La niña de nieve (32 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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Mabel se soltó y se volvió hacia la niña.

Esta noche la pasarás aquí.

La cogió por los hombros y por un momento Jack pensó que iba a zarandearla. Pero Mabel deslizó las manos por los brazos de la niña, acariciándolos, y habló en un tono más suave.

¿No lo entiendes? Y mañana iremos a la ciudad a preguntar por las clases.

Las mejillas de la niña se encendieron y meneó la cabeza: no.

Faina, esto no te corresponde decidirlo a ti. Lo hacemos por ti. Debes dejar de correr por ahí como un animal. Algún día crecerás… Y entonces, ¿qué será de ti?

No, dijo ella.

Rauda y en silencio, la niña ya estaba en la puerta, con el abrigo y el sombrero puesto. Mabel se dirigió a ella.

Es por ti, ¿no lo comprendes?

Pero la niña se había ido.

Mabel se dejó caer en una silla, las manos entrelazadas sobre su regazo.

—¿No entiende que la queremos?

Jack se dirigió a la puerta abierta. Hacía una noche clara, serena, la luna brillaba por detrás de las ramas de los árboles. Vio a la niña en el borde del bosque. Había dejado de correr y miraba hacia la cabaña. Luego dio media vuelta y, cuando empezó a correr, sacudió las manos en un gesto de frustración. Un remolino de nieve azotó el aire.

Diablos de la nieve. Así los llamaban de niños. Ráfagas de nieve empujadas por el viento, tornados blancos… Pero ese había salido de las manos de la niña.

La niña se internó en el bosque, pero el diablo de nieve siguió creciendo, en forma de círculo. Jack lo observó asombrado, casi temeroso. La nieve se dirigía hacia la cabaña, dibujando un círculo cada vez mayor, hasta abarcarlo todo. El patio se oscureció. La luz de la luna desapareció. El viento aullaba y la nieve azotaba los pantalones de Jack.

Ya de noche, la tormenta atacó la cabaña y Jack no consiguió dormirse. Se quedó tendido, con la mirada puesta en el techo de troncos del dormitorio, sintiendo el calor del cuerpo de Mabel a su lado. Podía despertarla, deslizar las manos por la espalda de su camisón y besarla en el cuello, pero estaba demasiado distraído incluso para eso. Se obligó a cerrar los ojos e intentó sosegarse. Se dio la vuelta y terminó levantándose de la cama. Fue a tientas hasta llegar a la cocina. Encendió un candil, bajó su llama tanto como pudo y sacó el libro del estante. Tras depositarlo sobre la mesa, pasó sus páginas llenas de ilustraciones y letras desconocidas.

No reparó en Mabel hasta verla sentada en una silla, al otro lado de la mesa. Llevaba el pelo suelto, despeinado, y en su cara se notaban aún marcas de la almohada.

—¿Qué haces despierto? —le preguntó.

Él bajó la vista hacia el libro.

—Es extraño, ¿no crees?

—¿El qué? —Mabel hablaba en voz baja, como si hubiera alguien más en la casa a quien no quería despertar.

—La niña de nieve que hicimos. Aquella noche. Los mitones y la bufanda. Luego Faina. Sus cabellos rubios. Ese aire que la envuelve.

—¿Qué estás diciendo?

Jack se contuvo.

—Debo de estar medio dormido aún. —Cerró el libro y le dedicó una sonrisa fugaz—. Estoy atontado.

No la había convencido, pero Mabel se levantó de la silla, se alisó el camisón y regresó al dormitorio.

Jack esperó a oírla meterse en la cama, taparse, y luego, pasado un rato, reconoció también su respiración acompasada por el sueño. Entonces volvió a abrir el libro. Esta vez se encontró con un dibujo de la doncella de nieve rodeada de animales salvajes; del cielo negro azulado caían blancos copos de nieve.

Había hablado demasiado, pero aún podría haber dicho más. No le había contado a Mabel ni una palabra de los diablos de nieve, ni de cómo Faina esparció una cascada de nieve sobre la tumba de su padre, como si fueran cenizas. Tampoco le contó que, mientras estaban junto a esa tumba, la nieve rebotaba en la piel de la niña como si esta fuera de hielo frío. Los copos no se fundían al contacto con sus mejillas. No le empapaban las pestañas, sino que se quedaban ahí, como nieve sobre hielo, hasta que la brisa se los llevaba volando.

