La niña del arrozal (15 page)

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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

BOOK: La niña del arrozal
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—Antes de consentir que te lleven al karaoke, escápate de nuevo.

Esto se lo dijo cuando estaban llegando a las dependencias policiales de Chiang Dao, donde se produjo la desgarradora separación de las dos, a tal extremo que el funcionario judicial vino a soltar: «Si lo llego a saber, no las detengo», porque las muestras de amor que mostraba la joven guapa hacia la mujer fea hacían impensable que en todo ello hubiera mediado un secuestro forzado. La joven se agarraba con todas sus fuerzas a la mujer, que sin éxito trataba de desprenderse de ella, ambas llorando a moco tendido, y tuvieron que intervenir dos policías más, e incluso engañar a la joven diciéndole que a la mujer fea no la llevaban a la cárcel. «Pues, entonces, ¿adónde la llevan? ¿Por qué nos separan?», clamaba la joven, enterneciendo algunos corazones, pero otros no y estos fueron los que tiraron con fuerza y la encerraron en una habitación, en la que al poco apareció un sanitario con una infusión calmante, que contenía una adormidera. Se la hicieron beber tapándole la nariz para que no le quedara más remedio que abrir la boca.

Al día siguiente, el sicario del señor Naya, tomando varios autobuses que les llevó casi toda la mañana y parte de la tarde, la condujo a casa de la abuela sin que Wichi se resistiera, ya que seguía bajos los efectos de la adormidera y solo le quedaban fuerzas para preguntar, cuando se despertaba, por Siri. El sicario siempre le respondía lo mismo: «Tú no te preocupes por eso».

El encuentro con la señora Phakamon fue extraño y al principio casi no se reconocieron. Wichi iba muy desarreglada, con su cabellera suelta y sucia tapándole parte de la cara, que ofrecía muy mal aspecto, con los ojos hinchados y llorosos y, en general, por culpa del opiáceo, con un aire estúpido. Además, ya no era una niña.

En cuanto a la abuela, el ictus la había convertido en una anciana, con el pelo blanco y descuidado, los labios torcidos en su comisura izquierda y el habla ininteligible. Cuando se cercioró de que aquella mujer con pinta de labriega era su nieta, fue cuando le espetó: «Por tu culpa me encuentro así». Y Wichi se acordó de su madre, que cuando ella era niña le parecía la mujer más adorable del mundo, y que aquella anciana era la madre de su madre, que también hubo un tiempo lejano en el que había tenido atenciones con ella. Sintiendo una punzada de remordimientos, se acercó a la silla de la anciana, que permanecía inmóvil, y se arrodilló para besarle una mano. La mujer consintió en esa muestra de cariño, apartó el pelo de la cara de su nieta y se limitó a decirle:

—Lávate bien y quítate esas ropas asquerosas porque así no estás presentable.

Le habló así porque había concertado con el señor Naya que aquella misma tarde, o como mucho al día siguiente, se la llevarían a un lugar seguro para evitar que intentara, de nuevo, escapar.

La señora Phakamon dio instrucciones a la mujer que la cuidaba para que ayudase a aquella joven, que era su nieta, aunque no lo pareciese, a asearse. De su antiguo vestuario, glorias pasadas de cuando traía a los hombres al retortero, eligió un vestido de seda cruda, con un escote discreto y la falda no demasiado corta, porque aquella niña seguía siendo virgen y eso tenía su precio.

La mujer, que era de Laos y se expresaba con dificultad en tailandés, se esmeró en ayudar a bañarse a Wichi, acicalarla, peinarla al estilo laosiano, sujetándole el cabello con una diadema, y perfumarla siguiendo instrucciones de su señora, a lo que Wichi al principio se resistió porque no le parecían aquellas atenciones y vestidos los adecuados para hacer las labores de la casa, hasta que la abuela le dijo, colérica:

—¿Qué labores tienes que hacer en esta casa? ¡Te he encontrado un trabajo mucho mejor que el de criada! Y bien que me merezco, después de lo que he pasado por tu culpa, que lo aceptes de buen grado.

