La niña de nieve (14 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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A la mañana siguiente le despertó el ruido que hacía Mabel en la cocina. Estruendo de platos, el rumor de la escoba, golpes y portazos… muestras inconfundibles de la irritación de su esposa. Jack salió de la cama.

Cada uno fue a lo suyo, pero la ira de Mabel pareció incrementarse: sus pasos se hicieron más sonoros y sus suspiros más audibles. Finalmente cedió un poco, pero la distancia que los separaba devino más amplia y más profunda. Jack lo sabía, y sin embargo no conseguía hacer acopio de fuerza suficiente para evitarlo. En su lugar, huyó al establo a cortar leña y dejó a Mabel sola con sus suspiros.

Se arrepentía de lo hecho el día anterior. No debería haber seguido a la niña.

Durante los días siguientes trabajó en el establo o en el patio, aunque sabía que debería haber estado quemando tocones en los campos. Escrutaba los árboles y buscaba huellas en la nieve. Si vuelve la niña, se decía, no correré tras ella. No la espantaré.

De manera que cuando la niña apareció a su lado casi una semana después, él optó por seguir trabajando como si no la hubiera visto. Amontonó leña cortada detrás del establo, trozo a trozo. Finalmente la niña se sentó entre los abetos y esperó. Al caer la noche, Jack entró en el establo para guardar el hacha y la maza. La niña le siguió, a unos pasos de distancia, y se detuvo a la puerta del establo. Cuando salió, aún estaba allí, observándole con sus enormes ojos azules. Jack pasó ante ella sin hacerle caso, pero cuando ya estaba frente a la puerta de la cabaña, le gritó:

—Hora de cenar. Entra.

Y la niña fue hacia él. Jack mantuvo la puerta abierta para que entrara. La niña pasó ante él, cabizbaja, como si temiera que el techo fuera a caerle encima, pero entró de todas formas. Cuando cruzó el umbral, el calor que reinaba en la cabaña fundió la capa de escarcha de su abrigo. Jack vio cómo los trocitos de hielo de sus botas se reducían a la nada y la escarcha de sus pestañas se convertía en gotas de agua. Daba la impresión de haber estado llorando.

Mabel se hallaba en la cocina, de espaldas a ellos. Jack cerró la puerta.

—Creo que necesitaremos más leña en el fuego… —dijo, y se volvió con una olla en las manos rebosante de patatas hervidas.

Al hacerlo vio a la niña al lado de Jack. La boca de Mabel dibujó un círculo, como si fuera a emitir un sonido, pero lo único que se oyó fue la olla, que cayó al suelo.

—Oh, oh. —Mabel se miró los pies, empapados y cubiertos de trozos de patatas—. Oh, no…

La niña había dado un paso atrás, sobresaltada por el estrépito de la olla, pero enseguida dejó escapar una risita que resonó en la silenciosa cabaña, llevándose los mitones azules a la boca.

Mabel volvió a meter las patatas en la olla y usó un trapo para secar el agua. Sus ojos, sin embargo, no se apartaban de la niña.

—Dame el abrigo —dijo Jack.

La niña se sacó los mitones y él fue a cogerlos, pero en lugar de dárselos ella sacó algo del bolsillo del abrigo. Era un animalillo, de pelo blanco y morro negro, y Jack se preparó para que diera un salto. Enseguida vio, sin embargo, que era un bichito muerto y que no medía más de treinta centímetros de cabeza a rabo.

—¿Un armiño?

La niña asintió y se lo dio. La piel seca crujía como pergamino fino debajo del pelo. Mabel estaba a su lado, y tocó los párpados diminutos y los ásperos bigotes. Acarició el lomo blanco hasta llegar al rabo, negro en el extremo.

—Es un animalillo precioso —dijo Jack, e hizo ademán de devolvérselo a la niña, pero esta negó con la cabeza—. Guárdalo en el bolsillo, que no se te olvide.

Ella meneó la cabeza de nuevo y esbozó una leve sonrisa.

—Es para nosotros —susurró Mabel.

—¿Sí? ¿Es para nosotros?

Una sonrisa.

—¿Estás segura? —preguntó él.

La niña asintió con vigor.

Jack colgó el armiño de un gancho que había junto a la ventana de la cocina y acarició su piel suave con el dorso de la mano. Vio a Mabel, agachándose hacia la niña.

—Gracias —le dijo.

—Ven —dijo él, apartando una silla de la mesa—. Siéntate aquí.