Capítulo 31

—El chico trae una cosa para ti, Mabel.

Jack abrió más la puerta de la cabaña para que Garrett pudiera entrar con aquel bulto, envuelto en piel y atado con una tira de cuero. Lo llevaba con facilidad, debajo del brazo, y no parecía tener la rigidez ni la forma que corresponderían a un animal muerto. En cualquier caso, tal vez Jack debería haberle preguntado antes de dejar que Garrett metiera eso en casa.

—Vaya, buenos días. Pasa. Pasa. —Mabel se secó las manos en el delantal y se recogió detrás de la oreja un mechón de cabello—. ¿Te apetece tomar algo caliente?

—Sí, gracias —dijo el chico.

—¿Cómo van las trampas? —preguntó Jack.

—Justo ahora empiezo a ponerlas. Pero el viejo Boyd dijo que podía quedarme con sus trampas para martas. Se ha jubilado y se marcha a San Francisco.

—¿Ah, sí?

—Creo que ha encontrado una veta de oro en un arroyo, en el norte, y con eso se retira. Dice que quiere un poco de sol para sus huesos viejos.

—Entonces, ¿ya las tienes?

—Aún no. Pero no tardaré mucho. Tiene todos los palos en su lugar. Y me vende también sus muelles del número uno. Dice que lo único que piensa atrapar en California son mujeres guapas.

Mabel estaba sacando las tazas de café del armario y, aparentemente, no prestaba atención a la charla, pero el chico se puso rojo de todos modos.

—Quiero decir que… Bueno, lo ha dicho él…

—¿Abarcan mucho terreno sus trampas? —preguntó Jack.

—Tardaré solo dos días en comprobarlo. Me llevaré la tienda de campaña y de esta forma podré pasar la noche aunque haga mal tiempo.

—¿No te da miedo? —preguntó Mabel, que estaba junto a la ventana.

El chico pareció perplejo por la pregunta.

—Cuando estás ahí, solo en el bosque, ¿no tienes miedo? —insistió ella.

—No. No puedo decir que lo tenga.

Mabel se quedó en silencio.

—Bueno, claro, supongo que he pasado algún mal momento —añadió Garrett—. Pero siempre por una buena razón. Hace dos otoños me crucé con un oso negro que actuaba como si quisiera darme caza. Me siguió durante todo el camino a casa, pero en ningún momento lo tuve a tiro. Nunca había visto nada parecido. Le grité, intenté ahuyentarlo e incluso pensé que se había ido. Pero luego volví a verle la cabeza por encima de los arbustos. Todo el camino fue igual.

—Los osos no suelen ir detrás de las personas —dijo Jack, mirando de reojo a Mabel.

—A veces sí. ¿No han oído hablar del minero de Anchorage? Un oso grizzly le arrancó la cara de un zarpazo.

Jack frunció el ceño. Mabel seguía en la ventana, tensa y callada.

—Es cierto que no se da con frecuencia —repuso el chico—. La mayoría de las veces los osos dan media vuelta en cuanto ven a una persona.

—Pero ¿no te sientes solo? —Mabel seguía sin mirarlo.

—¿Disculpe?

—Hablo del sentimiento de soledad. Cuando estás en el bosque, sin nadie más… Debe de ser terrible.

—Bueno, tampoco es que pase tanto tiempo en el bosque por mi cuenta. Y ya me gustaría. Lo más que he estado fuera ha sido una semana, el verano pasado, cuando fui a pescar salmones. Me encantó. Pescaba todo el día y a veces también de noche, porque el sol no se ponía nunca. Secaba y ahumaba los peces sobre trozos de madera de aliso. Fue la primera vez que vi un visón. Salió de un riachuelo e intentó robarme un salmón delante de mis narices. Me hizo tanta gracia que no pude cazarlo. Arrastraba al salmón tan deprisa como podía.

