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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (36 page)

BOOK: La niña de nieve
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Mabel ya había dejado de llamar a Faina a gritos por el bosque, de intentar retenerla en su casa. En su lugar, se sentaba a la mesa y, a la luz de una vela, dibujaba su cara: la barbilla puntiaguda, los ojos que denotaban inteligencia. Guardaba esos bocetos en el libro de cuentos que narraba la historia de la doncella de nieve.

Invierno tras invierno, Faina regresó a la cabaña. Durante todos esos años nadie la vio nunca. A Mabel ya le estaba bien. Como en el caso de la nutria, había llegado a pensar en Faina como un secreto.

Capítulo 37

Garrett vio al zorro a través del ocular del alza. Aún estaba a unos cientos de metros, pero avanzaba con rapidez, siguiendo el curso del río, en dirección a él. No tardaría demasiado en recorrer esa distancia. Garrett se apoyó en el tronco del álamo, apuntaló el codo contra la rodilla y estabilizó el rifle. Su dedo acariciaba el gatillo.

Sabía que podía ser ese. Jack llevaba años prohibiéndole matar al zorro rojo que cazaba por los campos y por la parte del río que quedaba junto a la granja. Le había dicho que pertenecía a una niña que vivía sola en el bosque, cazaba en las montañas y sobrevivía a inviernos que habían acabado con las vidas de hombres adultos. Una chica que nadie había visto nunca.

El rifle de Garrett oscilaba levemente al ritmo de su respiración, pero él mantenía la vista fija en el animal. No podía estar seguro. En aquella evanescente luz de noviembre, bien podía tratarse de un zorro cruzado, mezcla de negro plateado y rojo. El animal se detuvo y olisqueó el aire, como si hubiera captado un olor especial, y luego retomó su camino en paralelo al río. El sol se hundió un grado y lanzó sobre el valle los últimos rayos dorados.

Dejó que el zorro se acercara. Cuando estaba a menos de ciento cincuenta metros, Garrett se inclinó hacia delante, acercó la culata del rifle a la mejilla, cerró el ojo izquierdo y alineó el ocular del alza con el lomo del zorro. Pero el zorro se desvió, dio un giro brusco y pasó detrás de un arbusto en dirección a los álamos cercanos. Se movía con rapidez. Garrett bajó el rifle. Había dudado un segundo de más. Faltaba poco para que oscureciera y el zorro se perdería entre los árboles.

Entonces se percató de que el animal se había parado y que se había sentado a observarle desde el principio del bosque. Garrett volvió a apuntar el rifle, entornó los ojos y apretó el gatillo.

Solo necesitó un disparo. El impacto fue suficiente para derribar al animal de lado. Ya no se movió más. Garrett hizo saltar el cartucho de la bala. Luego se levantó del tronco. Con el rifle en la mano, se encaminó hacia el zorro muerto.

En todos esos años, el animal se había adelgazado hasta quedar reducido a un pellejo peludo, el hocico y el pelo del cuello se habían blanqueado por la edad, de manera que, tal vez, con poca luz y a cierta distancia podía tomársele por un zorro cruzado. Pero no había la menor duda. Era ese.

Garrett había obedecido la orden de Jack durante todos esos años. El zorro corría por el campo o se cruzaba con él por un sendero y Garrett lo dejaba en paz. No sin sentirse irritado al tener que hacerlo. Nada parecía indicar que aquel zorro fuera algo más que otro animal salvaje.

Pero en ese momento, con el zorro muerto a sus pies, lamentó haberlo matado. Había faltado a su palabra. Debería llevarlo a la cabaña de Jack y Mabel, confesar, disculparse. Esperaba una severa reprimenda por parte de Jack; silencio por parte de Mabel. Se frotaría las manos en el delantal, menearía la cabeza, decepcionada.

Tenía que librarse de él. Podía despellejarlo y tratar de vender la piel, pero con la edad que tenía el animal, su piel no valía prácticamente nada. Su madre le preguntaría de dónde lo había sacado. Su padre querría ver la piel. Garrett se vería obligado a mentir, y las mentiras acababan complicándole a uno la vida.

Apoyó el rifle en su hombro, recogió el zorro y lo llevó hacia los árboles. Le sorprendió su delgadez, lo mucho que se le marcaban los huesos. Como si fuera un gato viejo.

Más allá de los álamos, en una zona poblada de abetos, Garrett depositó al animal en la nieve, junto al tronco de un árbol. Cortó unas cuantas ramas y lo cubrió con ellas. Esperaba que no tardara en nevar.

Mientras volvía andando hacia casa, ya de noche, no se sentía como un hombre de diecinueve años, sino como un niño que había cometido una fechoría.

—Garrett. Me alegro de que hayas podido venir.

Jack le recibió a la puerta de la cabaña y le estrechó la mano.

