o si tenemos que levantar una barricada.
Galanter se irguió.
—¿Deberíamos decirles eso? Quiero decir que si no es información clasificada.
—Sí, pero la verdad es que no me importa. Y envíe una señal a nuestro destructor de escolta para decirle que quizá tenga que ir a buscarlos en caso de que no podamos anclarlos y se vean obligados a amarar.
—El jefe de la escuadrilla soviética está dispuesto a acatar incondicionalmente todas sus órdenes, señor. Parece bastante excitado.
—Dígales que tienen permiso para aterrizar, señor Compton. Dave, vayamos a buscar a esos pilotos.
En toda la historia del universo, nunca había hecho tanto calor. Una extraña luz amarilla se encendía y apagaba, reflejándose en la redondez de las perlas de sudor que cubrían la ebúrnea piel de la mujer. Algunas de las perlas quedaban suspendidas en los extremos de las largas pestañas negras, mientras ella yacía con los ojos fuertemente cerrados. La luz era espasmódica, se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba.
Sus ojos se abrieron con brusquedad. Sus manos se aferraron a los bordes del colchón. La espalda le dio un tirón por sentarse con excesiva rapidez, aunque ella no recordaba haberse sentado. Debajo de su uniforme, el sudor le bajó por entre los senos, como si alguien le hubiera vaciado una taza de glicerina sobre los hombros.
—No dispares… cierra todos los sistemas… Vasska… ¡Vasska!
La mujer estaba jadeando. Varios segundos transcurrieron como rayos bajo el terrible destello de luz amarilla antes de que ella consiguiera enfocar los ojos sobre el delicado arreglo floral de la cómoda.
—Alerta amarilla… alerta amarilla…
Volvió la cabeza, parpadeando para hacer caer las lágrimas de sus ojos, y los cabellos sueltos le rozaron los hombros, recordándole quién era. Intentó captar su propia identidad mientras ésta entraba y salía de su mente, sumergirse en ella, aferrarla…
—Alerta amarilla… alerta amarilla… Consejera Troi, por favor, preséntese en el puente de inmediato. Consejera Deanna Troi, preséntese en el puente, por favor. Alerta amarilla… alerta amarilla…
Disparen rayos fásicos.
La pronunciación precisa del capitán Picard dio a la orden un tono teatral. Fue seguida casi de inmediato por el trueno de la energía de las armas por toda la nave. Hombre delgado y parco en movimientos, Picard se hallaba de pie en el puente sin pasearse como hubiera hecho la mayoría, observando el último de una serie de experimentos científicos bastante tediosos.
Por el rabillo del ojo veía el parpadeo de la luz de alerta amarilla, cosa que le recordó que todos ocupaban sus puestos y que cualquier cambio rápido en la integridad orbital podría ser manejado ahora sin sorpresas.
—¿Situación orbital, señor LaForge?
Mientras hablaba, Picard avanzó por la moqueta color topacio hasta llegar al centro del puente y miró por encima del hombro de Geordi LaForge, haciendo caso omiso —debido a la práctica— del hecho de que el joven de piel oscura tenía sobre los ojos una banda metálica que daba la impresión de que los llevara vendados. Había algo irónico y desconcertante para los seres humanos en confiar la dirección de una gigantesca nave a un hombre ciego.
La cabeza de LaForge se movió ligeramente hacia abajo y a la izquierda; era la única señal que tenían de que la visión conectada a su cerebro estaba funcionando.
—Una órbita tan ceñida como ésta es delicada, dado que los gigantes gaseosos no tienen superficie real, señor, pero estamos estables y nos mantenemos. Creo que la Federación va a obtener toda la información que quiere, tanto si nos gusta como si no.
Picard se desplazó en silencio hasta el otro lado de LaForge y posó una mano sobre el sillón del joven oficial. —Cuando quiera una declaración, se la pediré, teniente. LaForge se puso rígido.
—Sí, señor. Lo siento, señor.
El capitán, forzado por la autoridad de la que estaba investido, se reservaba su opinión. A pesar de que se suponía que la gigantesca nave estelar nueva realizaba una misión de exploración, la Federación no acababa de decidirse a dejar que la
Enterprise
la iniciara de verdad. La nave aún tenía que avanzar por el espacio realmente inexplorado, y Picard se sentía molesto por el gigantesco planeta gaseoso que giraba en la pantalla que abarcaba toda la pared. De acuerdo, era una anormalidad. Sí, era único. Sí, era grande. Si el Departamento de Ciencias de la Federación quería estudiarlo, no les hacía falta utilizar toda una nave de clase galáctica para echarle una mirada. El planeta no iba a marcharse a ninguna parte.
—Señor Riker, seguridad de alerta amarilla. Pase a situación tres.