—Pero teniendo un hogar cómodo y acogedor, una familia, ¿qué es lo que te atrae de estar ahí fuera?

El chico titubeó y miró a Jack.

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Supongo que tal vez no me acaba de gustar la idea de comodidad, de seguridad. Quiero vivir.

—¿Vivir? ¿Acaso esto no es vida? —Ella soltó un largo suspiro.

Nadie añadió ni una palabra hasta que ella llegó a la mesa, con la cafetera llena. Entonces se comportó como si el chico acabara de llegar.

—Ahora estás aquí. Dime, ¿qué traes en ese paquete? —preguntó Mabel.

A Garrett se le encendió la cara, fruto de un súbito ataque de timidez.

—Bueno… yo… —Empujó el paquete hacia ella—. Es para usted.

—¿Puedo abrirlo ahora?

El chico asintió. Mabel desató la cuerda y retiró el envoltorio de piel. Jack vio que dentro había algo de piel de zorro. Plateado y negro.

Mabel lo tocó con las puntas de los dedos. Su expresión se mantenía impasible.

—Es un sombrero. ¿Lo ve?

Y el chico lo sacó totalmente del envoltorio y le dio una suave palmada en el centro, para sacar la copa.

—Betty lo cosió para usted. Tiene orejeras, que pueden atarse encima, así, o bien por debajo de la barbilla.

Se lo devolvió a Mabel, quien lo hizo girar en sus manos, lentamente.

—Espero que sea su talla. Usamos la cabeza de mamá para tomar las medidas.

—No… No puedo aceptarlo.

Al chico le cambió la cara.

—No pasa nada —rezongó—. Si no le gusta…

—Mabel. —Jack apoyó una mano en el brazo de su esposa.

—No es eso —dijo ella—. Pero es demasiado.

—No me ha costado ni un céntimo. Le pagué con unas pieles.

—Es demasiado bonito. No tengo dónde ponérmelo.

—No es elegante, ni nada de eso —replicó Garrett—. Los tramperos los llevan. No hace falta que lo reserve para ir a la ciudad ni nada de eso. Es perfecto para el frío.

—Pruébatelo, Mabel —dijo Jack en voz baja.

No estaba preparado para ver el efecto. Cuando Mabel se lo puso y se ató las tiras debajo de la barbilla, la densa piel negra, veteada de un plata brillante, le enmarcó la cara, realzando el gris suave de sus ojos y su piel cremosa. Estaba impresionante. Tanto él como el chico se quedaron boquiabiertos, mirándola.

—Bueno. A juzgar por vuestras caras diría que me sienta como un tiro —dijo ella, y se lo quitó con gesto airado.

—Te queda perfecto.

—Podría salir en una de esas revistas de moda que tienen en el Este —añadió Garrett—. Y no lo digo para quedar bien.

—Tiene razón. Estás fantástica con él.

—¿No me estáis halagando porque sí? —Acarició el sombrero con una mano.

—Vuelve a ponértelo para que podamos verlo —dijo Jack.

—La talla es la mía, como si me lo hubieran hecho a medida. Y desde luego abriga.

Jack se puso de pie y le enseñó a atarse las tiras sobre la cabeza, como si se tratara de una gorra.

—Creo que seré la esposa de granjero mejor vestida de todo el país —exclamó ella.

Mabel envió al chico a su casa con unos cuantos libros. Cuando se marchó, ella se sentó a leer frente al fuego. Jack se acercó a ella por detrás y le acarició la nuca.

—Me haces cosquillas —dijo ella, al tiempo que le apartaba la mano.

—Creo que el chico se ha enamorado al verte con el sombrero puesto.

—¡No digas tonterías! —repuso ella—. Soy una vieja.

—Sigues siendo hermosa. Por cierto, ¿no te ha importado que esté hecho con piel de zorro? Pensé que tal vez te molestara.

—Seamos prácticos. Con ese sombrero no pasaré frío.

Capítulo 32

¿Dónde has estado, niña?

¿Justo ahora? Vengo del río. Allí encontré esto.

Faina sostenía en la mano un cráneo de salmón seco por el viento. Mabel intentaba dibujarlo, primero de un lado, luego del otro.

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