La niña de nieve (15 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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Sus visitas obedecían a algo más que el hambre o la simple curiosidad, de eso Jack no tenía la menor duda. Lo notaba como si reparara en un arañazo en su piel, bajo los ojos, algo que tenía mucho que ver con el dolor o la fatiga.

Mientras Mabel seguía empeñada en entablar conversación cuando cenaban los tres juntos, soltando preguntas que nunca obtenían respuesta, Jack había optado por observar y esperar. Al final la niña acabaría revelando sus propósitos, y por el momento él disfrutaba de su compañía. Solo en contadas ocasiones se decidía ella a entrar en la cabaña y siempre se negaba a pasar allí la noche. Pero les llevaba pequeños regalos: el armiño blanco, la cesta de arándanos, un tímalo ártico limpio y listo para la sartén. Jack llegó a la conclusión de que la liebre muerta, estrangulada y abandonada a su puerta, había sido también un obsequio de la niña. Lamentó haberla lanzado al bosque.

Por fin llegó el día en que la niña apareció sin regalos pero a cambio con todas las preguntas que Jack había intuido en sus ojos. Apareció a primera hora, justo cuando él terminaba de desayunar y salía al patio, y le siguió alrededor del establo como si fuera su sombra.

Cuando cerraba la puerta del establo, notó sus manitas en la muñeca, agarrándolo con fuerza. Tiró del brazo para que se inclinara hacia ella.

¿Me lo prometes?

Su voz era débil, atemorizada.

Y antes de que él tuviera claras las implicaciones de dicha promesa, empezó a seguirla a través de la nieve. La niña corría, como alarmada, como si huyera de algo, pero si Jack se rezagaba ella se detenía para seguir marcándole el camino, que los condujo hacia las montañas, ascendiendo las pendientes alpinas.

Él la seguía lo mejor que podía. Al lado de ella, era un buey lento y torpe. Los piececillos de la niña avanzaban con ligereza y precisión. El camino se le hizo mucho más largo que la noche en que la siguió por el bosque. Jack percibía también la impaciencia de la niña. Ella se detenía el tiempo justo para que él la alcanzara y luego salía corriendo antes de que él tuviera oportunidad de recobrar el aliento. Jack ya no prestaba atención al camino, solo sabía que seguía subiendo. El largo y lento ascenso se cobraba su precio en las piernas y le afectaba a los pulmones. Notaba la presión del sólido cielo gris. Se sentía débil, pesado. Cada vez que llegaban a la cima de un risco pensaba: ya estamos, por fin hemos llegado. Pero entonces emprendían la subida de otro, más alto. La nieve era más profunda que antes; él se hundía mientras que la niña daba la impresión de flotar.

¿Estás bien?

Ella se había parado, unos pasos más arriba.

Ya casi hemos llegado, añadió ella.

Bien, dijo él. No te preocupes por mí. Muéstrame el camino.

Él intentó sonreír, pero supo que sus labios dibujaron solo una mueca.

Ya no soy tan joven como antes, pero llegaré.

La niña pareció esforzarse en ir más despacio, en mostrarle dónde pisar y dónde podía agarrar la rama de un árbol para rebasar un saliente.

Entonces él vio los acantilados rocosos, frente a ellos, y oyó el tintineo del arroyo bajo el hielo. Siguió a la niña por el barranco. No tardaron en hallarse entre unos inmensos abetos que, arriba en la montaña, parecían fuera de lugar. Las copas enormes y los sólidos troncos conferían una sensación de refugio al estrecho valle. Ella se paró, sin mirar a Jack, súbitamente reticente a seguir adelante. Señaló entonces un montículo de nieve que había bajo uno de los árboles.

¿Qué es eso?

La niña no respondió. Se limitó a señalar, de manera que Jack avanzó solo hacia el montículo. Apartó parte de la nieve y al hacerlo apareció una lona. Miró hacia la niña, inquisitivo, pero ella se alejaba.