La niña tomó asiento, con el abrigo y los mitones sobre su regazo y el sombrero forrado de marta en la cabeza.

—¿Estás segura que no prefieres que lo coja? —preguntó él.

La niña no contestó.

—Muy bien. Como quieras.

Mientras Mabel servía un plato con bistecs de alce, no pudo evitar mirar a Jack, con los ojos muy abiertos y las cejas enarcadas. Él se encogió de hombros, casi imperceptiblemente.

—Me temo que no hay patatas, ¿no crees? —dijo Mabel. Miró a la niña y sonrió—. Tendremos que conformarnos con algunos terribles biscotes. Y unas cuantas zanahorias hervidas.

Capítulo 12

Nunca había imaginado Mabel que tendría a la niña sentada ante ellos, en la mesa de la cocina. ¿Cómo había podido suceder? El momento poseía la lentitud surrealista de los sueños. Puso un plato vacío frente a la niña y luchó contra las ganas de cogerle la mano, de tocarla para comprobar que era de carne y hueso. Ella y Jack se sentaron como solían. Él cruzó los dedos sobre su regazo y bajó la cabeza. Mabel hizo lo mismo, aunque no podía dejar de mirar a la niña.

Era más pequeña de lo que le había parecido a distancia, y aún se veía más diminuta en aquella gran silla. Las otras veces la había visto corriendo entre los árboles, y el abrigo le daba un aire regordete, pero sin él Mabel veía sus bracitos finos y sus hombros estrechos. La niña llevaba el mismo vestido floreado de algodón, pero Mabel se percató entonces de que se trataba de un vestido de verano de una mujer. Debajo del vestido llevaba una camiseta interior que le iba demasiado pequeña; las mangas no le llegaban a las muñecas. Sus cabellos eran de un rubio casi blanco, pero al verlos de cerca descubrió que entremezclados con ellos había líquenes de un gris verdoso, briznas de hierba y trocitos de corteza de árbol. Era extraño pero hermoso, como el nido de un ave silvestre.

—Señor… —empezó Jack. La niña no cerró los ojos ni bajó la cabeza, sino que observó a Jack sin parpadear. Labios delicados, unos pómulos que apuntaban bajo las infantiles mejillas redondeadas, una naricita: Mabel se encontró recordando la cara que Jack había tallado en la nieve. Aquel semblante era infantil y amable, pero al mismo tiempo de los centelleantes ojos azules y la línea de la barbilla emanaba también cierta fiereza—. Te damos las gracias por esta comida y esta tierra.

Jack hizo una pausa. Mabel no recordaba haberle visto nunca pensarse tanto la bendición de la cena.

—Te pedimos que nos acompañes mientras… compartimos estos alimentos con… con esta niña que acaba de unirse a nosotros.

La niña abrió los ojos más aún y su mirada fue de Jack a Mabel mientras sus labios seguían apretados.

—Amén.

—Amén —repitió Mabel.

Con las manos metidas dentro del abrigo, la niña observó a Mabel, que servía los pedazos de carne en los platos. Luego se echó hacia delante, como si inspeccionara la carne.

—Voy a por esos terribles biscotes.

Mabel se levantó y pasó por detrás de la niña, deteniéndose un instante para oler su fragancia: a nieve fresca, hierbas del bosque y ramas de abedul. Mabel dejó que su mano rozara el respaldo de la silla, sus dedos apenas tocaron el cabello de la niña. Quizá no fuera un sueño al fin y al cabo.

Tan pronto como Jack y Mabel empezaron a comer, la niña hizo lo mismo. Cogió la galleta, la olisqueó con fuerza y la soltó. Mabel se rió.

—Coincido contigo, de todo corazón —dijo, apartando también su galleta.

Luego la niña cogió el bistec con las manos, lo olió y lo mordió. Cuando vio que Jack y Mabel la contemplaban, lo dejó en el plato. Jack usó el cuchillo y el tenedor para trocear y comer la carne.

—Está bien, cariño —dijo Mabel—. Cómelo como quieras.

La niña titubeó y volvió a cogerlo con las manos. No lo devoró como esperaba Mabel, al estilo de un cachorrillo hambriento, sino que fue mordisqueándolo poco a poco hasta, eso sí, comérselo entero, incluyendo una veta de cartílago que lo cruzaba. Luego fue cogiendo las rodajas de zanahoria y también se las comió. Tenía el plato limpio cuando Jack y Mabel aún estaban comiendo.

—¿Quieres más? ¿No? ¿Estás segura? Hay de sobras.

