La noche de todos los santos (52 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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—¿Crees que estaremos así cuando llegue el fin del mundo? —preguntó ella abrazándose nerviosa.

—¡Yo creo que el mundo terminará mientras vivamos! —dijo él triunfalmente—. Tú y yo no conoceremos la muerte.

El día de su primera comunión, Marcel se quedó sentado muy quieto entre todo el bullicio, y más tarde le dijo:

—Tenía a Dios en el corazón.

Ella agachó la cabeza y respondió:

—Ya lo sé, ya lo sé.

¿Había en todo eso algún motivo de risa? ¿Era risible el muchacho que acudió el año anterior y estuvo caminando inquieto por el salón? ¿Era risible el muchacho que le leía los periódicos y la escuchaba con tanta atención cuando ella confesaba aquellos recuerdos de la infancia, por ejemplo cómo el barbero negro de aquella pequeña ciudad, su padre, la levaba a hombros por la calle mayor hasta la barbería?

—Todos aquellos hombres ricos tenían una brocha de afeitar con su propio nombre. Mi padre llevaba una bata blanca. Era una barbería muy limpia. —Anna Bella apoyó la espalda en la pared—. A veces me gustaría volver a aquella ciudad, caminar por aquella calle.

—Yo te llevaré, Anna Bella.

—Me gustaría volver a ver la barbería de mi padre. Me gustaría volver allí, a donde lo enterraron… —suspiró, cogiéndose los brazos.

Anna Bella le quería. Ella quería. Incluso se lo declaraban mutuamente, pero sus palabras tenían un tono virginal, algo que poseía una nobleza propia y trascendía lo que los adultos querían decir con esa misma manifestación. Los adultos degradaban estas declaraciones con besos y abrazos. Una vez, apoyada en la barandilla de la galería, bajo las estrellas, pensó: «Marcel me quiere por mí misma. ¡Y eso no basta!».

Pero él todavía era un niño, a pesar de los chalecos, el reloj de bolsillo y los largos sueños que contaba sobre París, la Sorbona, las casas a orillas del Sena. Le faltaba tiempo, se decía Anna Bella, hasta el día que Jean Jacques murió mientras dormía.

Esa noche fue un joven el que acudió a ella derramando su pena, fue el miedo de un hombre lo que ella vio, el primer contacto de un hombre con la muerte. Mientras pasaban las horas hacia la medianoche, fue un hombre, agotado y transido de dolor, el que le dijo con voz suave y pensativa:

—¿Sabes, Arma Bella? Si yo no hubiera nacido rico, él podría haberme enseñado el oficio de carpintero… Habría aprendido a hacer piezas tan bien como él… Y habría sido feliz con eso toda mi vida.

Pero el suyo debía ser el futuro de un hombre acomodado. ¿Cómo podía ella decirle que le dolía el alma al pensar que la abandonaría, al saber que algún día se marcharía? Luego llegó el momento en que sus labios se tocaron y Marcel, adormecido, mitigada su pena por el vino, la miró con fuego en los ojos, como si la viera por primera vez. Él la amaba, la amaba con aquel sentimiento nuevo y perturbador con el que ella le quería desde hacía tanto tiempo. Y madame Elsie lo había visto todo a través de la rendija de la puerta.

En los meses siguientes madame Elsie lo insultó, lo rechazó, pero Amia Bella estaba segura de que todo se arreglaría. No fue así.

Lo veía en las calles con el ceño fruncido y un montón de libros encuadernados en piel bajo el brazo. Den la Place d'Armes, en una ocasión en que Marcel estaba de pie, con las piernas separadas, dibujando en la tierra con un palo. Él volvía hacia ella un rostro tenso durante la misa, parecía a punto de hablarle, incluso allí, o de dejar el banco para acercarse a ella, pero nunca lo hizo. Sus piernas se fueron alargando, su rostro perdió su Infantil redondez y se le desarrolló una figura angulosa, casi dramática, que llamaba la atención.

