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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (17 page)

BOOK: La niña de nieve
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Faina. Es un nombre precioso.

Bueno, dijo Jack. Esto simplifica las cosas, ¿no?

Esa noche, después de que la niña se fuera, repitieron su nombre una y otra vez. Empezó a salirles con facilidad, y a Mabel le agradó cómo sonaba. ¿Has visto que Faina bajaba la cabeza antes de cenar? ¿No es Faina una niña guapísima? ¿Qué nos traerá Faina en su próxima visita? Eran como niños jugando a los papás. Mabel era feliz.

El amanecer tiñó de plata los montículos de nieve y los abetos, y Mabel estaba en la cocina, intentando dibujar la cesta de ramas que les había regalado la niña. La había colocado recostada sobre la caja donde guardaba las recetas, levemente inclinada hacia ella, e intentaba recordar su aspecto lleno de arándanos silvestres. Hacía mucho tiempo que no dibujaba y se sentía torpe con el lápiz en la mano: el sombreado y la perspectiva se le resistían. Frustrada, se llevó la mano a la nuca y estiró el cuello.

Se sobresaltó al descubrir a la niña observando al otro lado de la ventana, pero enseguida le sonrió y levantó la mano en forma de saludo. Cuando la niña se lo devolvió, una oleada de afecto surcó todo su cuerpo.

Faina, guapa. Entra, entra.

La niña traía consigo el olor a nieve, y el aire de la cabaña cobró enseguida brillo y frescor. Mabel le quitó la bufanda y los mitones, la despojó del abrigo de lana y del sombrero forrado. La niña no opuso resistencia, y Mabel apretó la ropa contra su pecho, sintiendo el frío invernal, la lana áspera y el sedoso forro marrón del sombrero. Sostuvo la bufanda en la mano, maravillada de que aquella prenda que había tejido su hermana adornara a esa niñita.

¿Qué es? ¿Qué haces?

La niña estaba junto a la mesa, con un lápiz en la mano.

Estaba dibujando, dijo Mabel. ¿Te gustaría verlo?

Dejó la ropa de la niña colgada de una silla y la puerta un poco abierta, para que la corriente de aire entrara en la cabaña y refrescara a la pequeña. Luego sacó una silla para ella y se sentó a su lado.

Este es mi cuaderno de dibujo. Y estos, mis lápices. Quería dibujar la cesta que nos regalaste. ¿Lo ves?

Mabel le mostró el dibujo.

Oh, dijo la niña.

No es muy bueno, ¿verdad? Creo que he perdido la poca habilidad que tenía.

Es muy bonito.

La niña deslizaba los dedos por la superficie del papel, sus labios abiertos expresaban admiración.

¿Qué más sabes dibujar?, preguntó.

Mabel se encogió de hombros.

Lo que me proponga, supongo. Aunque el resultado final no siempre tiene el aspecto que debería.

¿Podrías dibujarme a mí?

Sí. Oh, claro. Pero te advierto que nunca se me han dado muy bien los retratos.

Mabel acercó la silla de la niña a la ventana para que la luz del invierno iluminara su perfil y sus rubios cabellos. Durante la hora siguiente, la mirada de Mabel fue posándose en Faina y en el cuaderno alternativamente; esperaba que la niña protestara, pero ésta no se quejó ni se movió lo más mínimo. Estoica, aguantó con la mirada fija y la barbilla levemente alzada.

Con cada trazo en el papel era como si Mabel viera cumplido su deseo, como si tuviera a la niña en brazos, le acariciara la mejilla, el pelo. Dibujó la amable curva de sus pómulos, los labios pequeños, el arco inquisitivo de sus cejas rubias. Autosuficiente, débil y valiente, inocente y sabia… algo en la postura de su cabeza, en el brillo de sus ojos, evocaba una naturaleza salvaje que Mabel quería plasmar también. Detalles que interiorizó y memorizó.

¿Te gustaría verlo?

¿Ya está acabado?

Mabel sonrió.

Al menos por hoy.

Giró el cuaderno hacia la niña, sin saber qué reacción esperar.

La niña tomó aire y luego se agarró las manos, encantada.

¿Te gusta?

¡Sí! ¿Esa soy yo? ¿Este es mi aspecto?

¿No te has visto nunca, niña?

