La niña de nieve (39 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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Jack vio las huellas: rodeaban un tronco caído.

¿Una nutria, dices? No la he visto.

Ella se agachó a la orilla, sacó el cuchillo de la funda y rajó el vientre del pez de un solo tajo.

Eh, deja que lo haga yo, dijo Jack.

Ella siguió, sin hacerle caso; sacó las entrañas del pez y las arrojó al agua. Luego metió la mano en el cuerpo y soltó el riñón de la espina.

¿Por qué Garrett viene a las montañas?, preguntó mientras se sacudía los dedos manchados de sangre.

¿Lo has visto?

Sí. Muchas veces. ¿Por qué viene?

Debe de estar poniendo trampas.

Oh, dijo ella.

No le tengas miedo. No te hará ningún daño.

De acuerdo, dijo ella.

Dejó el pez en la nieve y se lavó la sangre de las manos.

Capítulo 42

La imagen de la niña perseguía a Garrett todas las noches. El día de la tormenta de nieve llegó a casa exhausto, pero fue incapaz de conciliar el sueño… Y no durmió bien durante semanas. Tumbado en la cama, pensaba en sus ojos azules y en los rasgos delicados de su cara, aunque siempre se le aparecían velados por una nevada u ocultos por su melena rubia; no podía recrearlos con claridad. Intentó recordar la forma de sus labios. Se preguntó cómo sería poder acariciarlos. Y, sobre todo, se esforzó por evocar su aroma, difuso y familiar a la vez.

Regresaba a las montañas una y otra vez para ver sus huellas salpicando la nieve. Le decía a todo el mundo, incluso a sí mismo, que iba a poner trampas, y sin embargo pasó días sin colocar ninguna y en algunas ocasiones olvidó llevarse los cepos y la carnada. Ya no pensaba en los glotones, solo en ella, y se le cansaron los ojos de escrutar el paisaje en busca de un atisbo del abrigo azul o de los rubios cabellos. Sospechaba que la niña se ocultaba, pero aun así no podía evitar volver.

Tal y como había predicho ella, la nieve de las montañas fue pronto demasiado profunda para el caballo, así que iba a pie. A veces pasaba la noche allí, dormía en una tienda de lona y hacía fuego para cocinar. Eran las peores noches, porque el sueño no llegaba nunca. Contemplaba la fría oscuridad y prestaba atención al menor susurro. Tenía la certeza de que la niña estaba allí, observándole desde los árboles, y algunas mañanas encontraba sus huellas. Pero nunca reveló su presencia. Nunca, hasta el día en que él se paró, desesperado y nervioso ante su rastro, y gritó su nombre.

¡Faina! ¡Faina! Solo quiero hablar contigo. ¿Me dejas?

Silencio en los árboles. Un cielo nublado, tenso, a punto de derramarse en forma de nieve.

¡Faina! Sé que estás ahí. ¿Por qué no sales?

Estoy aquí, dijo ella. Salió de detrás de una rama de abeto sobrecargada de nieve. ¿Qué quieres de mí?

No lo sé. Y Garrett se sorprendió de su propia sinceridad. Estaba inquieto, envalentonado. No lo sé, repitió.

Ella entrecerró aquellos ojos de un azul acerado, pero no se movió.

¿Has visto más glotones?, preguntó él, solo porque no se le ocurrió nada mejor que decir.

La niña meneó la cabeza.

¿Y tú? ¿Ya has encontrado uno?

No. Nunca, la verdad. Nunca he cazado uno.

Oh.

Siempre he querido conseguirlo.

¿Por eso estás aquí?

No. No es por eso.

Entonces, ¿por qué?

Creo que… por ti.

La niña se removió, turbada, pero no dio ni un paso para alejarse.

Lamento lo de tu zorro. No debería haberlo matado… Espera. No te vayas. ¿No quieres hablar conmigo? Nunca había conocido a nadie como tú.

Ella se encogió de hombros, una expresión extraña le nubló las facciones y él creyó verla sonreír.

¿Quieres que te enseñe una cosa?, preguntó ella.

De acuerdo.

Rodeó el abeto y desapareció. Temeroso de perderla de vista, él salió corriendo a pesar de que el calzado que llevaba no ayudaba precisamente a eso. La siguió entre los árboles, subió hacia los álamos y los arándanos alpinos. Ascendieron hasta haber cruzado el bosque, hasta que las pendientes nevadas se convirtieron en cimas rocosas. Estaba empapado en sudor y le costaba respirar, pero la niña parecía incansable. Le esperó en una roca, a cubierto del viento, hasta que él, jadeante, logró alcanzarla.