A la mente de Wichi llegaron en aluvión las prevenciones que le había hecho Siri sobre su abuela, a la que una y otra vez calificaba de malvada, y en ese momento tomó la decisión de huir en cuanto se le presentara la ocasión, algo que no ocurrió porque ya entrada la noche apareció el señor Naya para llevársela, acompañado de una mujer vigorosa, por si la joven ofrecía resistencia, cosa que tampoco hizo porque se las ingeniaron para volver a drogarla.

La joven, antes de que llegara el señor Naya, intentó convencer a la abuela para que consintiera en dejarla quedarse en aquella casa, y que ella trabajaría para mantenerla. Torpemente, en medio de balbuceos, le replicó la anciana:

—¿Trabajar en qué? ¿En un arrozal? Un trabajo de mendigos.

—Abuela, puedo hacer otros trabajos. He aprendido a manejar el ordenador.

—¿Y eso qué es?

Wichi trató de explicárselo, pero a la abuela no le interesaron esas explicaciones, y le insistió en que el mejor trabajo para una mujer, por no decir el único, era servirse de lo que los hombres más apreciaban en ellas, que no era precisamente su habilidad en manejar aparatos.

La joven encontró tal frialdad en la anciana, y tal convencimiento en ella de que lo mejor para una mujer era hacerse prostituta, en su caso prostituta de lujo, aunque no pronunciara la palabra, que comenzó a discurrir cómo podría escapar de allí, y quién sabe si buscar ayuda denunciando su situación a la policía. Pero ¿qué podía denunciar? ¿Que no quería vivir con su abuela, que era su tutora con arreglo a la ley?

La llegada del señor Naya, acompañado de una mujer de buen aspecto, discretamente vestida, sorprendió a Wichi, pero no demasiado porque no le asociaba con el encargado del karaoke, contra el que le había prevenido Siri. Se presentaron como amigos de la abuela, sonrientes y afables, interesados en el porvenir de su nieta, y para festejar ese porvenir la abuela ordenó sacar unas bebidas, en una de las cuales la acompañante del señor Naya vertió el narcótico.

Capítulo 13

La industria del sexo a la que pertenecía el señor Naya estaba muy bien organizada, y una de las primeras medidas era apartar a las niñas, o jóvenes, del lugar en el que pudieran tener referencias familiares, no fuera a ser que los padres, abuelos, tías o padrastros que las habían vendido cambiaran de parecer. Por eso, montaron a Wichi en el primer vuelo que partía de Chiang Mai a Bangkok, pero solo en compañía de la mujer, que se llamaba Kevin, porque resultaba más natural que una joven viajara con una señora que podía ser su madre. La misión de Kevin durante el vuelo, que duraba poco más de una hora, era que la niña estuviera la mayor parte del tiempo dormida, o adormilada, y cuando se despertara dirigirle cálidas sonrisas, como para tranquilizarla, y contarle las sorpresas tan agradables que le aguardaban en Bangkok, ciudad de la que narraba maravillas. También le decía: «Cuando lleguemos a Bangkok te pondremos un vestido más bonito. Ese que llevas es una antigualla». Le insistía en que la vestirían como una reina y tendría muchos trajes donde elegir, porque ella, tan hermosa, se lo merecía.