La niña meneó la cabeza.

¿Nunca? ¿Ni en un espejo? Espera, tengo algo mejor. Mucho más exacto que ningún dibujo que salga de mis manos.

Mabel fue al dormitorio y volvió con un espejito de mano.

¿Sabes lo que es? Es un cristal en el que puedes verte.

La niña encogió sus pequeños hombros.

Mira, ¿lo ves? Esa eres tú.

La niña se miró al espejo, con los ojos abiertos como platos y la cara sombría. Llevó una mano hacia aquella superficie reluciente, tocó sus propios cabellos, su cara. Sonrió, movió la cabeza a un lado y a otro, se apartó el cabello de la frente, todo ello sin quitar la vista del espejo.

¿Quieres quedarte con el dibujo?

Faina sonrió y asintió.

Mabel dobló el retrato hasta convertirlo en un cuadradito de papel que cupiera en el bolsillo de la niña.

Cuando Faina se hubo ido, después de cenar, Mabel se puso a tejer junto al horno de leña. Fuera, el viento azotaba el valle, pero ella creyó oír otro sonido. Un lamento de dolor.

—¿Eso es el viento, Jack?

Él fue hacia la ventana y atisbó en la oscuridad.

—No. Creo que son los lobos, río arriba. La otra noche también oí sus aullidos.

—¿Puedes atizar el fuego? Me ha dado frío.

Le vio añadir varios troncos al fuego; las llamas prendían en la corteza seca e irradiaban una luz que se proyectaba en las paredes de la cabaña. Luego él regresó a la ventana y siguió contemplando la noche, como hacía ella siempre.

—¿Estará a salvo? —preguntó Mabel—. Hace un viento tan fuerte, y esos lobos…

—Sospecho que está bien.

Permanecieron levantados hasta mucho más tarde de lo habitual. Jack salió en varias ocasiones a buscar más leña, a pesar del montón de leños que había apilados junto a la puerta, y Mabel siguió tejiendo hasta que se le cansaron las manos y le lloraron los ojos. Por fin, ya no aguantaron más y se acostaron a la vez. Se durmieron mecidos por el bufido del viento que soplaba en el valle.

Capítulo 15

Estaban ya a mediados de febrero cuando llegó un paquete dirigido a Mabel, envuelto en papel marrón, entregado por ferrocarril en Alpine. Jack lo recogió en la ciudad, junto con algunas provisiones adquiridas en el almacén con los restos de su crédito.

Mabel esperó a que su marido saliera antes de sentarse a la mesa para abrirlo. ¿Sería por fin lo que llevaba tanto tiempo aguardando? Le parecía que hacía siglos que había escrito a su hermana para pedirle el libro. Mantuvo las esperanzas durante algunas semanas, pero cuando no llegó nada se hizo a la idea de que o bien su hermana no había podido encontrarlo, o bien ni siquiera se había molestado en buscarlo.

Estuvo tentada de abrir el paquete pero sintió la necesidad de calmarse antes de hacerlo. Puso el agua a hervir y se hizo una taza de té. Cuando estuvo listo, se sentó a la mesa y usó unas tijeras para cortar la cinta, antes de retirar con cuidado el papel. En el interior había dos bultos, envueltos por separado.

El más grande tenía la inconfundible forma de un libro, pero Mabel optó por abrir primero el pequeño. Contenía algunos lápices de dibujo, de buena calidad, así como carboncillos. Entonces cogió el bulto grande y, despacio, le quitó el envoltorio.

El libro era tal y como ella lo recordaba: grande, un cuadrado perfecto, una forma distinta a la de cualquier otro libro de cuentos que ella hubiera visto nunca. Estaba cosido con piel marroquí de color azul. Un exquisito copo de nieve repujado en plata decoraba la cubierta, y el mismo motivo adornaba también el lomo. Apoyó el libro sobre la mesa y lo abrió. «Snegurochka, 1857», rezaba una línea escrita a lápiz, en el extremo superior de las guardas, azules y decoradas. «La Doncella de Nieve.» Era la letra clara de su padre. Solía comprar muchos libros cuando iba de viaje, y algunos se los llevaba especialmente a ella. Los guardaba en un estante de su despacho, pero siempre que ella quería verlos, los cogía y la sentaba en su regazo mientras iba pasando las páginas.