—Confiábamos en que pudieras pasarte hoy por aquí —prosiguió.

Mabel le sonrió, sentada a la mesa de la cocina.

—Mamá me ha dicho que querían verme.

—Sí, creo que ya ha llegado el momento —dijo Mabel.

—¿De qué? —A Garrett le dio un vuelco el estómago.

—Siéntate —dijo Jack, al tiempo que le ofrecía una silla.

—Claro.

Garrett tomó asiento; miró a Jack, luego a Mabel; después de nuevo a Jack.

—Mira, se trata de lo siguiente —empezó Jack—. Hace tiempo que queríamos hablar contigo de la granja…

—Pero quizá deberíamos cenar antes —terció Mabel.

—No. Los negocios primero. Esto es algo que queremos hacer desde hace mucho. —Jack miró a Garrett a los ojos—. Sabes que no habríamos logrado sacar adelante esto sin ti.

—En absoluto. Solo he sido un trabajador eventual. Podría haberlo hecho cualquiera.

—Es ahí donde te equivocas. A lo largo de estos años apenas hemos podido pagarte lo que mereces.

—Y nunca has sido un simple trabajador eventual. Has significado mucho más, para los dos —añadió Mabel—. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera podido hablar contigo de Twain y Dickens?

Garrett relajó un poco los hombros y suspiró.

—¿Sabes qué es esto? —Jack le mostró unos papeles que había encima de la mesa.

—No. Lo ignoro.

—Es un documento legal que te convertirá en copropietario de esta granja. También establece que, cuando nosotros ya no estemos, el lugar pasará a ser tuyo. Ahora, escúchanos antes de negarte. Sabes que no tenemos hijos a quien legarles esto. Y, haciendo honor a la verdad, la granja no sería lo que es de no haber sido por ti.

—No sé…

—Comprendemos que el trabajo de la granja nunca ha entrado en tus planes —continuó Jack—, pero nos parece que te enorgullece la labor que has realizado aquí. Y quizá podrías combinar la granja y las trampas en el invierno.

—Ah —añadió Mabel—, también eres libre de venderla, cuando ya no estemos.

—Nunca haría… No sé.

—Bueno, no tienes por qué contestarnos ahora mismo —dijo Jack—. No tenemos ninguna prisa por irnos a la tumba, ¿verdad, cariño?

—No. Espero que duremos mucho tiempo. Pero Garrett, sea cual sea tu decisión, queremos que sepas lo mucho que nos importas. Estamos orgullosos del hombre en el que te has convertido…

—Estás avergonzando al chico, Mabel.

—Déjame terminar, por favor. Lo que ha dicho Jack es absolutamente cierto. No estaríamos aquí, la granja no sería lo que es, si no hubiera sido por ti y por tu trabajo. No tenemos mucho que dejar en este mundo, pero queremos ofrecerte lo poco que hay.

—¿Están seguros? Quiero decir… ¿no hay nadie más? ¿Algún pariente? —Garrett empujó los papeles hacia Jack.

—No. Eres la persona a la que sentimos más próxima —dijo Jack.

—Nunca esperé algo así.

—Lo sabemos. Pero es lo correcto.

—Tendría que hablarlo con mis padres —dijo Garrett—. Pero supongo que, en el fondo, es decisión de ustedes dos.

—Pues nosotros estamos absolutamente seguros de lo que estamos haciendo —dijo Jack, tendiéndole la mano otra vez.

Capítulo 38

Aunque solo estaban a mediados de noviembre, una espesa capa de nieve cubría la tierra. Garrett iba andando en busca de huellas. Lobos, martas, visones, coyotes, zorros… pero en realidad su corazón estaba puesto en conseguir un glotón. Era ya un trampero con experiencia, y sin embargo ese animal se le había escapado en todos esos inviernos. No habría sabido expresarlo en palabras, pero se sentía fascinado por aquella voluntad férrea, aquel aire feroz y solitario. Para entrar en el territorio de los glotones tendría que adentrarse en las montañas, ir más lejos de lo que lo había hecho nunca.

Fue andando desde el lecho del río hasta las faldas de las montañas, y a medida que el terreno se empinaba, deseó haberse puesto calzado para la nieve. Iba ligero de carga, aunque llevaba suficientes provisiones para pasar la noche si hacía falta, pero con ese tiempo acabaría mojado y frío. A medida que avanzaba la mañana volvió a empezar a nevar y se planteó la posibilidad de dar media vuelta. Pero el anhelo de llegar al siguiente risco, a la próxima ladera, siempre se imponía. Quizá a pocos pasos hallaría un valle estrecho y rocoso, huellas de glotones. Cuando rebasó una colina salpicada de abetos y vio que ante sí se extendía un pantano, con los montículos de hierba cubiertos de nieve, sí que se dispuso a regresar. Allí no encontraría glotones y la nieve fresca ocultaba cualquier rastro.

