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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (25 page)

BOOK: La niña de nieve
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—Supuse que habías estado durmiendo en una silla desde hace días. Ya sé lo que es tener a un enfermo dando vueltas en la cama. Pero aquí no se está tan mal. Te he traído una limpia. Venga. —Se metió bajo la colcha y palmeó la colchoneta que estaba libre a su lado.

Mabel descubrió un alivio inesperado al apoyar la cabeza en una almohada, al sentirse bien alimentada, limpia y acompañada.

—¿De verdad crees que podemos sacar esto adelante? —le susurró, ya tapada—. ¿Tú, Garrett y yo? ¿Plantaremos toda la granja?

—Si no creyera que podemos lograrlo no estaría aquí.

—Pero ¿y tu casa?

—George puede contar con Bill y con Michael, y ya habíamos pensado en contratar a un par de jóvenes de la ciudad para que nos ayudaran a plantar. Ya tenemos gran parte del trabajo hecho.

—No sé cómo agradecértelo, Esther.

—Aún no tienes que hacerlo.

Las dos mujeres permanecieron en silencio durante un rato, y luego Esther preguntó en voz baja:

—¿Y qué hay de tu niña?

—Se ha ido.

Esther buscó la mano de Mabel y le dio un firme apretón.

—Dulce Mabel —dijo—. Supongo que ahora que disfrutas del sol y del aire fresco, ella ya no aparece.

Mabel no contestó. Se limitó a mirar hacia el techo de la cabaña. Pensó que Esther debía de haberse dormido y de hecho estaba a punto de que la venciera el sueño cuando empezó a reírse; al principio en voz baja, pero luego con más y más fuerza.

—¿Y ahora qué te ha hecho gracia?

—¿De verdad has bañado a Jack? No puedo creerlo —dijo Mabel—. Su madre. Yo. Y no creo que ninguna otra mujer haya…

—Llevo treinta años casada y tengo tres hijos. Una vez has visto a uno, ya los has visto a todos.

Las dos mujeres seguían riéndose cuando Garrett entró por la puerta.

—¿Qué? ¿Qué os resulta tan gracioso? —preguntó, pero la expresión de su cara y sus mejillas arreboladas solo sirvieron para avivar sus carcajadas.

Las voces llegaban hasta Jack a retazos, dejándole confuso y mareado, de manera que se dejó llevar por la somnolencia que le provocaba el láudano con licor. Era un lugar cálido y negro, sin pasado, ni futuro, ni significado. Más tarde, cuando despertó, envuelto en un oscuro silencio, tenía la cabeza despejada y activa. No comprendió a qué venían las risas que había oído antes. Luego recordó a Esther, que lo sumergía, desnudo, en un abrevadero para caballos lleno de agua caliente. El dolor perforó el centro de su espalda y se extendió por todo su pecho hasta que estalló en sollozos. Se introdujo el puño en la boca para sofocarlos, y siguió llorando en silencio. Autocompasión. Eso era. No eran los nervios inflamados o los músculos en tensión lo que le hacía pedazos. Era verse reducido a ser una carga inútil.

—¿Jack? —El susurro procedía de la puerta del dormitorio—. ¿Necesitas algo?

Él tragó saliva y se secó la boca con el dorso de la mano.

—¿Hora de otra dosis?

No era Mabel.

—¿Esther? ¿Estás aquí?

—Chist. Así tu mujer puede descansar un poco. Bebe esto.

Había mezclado láudano y licor en un vaso de latón, y él lo engulló con avidez. Ella cogió el vaso y luego, con un pañuelo, le secó los ojos y la boca.

—Esto pasará, Jack. Sé que ahora parece irreversible, pero no es así. Garrett y yo hemos venido a ayudar, y Mabel es más fuerte de lo que deja entrever. Ahora ya no recae todo sobre tus hombros. Tienes ayuda. ¿Lo comprendes? Las cosas se arreglarán.

Pero Jack se sumergía de nuevo en ese lugar profundo y opaco donde tanto el dolor como la luz se apagaban, donde un hombre no tenía que poner nombre a su desesperación porque su lengua inerte y sus labios inservibles no podían decir nada en absoluto.