Tero las semanas se sucedieron sin que acudiera a verla, y pronto los meses completaron el año. Al darse cuenta desesperada de que lo había perdido, en cierto modo mucho antes de lo previsto, se abandonó una y otra vez a las lágrimas. Habría huido entonces con él, habría hecho cualquier cosa con él, pero lo cierto es que no eran más que locas ideas. Al fin y al cabo, ¿por qué iba a abandonar Marcel el cómodo mundo en el que tenía un futuro tan brillante? ¿Cuándo fue la última vez que habían estado juntos a solas? ¿Cuándo fue la última vez que habían hablado? No, lo había perdido, había perdido no sólo al hombre que la había besado en el salón sino al niño que había sido su mejor amigo. No sabía cómo enfrentarse a ello, pero al mismo tiempo comprendía que su propia vida también estaba cambiando sin que pudiera evitarlo.

Madame Elsie le hablaba en susurros de los «salones cuarterones» y fruncía el ceño cuando salía el tema de un marido de color, cosa que a ella le disgustaba. «Eso es para la gente vulgar», decía, y dejaba a Anna Bella levantada por la noche para abrir la puerta a los «caballeros». «Mi alquiler es de treinta dólares al mes —decía con los parpad os en tornados y enseñando sus fe os dientes amarillos—. ¡Mis caballeros son los mejores!». Llegaron cartas del cura de la parroquia del viejo capitán diciendo que ya no se recuperaría de su cadera rota y probablemente no volvería a ver a Anna Bella.

A veces pensaba en los hijos de las viejas familias de las
gens de couleur
, familias que había conocido durante un tiempo cuando todavía estudiaba con las carmelitas. Pero el mundo de es as familias era remoto y selectivo, y ella era hija de esclavos libres. No la invitaban a sus casas, ni siquiera a jugar cuando era muy pequeña. Aun así, a Anna Bella le daban miedo los negros libres que la rodeaban, hombres como su padre, que habían comprado su libertad y aprendido un oficio. Eran los hombres que venían a enyesar las paredes, que empapelaban el salón o que en las pequeñas tiendas que flanqueaban la Rue Royale le probaban unas botas nuevas o atendían su pedido de cuatro nuevos grabados para las mejores habitaciones del piso superior. Hombres buenos con dinero en los bolsillos que se quitaban el sombrero ante ella después de misa y la llamaban
mamzelle
. ¿Por qué le daban miedo? ¿Porque ella vestía muy bien, hablaba muy bien, se comportaba como una dama, era atendida por el peluquero todos los sábados por la tarde y se había acostumbrado a dirigir una servidumbre de esclavos?

Una noche, ya tarde, estaba a solas en el salón de la casa, temiendo el momento en que sonara el timbre y tuviera que recorrer los pasillos con un blanco desconocido que podía susurrarle cosas con una irritante familiaridad que ella debía ignorar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Qué era lo que quería?, se preguntó. ¿Cuáles eran las alternativas? ¿Tenía alguna elección? La respuesta se le escapaba. Se veía presionada y no tenía las cosas claras. Sólo podía pensar en las trampas que le aguardaban. Estaba desvalida y necesitaba tiempo.

El hecho de que Marcel la hubiera abandonado tan radicalmente le producía enfado y amargura. Tal vez era una lección, tal vez la vida estaba llena de lecciones similares. Las personas te van abandonando una a una, para siempre, a lo largo del camino: tu madre, tu padre, el viejo capitán y tu único amigo.

Luego sucedió aquello en el pasillo de los Mercier, junto a la puerta de la habitación donde yacía muerto el inglés. No hubo duda entonces de que Marcel la amaba, y que era precisamente su amor por ella lo que le mantenía alejado. Anua Bell a lo supo incluso cuando él la maldecía, y supo también que jamás volvería. Después le resultó inconcebible haberle abofeteado, y esa noche, a solas en su habitación, había conocido la angustia más profunda de su vida. No le importó que madame Elsie la sacudiera cuando volvió a casa, la acusara de «mujer fácil» y declarase que monsieur Vincent Dazincourt había estado preguntado por ella y se había vuelto al campo decepcionado.