William Riker se agitó en el alcázar. —Situación tres, señor.
Comenzó a volverse hacia el terminal táctico desde donde se transmitiría la orden, pero en el último momento dejó la tarea al oficial de turno al cargo, porque su propia mirada estaba fija en Jean-Luc Picard.
El capitán contemplaba su puente, sus tripulantes y las tareas de éstos con la majestuosidad de un ave sobre una rama. Aunque no como un ave de presa, este capitán no. Este capitán podía encumbrarse hasta donde lo requiriera el deber. No era un hombre corpulento, ni siquiera imponente, cualidad que reservaba para su primer oficial. El capitán era discreto, el ave oculta entre el follaje, al acecho, a la que no se veía hasta que sus grandes alas se desplegaban de pronto. Los que lo rodeaban sabían que eso podía suceder en cualquier momento, ese repentino surcar el panorama del puente como un esbelto ser de los cielos. Incluso en reposo, su presencia los mantenía alerta.
«Ojalá pudiera hacer yo eso», pensó Riker, mientras una pequeña mueca de pesar le cruzaba el rostro. Intentaba no mirar al capitán cuando éste observaba el puente, pero le resultaba hipnótico. Como siempre, a Riker le dolía la espalda mientras permanecía de pie mirando a estribor con excesiva rigidez. Deseó poder quitarse el hábito de moverse con brusquedad, hábito nacido de las pequeñas inseguridades profundamente arraigadas que lo importunaban de forma constante como para mantenerlo en estado de vigilancia perpetuo. Después, siempre deseaba no haberse movido de forma tan estudiada para ir de un punto a otro. Era horrible arriesgarse a que el capitán creyera que se estaba comportando con deliberada altanería. Siguiente modelo del desfile: «Primer oficial desfilando marcial e impertérrito».
Pero era peor… si el primer oficial parecía diferente. ¿No era peor aun? No había término medio, o al menos Riker no lo había encontrado. Él quería ser un baluarte en la nave, pero no uno que el capitán tuviera que escalar.
Era agotador el pretender ser uno mismo con un oficial comandante al que no se conocía muy bien personalmente. Sin embargo, se hallaban ante la perspectiva de compartir los próximos años el uno junto al otro. ¿Podía conseguirse dentro de la relación de estricta formalidad que se había establecido entre ambos?
Riker intentó avanzar por el puente de forma casual, aunque sin dar la impresión de no tener objetivo. Ésa era la parte delicada. A veces la espalda y las piernas le hacían daño de verdad. Como ahora. Si no iba con cuidado, los movimientos se volvían pomposos e inciertos. Se convertiría en víctima del hecho evidente de que el primer oficial tenía a todas luces muy poco que hacer en el puente. Era algo que le preocupaba de continuo. Era buena cosa que por lo general tuviera el mando de los equipos de salida; al menos contaba con eso para hacerse sentir útil.
Picard lo tenía solucionado. Autoridad silenciosa. Una presencia segura y cierta, aunque no del todo. Era fácil olvidarse de que estaba en el puente. Él sólo observaría desde su rama.
Riker se obligó a apartar los ojos del perfil de moneda del capitán antes de quedar completamente hipnotizado.
—¿Sucede algo, señor Riker?
«Pillado.»
Riker se volvió y estiró los labios en una sonrisa que tuvo que parecer forzada —otro error—, y dijo:
—Nada en absoluto, señor. Todo marcha bien.
Sintió que se le ponían bizcos los ojos y no quería que la sonrisa se le escapara, así que apretó los labios y fingió estar muy interesado en las operaciones.
Bien; el capitán apartaba la mirada. «Relájate, Riker. Baja un hombro. Ahora el otro. Buen soldado.»
Una mirada casual en torno le dijo que nadie lo miraba. Todos estaban ocupados con el gigante gaseoso.
Un momento después estaba otra vez hipnotizado, pero esta vez no por la serena presencia de Picard. Ahora, el gigante gaseoso lo aferró, lo atrapó, lo acunó en su incomparable azul mientras giraba, turbulento, en la pantalla que ocupaba toda la pared.
Esa pantalla… Era la única cosa de la nave que transmitía de veras su tamaño y grandiosidad tecnológica. Dominando el puente, la pantalla era medio universo por sí sola.
La otra mitad descansaba sobre los hombros de Picard: la nueva
Enterprise
. Apenas lanzada, elegante como un cisne, se desplegaba como si fueran sus alas.
«Pájaros. De repente, todo son pájaros», pensó Riker, y miró a Jean-Luc Picard.
—Informe de situación, señor Data —solicitó en ese momento el capitán, mientras dirigía la mirada hacia el primer terminal científico de seguridad.