Capítulo 24

Esther insistió en asumir las funciones de enfermera de Jack, y poco a poco fue reduciendo las dosis de láudano y aumentando la duración de sus paseos diarios. Primero, solo hasta la mesa de la cocina; luego, hasta el retrete, para que al menos no tuviera que usar una bacinilla.

—Eres demasiado blanda con él, Mabel. Tiene que levantarse y moverse. Es la única forma de que sus músculos empiecen a funcionar otra vez.

—Pero le duele tanto…

—Llega un momento en que la herida va más allá de la espalda en sí misma. ¿Comprendes lo que te digo? Es una herida más terrible, de la clase que el opio y la bebida solo consiguen empeorar. Tiene que valerse por sí mismo. Tiene que salir a revisar sus tierras y ayudarnos a tomar decisiones para no olvidar que sigue siendo suya, aunque ahora mismo no pueda trabajarla con sus manos.

De manera que mientras Garrett enseñaba a Mabel a cortar semillas de patata para que cada pieza tuviera un solo ojo, Esther dedicaba la mañana a pasear por los campos con Jack. Mabel no soportaba ver aquel paso lento, era como si hubiera envejecido un siglo en solo un mes. Su semblante estaba macilento y no conseguía enderezar la espalda. Cuando el pie se le quedaba atrapado en una raíz o un pequeño hoyo, gruñía sin moverse, con los ojos cerrados, apretando y aflojando los músculos de la mandíbula. Mabel se habría avergonzado de tener que admitirlo delante de nadie, pero prefería sentarse en el patio con Garrett a cortar semillas de patata que acompañar a su marido en esos agónicos paseos.

Y de hecho el chico no era mala compañía. Esther afirmaba que estaba irritado por la humillación de verse trabajando las tierras de otro hombre junto con dos viejas. Cree que quiere ser un hombre de las montañas, decía Esther, y que cultivar la tierra no es oficio para él. Pero es un buen chico. Y muy trabajador, una vez se pone a ello.

Mabel presenciaba el malhumor de Garrett: entraba y salía de la cabaña con mucha brusquedad y echaba humo cada vez que su madre le daba una orden. Pero, cuando se quedaban solos, el chico se mostraba menos arrogante. En realidad era más bien paciente y didáctico, sin dar muestras de condescendencia. Ni una sola vez hizo comentarios del estilo de «tenga cuidado con el cuchillo» u «ojo no vaya a cortarse». Garrett asumía con total naturalidad que Mabel era capaz de realizar la tarea, y por tanto ella lo fue. Poco tardó en ser tan rápida con el cuchillo como él.

Esa mañana, el sol ascendió por el cielo y Mabel notó su calor en la cabeza mientras echaba las semillas de patata ya cortadas en el saco de arpillera que había entre ambos. Era la hora del almuerzo y no sabía cómo se le había pasado la mañana. El chico la siguió hasta la cabaña y la ayudó a preparar un plato de filete de alce frío con pan del día anterior. Después de que Esther acostara a Jack, los tres comieron deprisa, de pie en la cocina. Mabel aún tenía las manos sucias de tierra y llevaba las mangas del vestido arremangadas.

Cuando fueron a cargar la carreta con las semillas, Mabel los acompañó. Fue justo cuando pasaba un pesado saco a Garrett para que éste lo metiera en la parte trasera de la carreta que apreció lo que estaba haciendo: trabajo de granja. El chico no reparó en su pausa; cogió las bolsas y las puso en su sitio. Mientras Esther conducía la carreta hacia el campo, Mabel y Garrett la seguían detrás.

—Tal vez no sea asunto mío —dijo él—, pero ese vestido le estorbará. ¿No tendrá unos pantalones o algo parecido? Mamá siempre los usa cuando sale a trabajar al campo.

—No. No tengo. El vestido tendrá que servir.

Garrett la miró con escepticismo pero siguió andando.