Mabel se alarmó al ver que las mejillas de la niña estaban arreboladas, y sus ojos vidriosos, como si tuviera fiebre.

—Tienes demasiado calor, niña —dijo Mabel—. Deja que me lleve el abrigo. Y el sombrero.

La niña meneó la cabeza con firmeza. Gotas de sudor le caían por la nariz, y, mientras Mabel la miraba, una gota de agua se deslizaba por su sien.

—Abre la puerta —susurró Mabel a Jack.

—¿Qué?

—La puerta. Ábrela.

—¿Qué dices? Estamos bajo cero.

—Por favor —rogó ella—. ¿No lo ves? Hace demasiado calor aquí dentro para ella… ¡Abre la dichosa puerta!

Jack obedeció y apuntaló la puerta abierta con un tronco.

—Así, niña. Esto te refrescará. ¿Estás bien?

La niña tenía los ojos muy abiertos, pero asintió.

—¿Tienes nombre? —preguntó Mabel.

Jack frunció el ceño. Quizá la estaba presionando demasiado, pero Mabel no podía evitarlo. Ardía en deseos de coger a la niña, abrazarla, retenerla en casa.

—Yo me llamo Mabel. Él es Jack. ¿Vives cerca? ¿Tienes mamá y papá?

Aunque parecía entenderla, la niña no reaccionaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Mabel.

En ese momento la niña se puso de pie. Tenía el abrigo puesto antes de que hubiera llegado a la puerta.

—No te vayas. ¡Por favor! —le rogó Mabel—. Lamento haberte hecho tantas preguntas. Por favor, quédate.

Pero la niña ya había salido por la puerta. No parecía enfadada ni asustada. Cuando sus pies pisaron nieve, se volvió hacia Mabel y Jack.

Gracias, dijo, y a oídos de Mabel su voz sonó como una campanilla tenue.

Se perdió en la noche con su larga melena blanca flotando a su espalda. Mabel permaneció en el umbral de la casa hasta que el aire frío le entró por los pies.

Capítulo 13

La niña aparecía y desaparecía sin previo aviso, y eso turbaba a Jack. Había algo sobrenatural en sus formas y aspecto, en sus pestañas heladas y sus ojos azules de mirada fría, en el modo en que se materializaba, como una criatura salida del bosque. En cierto sentido, en su pequeña estatura y sus risitas sofocadas, era solo una niña, pero al mismo tiempo parecía segura de sí misma, lista, como si se moviera por el mundo con una sabiduría que iba más allá de lo que Jack hubiera visto nunca.

La niña no se había dejado ver durante varios días cuando Garrett se presentó a visitarlos. Aquella tarde nevaba, y a pesar de la temprana hora, el cielo estaba ya oscuro; el chico apareció procedente del río, montado en su caballo.

—Hola —saludó a Jack. Desmontó y se sacudió la nieve del ala del sombrero.

No era la primera vez que Garrett pasaba por allí de camino a casa cuando regresaba de revisar sus trampas. Si pillaba algo, se lo enseñaba a Jack, y luego pasaba con él alrededor de una hora, ayudándole en la tarea que tuviera entre manos. Amontonaba leña o movía cubos. Jack le hacía preguntas sobre caza y sobre esas trampas, pero en general era el chico quien llevaba el peso de la conversación. Desde aquel día en que cuartearon juntos al alce, el chico se comportaba de un modo distinto. Parecía ansioso por trabar amistad con Jack, incluso daba la impresión de buscar su aprobación.

—¿Has atrapado algo hoy? —preguntó Jack, al tiempo que hacía un gesto en dirección al caballo de Garrett.

—No. Nada de nada. Se me escapó un coyote, que fue demasiado listo para caer en mi trampa. Dejas un leve olor por ahí, algo que despierta sus sospechas, y ya puedes olvidarte de pillarlos. No se acercan a tu trampa. A veces creo que cuesta más pillarlos a ellos que…

Pero Jack no le escuchaba. Por encima del hombro de Garrett, distinguió la figura de la niña al principio del bosque. Acechaba desde detrás del ancho tronco de un álamo.

—¿Hay algo ahí? —preguntó Garrett. Se volvió para ver hacia donde miraba Jack, pero la niña había desaparecido.

—Tuve esa impresión —dijo Jack—, pero era solo mi vista cansada, que me hace jugarretas.

Al día siguiente, cuando Jack estaba a solas en el patio, la niña se acercó silenciosamente y se sentó sobre un tronco partido a verlo trabajar. En alguna ocasión abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero volvió a cerrarla.

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