Cuando apartó la lona, una docena de ratas de campo salieron corriendo y se metieron bajo la nieve. Vio la nuca de un hombre, la parte donde los cabellos rubios se encontraban con el cuello del abrigo de lana típico de los cazadores. Jack sentía el latido del pulso en las sienes. Apoyó la mano en aquel hombro ancho, y tuvo la sensación de empujar el tronco de un álamo: estaba frío, helado. Jack rodeó el montículo. Vio entonces que las ratas habían excavado sus pequeños túneles en la nieve, extendiéndolos como un laberinto en distintas direcciones, todas procedentes del cadáver del hombre. No quería, pero apartó la nieve de la cabeza y la cara del muerto, y luego también de su costado y su pecho. El cuerpo yacía de lado, en posición casi fetal, pero no se trataba de un niño, sino de un tipo corpulento: mucho más alto y ancho de hombros que Jack. No cabía duda de que había partido ya de este mundo. Sus ojos lechosos, hundidos en el cráneo, tenían la mirada perdida. Su piel había adoptado un tono violáceo. Cristales de hielo crecían en su cara, en su ropa, en su cabello y en su larga e hirsuta barba. Los roedores habían empezado a dar cuenta de sus mejillas congeladas, de la nariz y de las puntas de los dedos, y sus heces estaban por todas partes.

Por Dios. Cristo todopoderoso.

En ese momento Jack se acordó de la niña. Se volvió y allí estaba, justo detrás, con la mirada fija en el muerto.

¿Quién es?, preguntó Jack.

Mi papá, susurró ella.

¿Qué ha pasado?

Lo intenté. Lo intenté y lo intenté.

Jack contempló sus ojos; era como ver el agua de un lago bajo una capa de hielo. No hubo lloriqueos ni sollozos. Solo un leve rastro líquido sobre el fondo azul.

Tiré de su brazo y le dije, papá, por favor. Por favor, papá. Pero no se movió. Se quedó sentado en la nieve.

¿Por qué no se movía?

A la niña le temblaba la barbilla al hablar.

Me dijo que el agua de Peter le mantendría caliente, pero yo sabía que no sería así. Yo quería darle calor. Le cogí las manos y luego la cara, así.

Y la niña se agachó y posó las manitas en las mejillas del muerto con la ternura del amor de una hija.

Lo intenté, pero él fue enfriándose, enfriándose.

Jack apoyó una rodilla junto al cadáver y notó un fuerte olor a licor. Una botella verde estaba prendida de la garra que antes había sido una mano. A Jack le dio un vuelco el estómago. ¿Cómo podía hacer aquello un hombre? ¿Beber hasta morirse delante de su hija?

¿Por qué no pude darle calor?, preguntó la niña.

Aún con la rodilla en la nieve, Jack posó las manos en sus estrechos hombros.

Tú no tienes la culpa. Tu papá era un hombre adulto y solo él podía salvarse. No tienes la culpa de nada.

Echó la lona sobre el cadáver.

¿Cuándo sucedió?

El primer día que nevó, dijo la niña.

Él sabía cuándo. Fue la noche en que él y Mabel habían hecho la figurita de nieve en el patio. Casi tres semanas atrás.

¿Por qué no pediste ayuda?

Mantuve a Zorro alejado. Tiré piedras y grité. Y tapé a papá, para que los pájaros no le picaran. Pero ahora… se lo están comiendo las ratas.

¿Qué otra elección tenía él? Jack se incorporó, sacudiéndose la nieve de la rodilla.

Debo ir a la ciudad, a pedir ayuda, dijo.

Un destello de ira brilló en los ojos de la niña.

Lo prometiste. Lo prometiste.

Y así era, así que Jack lanzó un largo suspiro y pisó con fuerza sobre la nieve.

No voy a poder hacer nada hoy, dijo. Tengo que pensar en ello, en cómo ocuparme de… tu papá.

Muy bien.

La niña estaba cansada y serena. El enojo se había esfumado.

Te quedarás con nosotros hasta que lo dispongamos todo.

Jack habló con el mismo tono que había usado la primera noche, cuando le dijo que era la hora de la cena. Como si la frase no admitiera réplica.

La niña se puso rígida, sus ojos echaban chispas de nuevo.