En la mesa había flores de monsieur Vincent y una botella de perfume francés. Monsieur Vincent tenía familia, fortuna, buenos modales, había cortejado y había abandonado a la hermosa Dolly Rose.

—¡Quería verte! —gruñó madame Elsie dando un portado.

Los días siguientes fueron un infierno. Anna Bella tenía que ver a Marcel Había cometido la insensatez de acudir a la pequeña fiesta de cumpleaños de Marie Ste. Marie, donde fue testigo de la amarga discusión entre Dolly Lose y su madrina, Celestina, y supo la traición de que había sido objeto
michie
Christophe en su aturdimiento.

Había vuelto a casa al borde de las lágrimas y se había encontrado de bruces con monsieur Vincent en el vestíbulo. No quería hablar con él, no quería, hablar con nadie y le dio la espalda, casi con grosería.

Pero él, todo corrección y buenos modales, le estaba di rigiendo en voz baja un cumplido, le estaba diciendo que acababa de enterarse de los cuidados que había prodigado al desdichado inglés que había muerto en la casa del maestro. Era una mujer admirable, le decía, y había sido muy generosa al encargarse ella misma del enfermo. Sí, él había conocido al inglés en París y le había visto una o dos veces aquí en Nueva Orleans antes de su muerte. Desde luego había oído muchos elogios de Christophe, el maestro que ahora estaba en deuda con Anna Bella.

Al oír esas palabras, ella se volvió a mirarle, incapaz de seguir conteniéndose ni de reprimir el llanto.

—¡
Michie
, el profesor tiene problemas! —sollozó—. Está loco desde que murió el inglés porque cree que es culpa suya. Se ha enredado con Dolly Rose, con esa ruin Dolly Rose, y ella tiene un caballero, el capitán Hamilton, que volverá de Charleston y lo descubrirá todo esta misma tarde.

Anna Bella cometió una imprudencia en ese momento. Sabía que una muchacha decente, ya fuera blanca o de color, no podía hablarle a un hombre de esa forma, pero no cayó en la cuenta. ¿Se había degradad o a sus ojos? No le importaba. Monsieur Vincent conocía a Dolly, se había peleado con ella, mucha gente se lo había contado a Anua Bella.

—Ella no trae más que problemas a los hombres de color,
michie
—exclamó ahora suplicante—. Es la mujer más mala que he conocido.

Jamás olvidaría la seriedad de la expresión de Vincent cuando le cogió las manos, la inmediata comprensión en sus ojos.

—No te preocupes ni un momento más —dijo en un susurro mientras se acercaba a la puerta—. Quédate tranquila, yo me encargaré de todo.

No volvió a verlo hasta la tarde siguiente. Acababa de subir las escaleras y vio que él la observaba desde la puerta de su habitación.

—No tienes que preocuparte más por el maestro —le dijo muy serio—. El único problema que tiene alora es su dolor.

—¡Oh,
michie
! —Anna Bella sonrió sin aliento, totalmente confiada. Él se acercó en silencio, con las manos en les costados. Tras él, la cama de un blanco níveo con sus finos cortinajes parecía una nube bajo el sol de la tarde. La figura de Vincent se recortaba oscura contra ella, excepto por su cara blanca, sus manos pálidas. Pero algo Harneaba en sus ojos negros. Anna Bella se detuvo desconcertada, y se dio la vuelta muy despacio y cerró la puerta.

Esa noche Vincent le dijo a madame Elsie que quería hablar con Anna Bella, y ésta se sorprendió al verlos entrar en su pequeño saloncito particular. Madame Elsie asintió con la cabeza y se retiró.