La niña se había quitado los mitones y se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio. Luego señaló hacia una de las pendientes laterales. Garrett solo veía blanco. Era humillante. Siempre había tenido buen ojo para avistar presas, pero esa vez tuvo que menear la cabeza y reconocer que no, no veía nada.

Ella sonrió, no sin amabilidad, y se arrodilló junto a la roca. Del bolsillo del abrigo sacó un puñado de piedras. Eran redondas y lisas, todas aproximadamente de un tamaño similar, como si hubieran sido escogidas con esmero. Eligió una, se puso de pie y la lanzó. Garrett oyó un graznido sofocado y vio un aleteo blanco. La niña arrojó otra piedrecita y le dio a otro pájaro. Sin detenerse a mirar a Garrett, ella corrió por la pendiente hacia su presa. Una bandada de perdices nivales, del más puro color blanco, cobró vida a sus pies con un aleteo sonoro. Eran centenares, más de las que Garrett había visto nunca juntas, y llenaron el cielo dispersándose en todas direcciones: algunas descendieron a solo unos metros, otras volaron a lo lejos, fundiéndose en la blancura, otras se posaron con torpeza en el siguiente risco.

La niña regresó sonriente; sostenía dos perdices muertas por las patas. Él permaneció sentado, molesto, con los brazos cruzados encima del pecho. También él había intentado ese truco otras veces. Tras lanzar docenas de piedras, lo único que había conseguido había sido herir a una, a la que después tuvo que rematar de un disparo.

¿Era esto lo que querías mostrarme?, preguntó él.

No. ¿Ya estás descansado?

En lugar de seguir ascendiendo hacia la cima, como él esperaba, la niña se dispuso a atravesar la pendiente. Al andar, sus pies formaban diminutas bolas de nieve que rodaban montaña abajo, dejando un rastro punteado. Atravesar aquel empinado camino con ese calzado era difícil, pero Garrett sabía que si se quitaba el calzado se hundiría hasta la cintura, así que siguió avanzando como pudo. No tardaron en descender por un barranco repleto de alisos.

Al llegar a la base de una pequeña loma, la niña apoyó una rodilla en el suelo y de nuevo le pidió con un gesto que no hiciera ruido. Una profunda capa de nieve cubría la colina, a excepción de un agujero que no era mayor que una cabeza humana. Acércate, le dijo la niña con las manos.

Era un hoyo sombrío, excavado en la tierra, que daba paso a un túnel mucho más grande enterrado en la nieve. Al reconocer de qué se trataba, un escalofrío le subió por la columna hasta la nuca: la niña lo había llevado hasta la madriguera de un oso.

Garrett seguía agachado a su lado, inclinado hacia el hoyo. Pensó que podría distinguir raíces y tierra negra, pero estaba tan oscuro que no pudo confirmarlo. Esperaba que fuera cavernoso y lúgubre, pero solo olía a nieve y a tierra, y quizá a hojas húmedas y piel. Lo único que oía era su propia respiración.

Señalando hacia la madriguera, enarcó las cejas como si quisiera preguntarle a la niña si había alguien allí dentro. Ella asintió; sus ojos brillaban y tenía la mano enguantada apoyada en el hombro del chico, a modo de advertencia. A pesar de la gruesa prenda de abrigo, él notó la presión de aquella mano en su piel, una sensación que casi le mareó. Lentamente se apartaron de la madriguera y caminaron en silencio hasta hallarse de nuevo en el lecho del arroyo.

¿Está allí dentro?, susurró él. ¿En este momento?

Sí. Lo vi excavar el agujero desde allí. La niña señaló la pendiente que se alzaba al otro lado del riachuelo.

¿Un oso pardo?, preguntó Garrett.

Ella asintió.

¿Un macho?

No. Una madre con dos cachorros.

No había animal más peligroso en todo el bosque, pensó Garrett. Él había visto osos pardos en las montañas, había observado los músculos de sus fuertes espaldas, el pelo brillante. Se quedaba paralizado cada vez que se topaba con uno de esos animales, aunque fuera de lejos. Pero nunca lo había tenido tan cerca. Solo la nieve le había separado de una osa grizzly, poderosa y dormida, con las largas garras de sus pies plantígrados, dispuesta a proteger a sus cachorros.