No, dijo.

No puedo dejarte sola en el bosque. Este no es lugar para una niña.

Es mi casa, dijo ella.

La niña no bajó la cabeza. El viento de la montaña azotó los abetos y agitó su melena rubia.

Era su casa. Jack la creía.

Hizo preguntas por la ciudad, con la excusa de haber visto marcas de hacha en algunos árboles, señales de caminos marcados. ¿Alguien había puesto trampas cerca de su finca en los últimos años? ¿Había alguien viviendo en la cima de la montaña?

—Pues sí. Es curioso que lo preguntes porque no había vuelto a pensar en ese tipo desde hace siglos —dijo George—. Lo llamábamos el «Sueco», y él nunca nos llevó la contraria. No dio nombre alguno, ahora que lo pienso. Creo que era ruso, la verdad, a juzgar por su acento.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Jack—. Simple curiosidad, por si me cruzo con él.

—Era un individuo grande, grueso. Con cuerpo de leñador. Cabellos claros. Barba. Un poco pirado, si quieres mi opinión. No hablaba mucho, más bien iba a la suya. Esther siempre invita a los solteros a cenar en casa algún domingo, pero a él nunca se lo dijo. Me pregunto qué habrá sido de él. ¿Crees que está cazando por tu zona?

Betty también se acordaba de aquel hombre.

—Oh, ese era un tipo raro —explicó a Jack mientras le servía una taza de café—. Como tantos otros, buscaba oro en verano y cazaba en invierno. Supongo que creía que algún día se haría rico y volvería a su lugar de origen. La mitad de las veces no conseguía entenderlo, habla una mezcla de inglés y no sé qué otro idioma.

—¿Lo has visto últimamente? —preguntó Jack—. Solo quiero saber con quién me la juego, si es que se pone a cazar en mis terrenos.

—No. Ni recuerdo cuándo lo vi por última vez. Pero solo bajaba a la ciudad unas cuantas veces al año. Por lo que sé, pasaba todo el tiempo bebiendo con los indios, río arriba.

—Me pregunto qué habrá sido de él —comentó Jack, en tono desinteresado mientras disolvía el azúcar en el café.

—Quién sabe. Quizá regresó a su país, dondequiera que esté. O se ahogó en el río, o acabó devorado por un oso. Pasa continuamente. Los hombres vienen y van. A veces se desvanecen de la faz de la tierra.

—¿Recuerdas si tenía hijos? ¿O esposa? Solo lo pregunto porque quizá a Mabel le gustaría conocerla.

—No sabría decirte. Pero a mí me pareció un tipo bastante solitario.

Una tristeza cansada se posó sobre Jack mientras volvía a la finca. El caballo trotaba con rapidez y agitaba la cabeza, como si el frío le diera ánimos. A Jack se le agarrotaban las manos, que sujetaban las riendas. Pensó en la niña, en la ladera de la colina, con su padre muerto por congelación, y se preguntó si estaba haciendo lo correcto. Ella le había hecho prometer que no se lo diría a nadie, sobre todo a Mabel, y Jack lo comprendió. Ninguna mujer dejaría que una niña anduviera a su aire, en plena naturaleza, con la única compañía de un padre muerto. Pero la niña temía tener que separarse de lo que había sido su entorno. Un par de veces, cuando Mabel le apartaba el flequillo de los ojos o la ayudaba a abrocharse el abrigo azul, él había visto cómo la niña se ponía rígida y retrocedía. Tensaba la mandíbula y apretaba los labios como si quisiera decir: puedo cuidarme sola.

Y Jack estaba bastante convencido de que así era. La niña conocía los bosques y los senderos. Encontraba comida y cobijo. ¿Era eso todo lo que necesitaba? Mabel diría que no. Diría que la niña necesitaba calor y afecto, alguien que cuidara de ella, pero Jack no podía dejar de preguntarse si eso no se correspondería más con los deseos de una mujer que con las necesidades reales de una cría.

Además, estaba la promesa hecha a la niña. No era un hombre propenso a prometer muchas cosas, pero cuando lo hacía, procuraba mantener su palabra.

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