Lo detuvo un sonido que le pareció el suspiro de un horno de leña, una exhalación pesada. Dio media vuelta y vio algo en el otro extremo del pantano. Se agachó detrás de un tronco de abedul caído e intentó ver algo a través de la nieve que seguía cayendo.

Al principio parecía un montículo de nieve como los otros, aunque más grande y de una forma extraña, pero entonces unas enormes alas blancas que, extendidas, abarcaban mayor amplitud que Garrett con ambos brazos abiertos, sacudieron el aire. De nuevo oyó el rumor y supo que salía de esas alas. Avanzó reptando en torno al tronco caído, con el pecho pegado a la nieve. Se acercó, ocultándose tras sucesivos montículos. Cuando volvió a fijar la mirada en la criatura blanca, vio que había alguien más. Cabellos rubios, una cara humana. Copos de nieve caían sobre sus ojos y parpadeó repetidas veces, pero aquella cara siguió allí, entre las alas y aquel sonido turbador y sibilante. Se le erizó el vello de la nuca y el sudor le corría por la espalda, pero aun así avanzó más, llegando tan cerca que la siguiente vez que el animal batió sus alas creyó notar el aire en la cara.

Un cisne blanco, con un cuello largo y esbelto, volvió la cabeza hacia un lado y lo miró con un ojo negro y reluciente. Luego bajó la cabeza, dobló las alas y cantó. Volvió a ver el rostro humano por detrás de las alas. Una niña, en cuclillas sobre la nieve, justo al otro lado del cisne. Ella se puso de pie y al principio Garrett creyó que lo había visto, pero tenía la mirada clavada en el cisne. Llevaba un abrigo azul, con copos de nieve bordados, y un gorro de piel de marta.

Era ella, aquella sobre cuya existencia habían murmurado durante años. La niña que solo habían visto Mabel y Jack. La niña que tenía a un zorro salvaje como mascota. Habían pasado muchos inviernos, años en los que no había visto ni su sombra, ni una sola huella en la nieve, pero en ese momento la tenía delante. Y no era la niñita que él siempre había imaginado. Era alta y esbelta, apenas unos años más joven que él.

La cabeza del cisne casi rozaba los hombros de la niña y sus alas la envolvieron cuando el animal las agitó, como si la avisara de algo, y saltó hacia ella. Garrett vio entonces que una de sus patas había quedado atrapada en un cepo. No era la pequeña liebre o perdiz que la niña pretendía cazar. El cisne era un gigante hermoso, bajo sus plumas blancas se advertían sus músculos y tendones, los ojos negros miraban fijamente el pico de ese mismo color. Se preguntó si la niña lo liberaría. Quizá pudiera deslizarse por detrás y hacer saltar el cepo, pero él dudaba que lograra acercarse tanto sin que el cisne la atacara.

Entonces se le ocurrió otra posibilidad. ¿Lo mataría? La idea le dio náuseas, sin saber por qué. Quizá porque la niña era delgada, de rasgos delicados y manos pequeñas. Quizá porque el cisne tenía alas como si fuera un ángel y en los cuentos de hadas volaba llevando a lomos a una doncella. Garrett sabía la verdad: con la carne del cisne la niña podría alimentarse durante días.

Ella empezó a desabrocharse el abrigo. Hechizado, Garrett siguió observándola aunque intuía que debía desviar la mirada. Ella dejó el abrigo en un arbusto, a su espalda, luego hizo lo mismo con el gorro de piel. Llevaba un vestido floreado y, debajo, algo que parecía unos calzones largos. Se inclinó y de una funda que llevaba prendida a la pierna sacó un cuchillo.

El cisne tiraba del arbusto que anclaba el cepo. Con el cuchillo en la mano, la niña subió despacio a un montículo que se elevaba al otro lado del cisne, intentando colocarse detrás del animal. Pero este la siguió, volvió la cabeza y dio un salto hacia ella. La niña nunca podría hacerlo de frente: el pico del ave le atravesaría la piel, rompería sus pequeños huesos. El cisne chilló de nuevo y abatió las alas hacia ella, no con intención de emprender el vuelo sino de atacar. Garrett se agachó más para no ser visto.

Cuando la niña dio un paso hacia el cisne, el batir de las alas ganó fuerza, formando un remolino de nieve y aire; los chillidos se convirtieron en un graznido seco y terrible. Ella se situó rápidamente a espaldas del animal y saltó sobre él. La pata libre cedió al peso, doblándose, pero las inmensas alas aún se agitaban. La niña mantuvo el equilibrio, giró la cara y agarró el tenso cuello del ave. Deslizó una mano hacia arriba y apretó justo al llegar a la cabeza del cisne, apartándola de sí misma tanto como le era posible. El animal pareció fatigado de la lucha y, por un momento, ambos permanecieron inmóviles. Garrett oía la respiración de la niña.

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