A continuación siguió un discurso tan velado, tan formal, que por fin él se interrumpió, frustrado.

—Lo que yo tenía pensado era un piso —murmuró vuelto hacia la ventana y de espaldas a Anna Bella, que justo en ese momento comenzaba a comprender y lo miraba con ojos asombrados—. Me encantaría tener uno de esos pisos de la Rue Royale, con altos ventanales y plantas en la ventana o en un macetero de mármol. Siempre me han gustado esas ventanas con las cortinas de encaje abiertas y plantasen maceteros de mármol. ¿A ti te gustan? —Se volvió hacia ella con expresión franca, inocente. Parecía un niño.

—Sería encantador, monsieur.

—Pero madame lisie insiste en que alquile una casa pequeña. Por supuesto no pondré ninguna objeción a que la casa esté a tu nombre. Illa conoce una casita… Si quisieras ir a verla…

Anna Bella lloraba, con los dedos en las sienes. Vincent se conmovió.

—Tengo que irme ya. Debo volver al campo —murmuró—. No volveré hasta noviembre, después de la cosecha. Puedes darme tu respuesta entonces. Si la respuesta es no, no volveré a molestarte. No me volverás a ver.

—Sí —susurró ella entre lágrimas, asintiendo con la cabeza—. Déjeme pensar, monsieur. —No logró hacerle ningún cumplido, ni siquiera podía decir adiós, Estaba pensando en Marcel, y una llavecita había girado en su cabeza.

El día que se marchaba del jardín de Marcel le dolió la mirada de monsieur Philippe, y al llegar a casa empeñó toda su alma en una difícil decisión.

Vincent estaba desayunando con unos amigos en el gran comedor, y sólo se levantó para reunirse con ella en el salón de la casa de huéspedes cuando es tuvieron a solas. Era a hora en que los esclavos cambiaban los manteles de lino, barrían el pasillo y comenzaban los preparativos para la comida del domingo, la más suntuosa de la semana. Vincent cerró las puertas. La lluvia de noviembre inundaba el callejón junto a la casa, y todas las ventanas estaban empañadas, de modo que parecían aislados en la pequeña sala. Vincent cedió inmediatamente y la tranquilizó con un respetuoso murmullo. Por el gesto de Anna Bella, y su cabeza gacha, había deducido que la respuesta era negativa.

—¿Será usted bueno conmigo, monsieur? —susurró ella, dándose la vuelta de pronto.


Ma belle
Anna Bella —susurró él, acercándose, Anna Bella sintió en sus dedos vibrantes el primer destello de la pasión que siempre le había animado—.
Ma belle
Anna Bella —repitió, acariciándole la mejilla—. Dame la oportunidad de demostrártelo.

—IV—

M
arie lo amaba. Marie lo amaba. Marie lo amaba a él, no a Fantin Roget, que le había llevado flores esa misma tarde, ni a Augustin Dumanoir que de nuevo, y en vano, la había invitado al campo, ni siquiera a Christophe, a Christophe, sí, que se presentaba en las veladas con sorprendente frecuencia, siempre con algún regalito para las tías, que contemplaba a Marie como quien contempla una obra de arte y se inclinaba con una pose muy peculiar a besarle la mano. No, Marie lo amaba a él, a Richard Lermontant, y no era un sentimiento impulsivo, no era un sentimiento pasajero, no estaba sometido a cambios. Richard atravesaba la bulliciosa Rue Royale como en un sueno, vagamente molesto por el tráfico, vagamente molesto por la insistencia de Marcel que una y otra vez le tiraba del brazo.

—¿Pero ni siquiera tienes curiosidad? ¡Imágenes reales de cosas y personas tal como son! ¡Pero si es el invento más maravilloso que ha venido de París! Sólo en París podía haberse producido un milagro así. Te aseguro, Richard, que esto va a cambiar el curso de la historia, el mundo…

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