Capítulo 43

El chico estaba en la puerta de la cabaña de Mabel, cubierto de nieve y tirando de un cachorro al que llevaba atado con una cuerda. Preguntaba por Faina.

—¿Disculpa?

—¿Está Faina?

—Pues no, Garrett, no está. Pero entra, por favor.

Él vaciló antes de entrar, mirando al cachorro blanco y negro, de orejas caídas.

—Supongo que tu amiguito puede entrar contigo —dijo Mabel, invitándolos a pasar y cerrando la puerta antes de que entrara más nieve en la cabaña.

El cachorrillo sacudió el rabo con fuerza y, cuando Mabel se le acercó, intentó saltar sobre su regazo. Ella se rió y dejó que le lamiera la cara. Luego se incorporó y se secó las manos en el delantal.

—Vaya, veo que tienes una nueva mascota.

—No. Ya sabe que mis padres no me dejan tener perros —dijo él. No había pasado de la puerta y se le veía nervioso—. No. La verdad es que… bueno, es para ella.

—¿No querrás decir para Faina?

—¿Cree que no le va a gustar?

—Oh. Bueno, sí, supongo que a cualquier niño le encantan los cachorros, pero no sé si…

—Ella ya no es una niña.

Su tono fue inesperado: denotaba irritación, como si hablara a la defensiva.

—Tienes razón. Ya no es una niña, ¿verdad?

Mabel había notado un cambio en Faina. Su cara era menos redonda, sus pómulos más marcados, sus brazos y piernas eran más largos. Estaba más alta, más segura de sí misma. Mabel suponía que debía rondar los dieciséis o diecisiete años.

—¿Sabe si vendrá esta noche?

—No lo sé. Nunca sabemos con seguridad si aparecerá o no.

El perrito correteaba por la cabaña, y en ese breve espacio de tiempo había logrado dejar un charco de orina en un rincón, arrastrar por el suelo un trapo y mordisquear las zapatillas de Jack, que estaban junto al horno de leña. Mabel cogió el trapo y empezó a limpiar el charquito.

—Lo siento, Garrett. No sé cuándo la veremos, y, para ser sincera, tampoco tengo muy claro que sea muy buena idea. Quizá no pueda ocuparse de un perrito ella sola.

—Sí que podría.

—Bueno, veamos qué dice Jack. Estará en casa dentro de unas horas. Me ofrecería a quedarme el cachorro hasta que venga Faina, pero me temo que daría mucho trabajo.

—¿Le importa que me quede yo también? Con el cachorro. En el establo, hasta que venga ella.

—Ah. Vaya. No tengo inconveniente si es eso lo que quieres. Hará frío…

—Estaré bien. Y no creo que Faina tarde en aparecer, ¿no?

Garrett se llevó al perrito a que jugara en la nieve y Mabel se quedó sola, meditando. Qué extraño giro de los acontecimientos. El chico, con un cachorro para Faina. Mabel dudaba que la niña se acercara a la casa si intuía que estaba Garrett. Nunca se dejaba ver cuando había extraños.
¿Cuánto tiempo
aguantaría él para verla?

—¿Está Garrett por aquí? —dijo Jack a su regreso, poco antes de que anocheciera—. He visto su caballo en el establo.

—Sí. Se ha presentado con un regalo para Faina.

—¿Para Faina? ¿Qué clase de regalo?

—Un perrito.

—¿Un perrito?

—Sí. Garrett ha dicho que era un husky, uno de esos que pueden adiestrarse para llevar trineos.

—¿Un perro? ¿Y es para Faina?

Él pareció perplejo al principio, pero luego esbozó una amplia sonrisa.

—¡Una mascota!

—¿Te parece una buena idea?

—Por supuesto. Ella necesita un amigo.

—Pero ¿crees que podrá cuidar de él?

—Oh, se las apañará. Le irá bien.

—¿Estás seguro?

Jack debió de advertir una nota de ansiedad en su voz porque la miró fijamente.

—Está muy sola, Mabel. Tienes que verlo. Siempre de un lado a otro, incómoda en nuestra casa, totalmente sola en el bosque. Apuesto a que nunca ha estado cerca de un cachorrillo cariñoso y alegre.

Mabel tuvo la tentación de compartir con él sus temores respecto a Garrett y su peculiar comportamiento, pero no logró dar con las palabras adecuadas para expresarlo y temió que sonara rebuscado y tonto.

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