Wichi tenía la cabeza perdida y de vez en cuando se echaba a llorar al acordarse de Siri y también de su padre, ignorante de todo lo que le estaba sucediendo, que ella no sabía muy bien lo que era, aunque entre las brumas de su mente discurría: «Por lo menos no me han llevado al karaoke que tanto temía Siri». Pero lloraba muy débilmente, con poca decisión, y la mujer la acariciaba y le volvía a hablar de las maravillas de Bangkok, una de las ciudades más hermosas del mundo, que solo por ver el Gran Palacio Real, con templetes recubiertos de panes de oro, venían gentes del mundo entero. ¿No podía considerarse una joven afortunada? Wichi se la quedaba mirando muy fijo, sin contestar a sus preguntas. Cuando la azafata les trajo unas bebidas, con unos sándwiches y unos frutos secos, Wichi se resistió a tomar nada, pero Kevin consiguió que lo hiciera, porque se servía de las bebidas para seguir dándole tranquilizantes, cada vez más suaves, pues en cuanto llegaran a Bangkok y la colocara en lugar seguro se desentendería de ella. Kevin, de joven, también había sido prostituta y no le había ido mal del todo, incluso se había librado del sida, pero aquellos eran otros tiempos y ahora resultaba muy difícil, en aquel oficio, no contraer la enfermedad, aunque decían que de un día para otro encontrarían una vacuna que la erradicaría, lo cual sería un gran bien para el negocio del que tanta gente vivía, porque el sida causaba grandes estragos en la industria del sexo. De todos modos, no sentía especial compasión por la situación de aquella joven, que sin duda se movería en ambientes de lujo, en los cuales era más fácil tomar precauciones contra la terrible enfermedad.

Cuando llegaron a Bangkok tomaron un taxi que las condujo a un edificio de dos pisos, la planta baja destinada a salón de baile y la otra a habitaciones. Las recibieron un hombre y una mujer, y ambos, descaradamente, examinaron a Wichi de arriba abajo, para lo cual le quitaron el vestido. Como apenas llevaba ropa interior, se quedó desnuda ante ellos, tapándose el pecho con ambas manos. Desde ese momento intuyó lo que la esperaba, y se dio cuenta de que no serviría de nada llorar ni suplicar; lo único que se le ocurría era maldecir en su interior a una abuela que la había colocado en semejante trance. Y lamentar que no estuviera Siri allí para sacarla del apuro. Todo era una pesadilla. Apenas dos días antes se consideraba la mujer más feliz del mundo, al haber recibido alabanzas del omnipotente señor Pimok, que a la hora de la verdad no había resultado tan omnipotente, puesto que nada había hecho para impedir su detención, y pocas horas después la sometían a la vergüenza de desnudarla delante de unos desconocidos, que hacían comentarios entre ellos en una lengua, el chino cantonés, que ella no entendía.

La mujer la hizo hablar, a lo que Wichi contestó con monosílabos, pero que fueron suficientes para que se dieran cuenta de que aquella mercancía podía resultar muy problemática. Las jóvenes, todas menores, que residían en aquel edificio procedían bien de las montañas del norte, bien de la frontera con Camboya, regiones paupérrimas y con mucho analfabetismo, de suerte que cuando las niñas llegaban a Bangkok ni tan siquiera conocían el idioma tailandés, puesto que se manejaban en su dialecto y dependían en todo de sus protectores, que apenas les enseñaban unas pocas palabras de la lengua nacional, las imprescindibles para agradar a sus clientes. Pero era impensable que pudieran defenderse y acudir a la policía, lo cual tampoco sería demasiado grave porque la de aquel barrio estaba en muy buena relación con ellos.

La mujer, en cantonés, le dijo al hombre:

—Pero ¿qué es lo que nos ha mandado ese inútil de Naya? Esta chica se expresa muy bien.

A continuación se dirigió a Wichi y le preguntó si tenía estudios. La joven, por un momento, concibió la esperanza de que pensaran para ella un destino distinto del de la prostitución, y contestó con una frase muy larga que había estudiado el bachillerato hasta el cuarto curso y que había recibido, con notable aprovechamiento, clases de informática. Esta última aclaración demudó a la mujer, que se veía que mandaba más que el hombre, y le dijo a este:

—Lo que nos faltaba; que se pueda comunicar por el ordenador.

Pero el hombre fue más optimista en este aspecto.

—Tendremos buen cuidado de que no se pueda poner en contacto con nadie. Pero es una preciosidad y no podemos desaprovecharla.