Riker se volvió hacia popa a tiempo de ver al esbelto humanoide erguirse en su puesto. El rostro aún le sorprendía, con su lustre de pirita, como el de una muñeca, suavizado sólo por su expresión esculpida. La expresión de Data, cuando la tenía, era siempre de una candidez infantil que borraba la severidad de su cabello liso echado hacia atrás, y los colores de personaje de cómic de su piel. Por enésima vez, Riker se preguntó por qué alguien, lo bastante inteligente como para crear un androide tan complicado como aquél, era tan estúpido como para no pintarle la cara con los colores adecuados o darle algún tono a sus labios. Si sus creadores lo habían programado con datos humanos —perdón por el juego de palabras—
[1]
, entre los datos transferidos tenía que haber información referente a que las tonalidades de la piel características de los diferentes tipos humanos no incluían el cromo. Era como si se hubieran tomado muchas molestias en conformarlo como un ser humano, y luego se hubiesen tomado aún más para cubrirlo de signos que decían: «¡Eh, soy un androide!».
Las cejas pintadas de Data se alzaron.
—Ahora están entrando las lecturas de los ecos del disparo fásico, señor. Completamente sin vida… alta concentración de compuestos químicos sin catalogar, muy comprimidos… reactología extremadamente rara, capitán. Esta información resultará valiosa.
—¿Es dable intentar un sondeo del núcleo del gigante gaseoso? —inquirió Picard.
El rostro de Data estaba enmarcado por la parte superior negra del traje de vuelo de una pieza, negro que era animado por el dorado mostaza del pecho, color clásico de la Flota Estelar desde los tiempos del Big Bang.
—Lo recomiendo, señor.
Riker apretó los brazos contra sus flancos. Había algo irreal en la voz de Data. Más humana que las humanas, las palabras eran redondeadas y pronunciadas con la garganta abierta, como si «la cosa» siempre trabajara un poco más de lo necesario.
«“Él”, no “la cosa”. Por el bien del resto de la tripulación, piensa como en “él”. No tiene sentido desbaratar la confianza que otros puedan tenerle, señalando por accidente el hecho de que es un instrumento, aunque lo sea.» Riker se apartó de sus pensamientos al sentir la mirada de Picard, y en ese momento reunió la autoridad que necesitaba para cumplir las órdenes tácitas del capitán.
Se aclaró la garganta.
—Incrementen rayos fásicos a plena potencia. Veamos qué hay en el núcleo de esa hermosura.
—Es hermoso, ¿verdad? No nos tropezamos cada día con uno de ésos —comentó Beverly Crusher.
Con sus largos brazos cruzados, estaba sentada en un sillón a babor del asiento de la consejera, ejerciendo el derecho tradicional del médico de una nave a estar en el puente cuando no le apetecía hallarse en ninguna otra parte. La doctora Crusher era otra nota de color que destacaba sobre las paredes y moqueta de color rosáceo tostado. Por encima de su uniforme cobalto y negro, su cabello parecía esculpido como una corona de Cleopatra… y había algo mágico en sus cabellos pelirrojos. Era delgada y ágil, elegante y llena de gracia, y tendía a llevar zapatos cómodos, cosa que sorprendía en una belleza tan estilizada. A Riker le gustaba. También al capitán. Especialmente al capitán.
—Sí —murmuró el capitán Picard, utilizando la conversación como excusa para acercársele unos pasos—, y tiene el doble del tamaño de los gigantes gaseosos normales. Disparen los rayos fásicos.
A través de la nave sonó otra vez el zumbido amortiguado, y en la pantalla se vio el rayo energético que salía disparado hacia abajo en dirección al interior del remolino.
—Lecturas de varias concentraciones de gas —informó Data— se combinan en forma líquida… se comprimen hasta transformarse en masas sólidas en algunas áreas… Entrando en la composición, señor.
—Excelente —respondió Picard—. Estoy seguro…
La puerta del turboascensor de proa contiguo a la sala de reuniones del capitán se abrió, y Deanna Troi entró precipitadamente en el puente, cosa tan poco corriente en ella que atrajo todas las miradas. Estaba hecha un desastre… con un aspecto tan opuesto a su porte normal que se diría que había librado una lucha en el barro. Su melena —por lo general recogida en una alta cola con los cabellos tan estirados que hacían que los músculos de los demás se dolieran— era una masa negra que bajaba en cascada sobre sus hombros y en torno a sus perladas mejillas. Sus enormes ojos como de obsidiana con su toque de raza alienígena, que daban la impresión de mirar desde un fresco grecorromano, estaban desorbitados por alguna terrible calamidad. Le costaba respirar. ¿Habría corrido por todos los pasillos?
Riker se precipitó por el puente hasta colocarse justo al pie de la plataforma.