En el campo, Esther arrojó los sacos por todo el terreno y luego engancharon un arado al caballo para formar los surcos. Garrett y Mabel iban detrás. El chico le mostraba la distancia a la que debía plantar y la profundidad que debía tener el agujero antes de echar la semilla, y luego a cubrirlo todo con un poco de tierra y darle unas leves palmadas. Mientras trabajaban, arrastraban el saco consigo.

Al cabo de un rato, la tarea se volvió metódica y rítmica, y la mente de Mabel empezó a divagar. Plantaba con las manos desnudas y pensaba en el suelo, en la tierra caliente y quebradiza que sentía entre los dedos, en plantas que nacían y hojas secas. Se incorporaba, se sacudía la falda, volvía a agacharse, hacía otro agujero, echaba la patata; otro hoyo, otra semilla. Apretaba las manos contra el montículo de tierra, como si fuera una pequeña tumba.

Allí, en el campo de patatas, los colores eran demasiado intensos, todo estaba lleno del amarillo del sol y del azul celeste, y el aire soplaba distinto que en Pensilvania, más seco y más limpio. Había pasado mucho tiempo, más de una década, y sin embargo, mientras se arrodillaba en el campo de Alaska, Mabel se sentía también allí. La luna de peltre. El sendero del huerto. Tierra áspera bajo las rodillas. Un bebé de dos días enterrado.

Recordó que había dejado a Jack durmiendo y había salido a deambular, en camisón. Débil y dolorida por el parto, no supo de dónde sacaba las fuerzas. Recorrió el sendero de grava que conducía al huerto, donde los árboles, marrones y sin hojas, se alzaban bajo la azulada luz de la luna.

Era allí donde él habría enterrado al bebé, en esa tierra que su familia había cultivado durante generaciones. Fue a gatas por la tierra, arañándose las manos y las rodillas. Y, cuando no halló nada, se incorporó y sintió un doloroso tirón en los pechos; de repente, la leche empezó a gotear, empapando la parte delantera del camisón y resbalando por su barriga hasta derramarse, inútil, en el suelo.

No puedo sobrevivir a esto, había pensado.

—¿Se encuentra bien?

La sombra de Garrett le daba en la cara y ella no supo cuánto tiempo llevaba allí, de rodillas sobre la tierra.

—Sí. Sí, estoy bien —dijo Mabel. Se frotó las manos sucias en el vestido—. Algo me vino a la cabeza.

Cuando levantó la vista, Garrett la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Seguro que está bien? Porque… bueno, no tiene muy buena cara, la verdad.

El chico hizo un gesto, señalando hacia su rostro. Unas lágrimas debían de haber rodado por sus mejillas y, al mezclarse con las manchas de tierra, debían de darle un aspecto terrible.

—Por favor, no hagas caso a los llantos de una vieja —dijo ella, y empezó a buscar algo con que limpiarse la cara.

Garrett seguía mirándola.

—¿No será la primera vez que ves llorar a una mujer?

Él se encogió de hombros.

—¿Lo es? Quizá sí. Desde luego no me imagino a tu madre deshecha en llanto.

—¿Quiere que volvamos? ¿Necesita descansar?

—No. No. Me conformo con algo con que limpiarme la cara.

El chico rebuscó en los bolsillos, pero al no encontrar un pañuelo, se bajó la manga de la camisa y desabrochó el puño.

—Está un poco sucio, pero aquí lo tiene.

Mabel sonrió y se frotó los ojos con la manga.

—Gracias.

El chico se volvió para alcanzar el saco que había en el suelo y Mabel se agarró de nuevo de esa manga, esta vez con las dos manos.

—Hace tiempo que quiero preguntarte algo, Garrett.

—Diga, señora.

—¿Cazaste algún otro zorro, después de aquel plateado?

—No, señora —dijo él. La observó fijamente—. ¿Quiere un forro de piel de zorro? Porque si es eso, tengo unas cuantas pieles que me quedaron del año pasado. Estoy seguro de que Betty podría coserle algo.

Pero Mabel ya estaba inclinada sobre la tierra, cavando otro hoyo.

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