La mujer siguió rezongando sobre los líos en los que les metía Naya, pero decidió cambiar de postura: había recibido a Wichi con displicencia, sin tan siquiera dirigirle el saludo que demandaba la cortesía tailandesa, pero pensó que convenía convencerla de que lo que la esperaba era lo mejor para ella. Y ya estaba pensando en un comerciante chino, dueño de uno de los más grandes almacenes de Bangkok, con una fortuna inmensa, que era su mejor cliente a la hora de desflorar doncellas, ya que estaba convencido de que consumar semejante hazaña le daba prosperidad al negocio, y como este prosperaba de día en día, lo atribuía a esa circunstancia. Aparte de que yacer con vírgenes era una garantía contra el sida.

La mujer, a quien todos llamaban respetuosamente señora Yuphin, se dirigió amablemente a Wichi y le dijo:

—Ahora te conviene dormir y descansar. Y luego —coincidiendo con el parecer de Kevin— te buscaremos algún traje bonito. Ese que llevas es muy feo. ¿De dónde lo has sacado?

—De mi abuela —musitó Wichi.

La mujer se echó a reír y le dijo que no la extrañaba. A continuación le preguntó si sabía bailar, a lo que la niña contestó negativamente.

—Pues eso es lo primero que tienes que aprender, y ya verás cómo disfrutas.

Habló así porque el comerciante chino, como la mayoría de sus clientes, sobre todo los de edad avanzada, gustaban de ver bailar a las niñas antes de poseerlas, mientras se tomaban afrodisiacos, bien naturales, o bien químicos. Si el precio de la niña era alto, se pasaban dos o tres días asistiendo al salón de baile antes de consumar el atropello.

El baile comenzaba con danzas tradicionales, generalmente la «danza de la cosecha», en la que las niñas remedaban los movimientos que se hacen en la recolección de las espigas del arroz, lo cual daba lugar a posturas que podían resultar sensuales. En esta danza vestían trajes largos, de los que se iban desprendiendo poco a poco, hasta quedar muy ligeras de ropa —nunca desnudas del todo—, y entonces pasaban a una barra fija en la que hacían contorsiones al ritmo de un xilófono de tablillas de bambú.

—Pero la danza de la cosecha —insistió la señora Yuphin— sí la conocerás. ¿No vienes de trabajar en un arrozal?

—Sí, pero era un arrozal en el que no se bailaba —le aclaró Wichi.

—Tienes mucho que aprender —le dijo la señora Yuphin, al tiempo que no quitaba el ojo del hombre, que de vez en cuando comentaba: «Es una preciosidad», hasta que por fin le advirtió—: Olvídate de esta preciosidad.

Uno de los quehaceres de ese hombre
tbai-farang
, mestizo medio blanco, medio tailandés, joven y atractivo, era instruir a las niñas en la actividad sexual que se esperaba de ellas, y algunas hasta se enamoraban de él, lo cual era muy conveniente porque se mostraban más dóciles a sus indicaciones. Y la señora Yuphin le aclaró:

—Por lo menos de momento.

Es decir, hasta que se hubiera servido de ella el comerciante chino.

El edificio estaba situado en el área de Sampeng y era considerado como uno de los más lujosos y aparentes de la ciudad.

Se componía de tres partes bien diferenciadas: la más representativa, el salón de baile, ocupaba toda la planta baja y constaba de una larga barra de bar, parte no despreciable del negocio, y un espacio exclusivo para los músicos, ya que la música en directo daba categoría al local. Junto a ese espacio había otros dos más, uno con el suelo de madera de teca que servía para las danzas tradicionales y el segundo con dos barras verticales en las que las bailarinas hacían las contorsiones. Al principio en el salón, como en casi todos los lugares públicos en Tailandia, ocupaba un lugar destacado un gran retrato de su majestad Rama IX, hasta que la autoridad pública ordenó su retirada, no fuera a interpretarse como que su majestad presidía las actividades que se desarrollaban en aquel local. Por lo demás el salón estaba muy recargado de adornos tailandeses, que podría resultar agobiante si no fuera porque disponía de un excelente sistema de refrigeración que aliviaba mucho el ambiente.

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