Con el libro delante, Mabel se sintió como si se hallara en el despacho de su padre, rodeada del aroma de su pipa y de libros viejos. Pasó la primera página. A la izquierda había una ilustración a todo color protegida por una hoja de papel transparente; a la derecha, empezaba la historia, escrita en letras negras e ilegibles. ¡Estaba escrito en ruso! ¿Cómo podía haberlo olvidado? O quizá nunca se había percatado de ello. Había sido uno de sus libros favoritos durante la infancia, y sin embargo entonces cayó en la cuenta de que en realidad nunca lo había leído. Su padre le había contado la historia mientras ella contemplaba las ilustraciones. Se preguntó si su padre conocía las palabras o se había inventado el relato basándose en los dibujos.

Habían transcurrido muchos años desde la muerte de su padre, pero en ese momento evocó su voz, viril y melodiosa.

«Érase una vez un viejecito y una viejecita que se amaban con todo su corazón y estaban satisfechos de lo que les había deparado la vida, salvo por una gran pena que los abrumaba: no tenían hijos.»

Mabel posó los ojos en la ilustración. Era parecida a los estampados lacados rusos, con colores terrosos e intensos y delicada en los detalles. Mostraba a dos personas mayores, un hombre y una mujer, arrodillados sobre el suelo nevado junto a la figura de una niña que parecía hecha de nieve de los pies a la cintura y de carne y hueso de cintura para arriba.

Las mejillas de la niña de nieve irradiaban vida y las joyas coronaban sus rubios cabellos. Sonreía con dulzura a la pareja de ancianos, y tendía hacia ellos sus manos enguantadas. Una capa bordada caía desde sus hombros como una estela blanca y plateada, sin distinguirse específicamente de la nieve. A su espalda, el paisaje nevado quedaba enmarcado por una arboleda de abetos, de un verde casi negro, y, a lo lejos, montañas blancas de cimas puntiagudas. Entre dos árboles se apreciaba un zorro rojo, de ojos estrechos y dorados como los de un gato.

Mabel se llevó la taza de té a los labios y descubrió que estaba frío. ¿Cuánto tiempo había estado mirando esa ilustración? Dio un sorbo igualmente y pasó la página. Era de noche. La niñita corría hacia los árboles. Estrellas de plata centelleaban en el firmamento azul oscuro y la pareja la observaba con tristeza desde la puerta de su casa.

A medida que pasaba las páginas, Mabel se iba sintiendo cada vez más extraña, como separada de sí misma.

Cogió el libro con las dos manos y lo acercó a sus ojos. La siguiente ilustración había sido siempre una de sus preferidas. En un claro del bosque, cubierto de nieve, aparecía la niña, rodeada de bestias salvajes: osos, lobos, una liebre, un armiño, un ciervo, un zorro rojo e incluso un diminuto ratón. Los animales se sentaban alrededor de la niña, en actitud que no era ni amenazante ni cariñosa. Era como si estuvieran posando para un retrato, con sus pieles, dientes, garras y ojos vidriosos, y la niña contemplaba al lector sin demostrar placer o temor. ¿Adoraban a la niña o querían comérsela? Incluso entonces, muchos años después, Mabel aún no conseguía hallar una respuesta en esos ojos salvajes y brillantes.

Cerró el libro y recorrió el copo de nieve incrustado en la cubierta con los dedos. Se dispuso a doblar el papel de estraza que se había usado de envoltorio y fue entonces cuando vio la carta de su hermana; se había metido entre los pliegues del papel y había estado a punto de acabar en la basura.

Queridísima Mabel:

Qué alegría he tenido al recibir tu carta, al volver a ver tu hermosa letra y saber que estás viva y bien de salud. Debe de parecerte absurdo pero para nosotros es como si te hubieran desterrado al Polo Norte. Ha sido un alivio saber que estás a salvo, cómodamente instalada, y que tienes, incluso, unos amables vecinos. Estoy segura de que suponen una bendición en esa tierra inhóspita. También me complace saber que piensas volver a dibujar. Siempre he sabido que eras una artista de gran talento. ¿Nos enviarás algunos dibujos de tu nueva tierra? Estamos ansiosos por compartir tus aventuras.

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