La noche de todos los santos (51 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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Pero esa noche se deslizó fuera de las cortinas que adornaban su cama y salió a la amplia galería de piso de arriba, de cara al río, para pensar en su pequeña. Un año atrás, la noche antes de partir en barco, se la había llevado a su habitación del hotel St. Louis. Él mismo le había dado la cena con una cuchara, y ante la desaprobación de la niñera, se la había llevado a dormir a su cama. Sabía que Dolly se pondría furiosa con él por que dársela toda la noche, pe roño le importaba. La estrechó contra su pecho en la oscuridad, y cuando antes del amanecer oyó el fuerte golpe en la puerta de su habitación abrió los ojos y la vio sonreír. Había estado esperando que él se despertara y se echó a reír con un chillido, completamente feliz.

Ahora, en la galería barrida por el aire frío, mientras miraba hacia el lejano río que ya no se podía distinguir en las tinieblas, la imagen de Anna Bella se abrió paso entre su dolor. Vincent vio aquellas adorables y redondeadas mejillas, la cintura delicada, los pequeños dedos manejando la aguja a través del paño.
Mon Dieu
, no entendía la vida. Los modelos no le servían porque no confiaba en ellos. Se frotó los ojos. Volvería a casa de madame lisie antes del fin de semana, ya se le ocurriría alguna excusa. Era como si la dulzura de esa niña negra se mezclara con el cargado ambiente de muerte que pesaba sobre él, como las flores junto al ataúd. Pero él ya no podía hacer esa distinción; sólo veía aquellos crisantemos ya Anna Bella bajo un rayo de sol, cosiendo a solas en una habitación vacía.

En ese momento salió Aglae a la galería. Vincent se sintió extrañamente conmovido al verla llegar. Llevaba un vestido de cuello alto que la brisa batía en torno a sus tobillos. Se quedó en silencio un rato, como si supiera que él prefería estar solo. Luego se dio la vuelta y le miró ales ojos.

Del dormitorio salía un hilo de luz que caía justo sobre ella, suficiente para verlo todo aunque no con claridad.

—Cualquier muerte es dura, Vincent. Y la peor es la muerte de un niño inocente.

Él apartó la cara, sin aliento.


Mon frère
—prosiguió ella—, aprende de tus errores. —Entonces lo besó y lo dejó solo.

Nunca supo a través de qué intrincado conducto había recibido Aglae la noticia, ni qué era exactamente lo que sabía. Era impensable que se lo hubiera dicho Philippe, de eso no había dudas. Vincent y Aglae jamás volvieron a hablar del tema, pero a veces, en las semanas siguientes, cuando ella le preguntaba si se cuidaba en Nueva Orleans, si no tenía una agenda demasiado apretada, si no llegaba a casa demasiado cansado, Vincent tenía la impresión de que le estaba dirigiendo una súplica, y volvía a oír aquella advertencia: «Aprende de tus errores».

Él la tranquilizó de inmediato, sin evasivas. Necesitaba ver de vez en cuando las luces de la ciudad, le costaba adaptarse, después de los meses en el extranjero, a la rutina del campo. A veces se redimía renunciando a su plan de ir a ver a Anna Bella para quedarse leyendo cuentos a sus sobrinos junto a la chimenea. Permanecía hasta muy tarde en la biblioteca, dejaba a su cuñado a solas con los placeres del alcohol, salía temprano a montar por la orilla embarrada del río y alzaba los ojos hacia el cielo frío como quien eleva una oración.

Bontemps nunca había sido tan hermosa, tan rica.

Fue una pena la muerte de Laglois, el viejo capataz, que había acontecido en ausencia de Vincent. Pero ya tenía sustituto y se acercaba la nueva cosecha, y nunca habían sido las cañas tan altas, tan gruesas, tan verdes. Inculcaría su modo de hacer las cosas al nuevo capataz. Estaba en casa de nuevo, salía por la noche con una lámpara para ver parir a su yegua favorita, paseaba por el jardín florido tajo las brumas tempranas y desayunaba una sopa espesa mientras la cocinera, con su pañuelo blanco como la nieve, le servía leche y le decía: «No vuelva a dejarnos nunca,
michie
».

Meses más tarde Philippe le señalaba, desde la ventanilla del carruaje, la casa de Ste. Marie en la Rue Ste. Anne. El vehículo se detuvo con un chirrido, y a Vincent le dio un brinco el corazón cuando volvió la cabeza. Al principio no pedía creerlo. ¡Su cuñado tenía una familia negra, y se lo estaba diciendo como si tal cosa!

Al día siguiente, cuando se detuvo a recoger a Philippe, vio los frutos de aquella relación: el muchacho rubio de piel de color miel que le miraba fijamente con aquellos atrevidos ojos azules. Tenía el pelo crespo como el de los trabajadores del campo, pero del mismo color que el de su padre. A Vincent le ardieron las mejillas.

Él adoraba a Aglae. Philippe lo sabía. Pero aun en el caso de que hermano y hermana se odiaran, su cuñado jamás tenía que haberle revelado aquello, jamás debió mostrarle la casita bajo la magnolia y aquel cuarterón de ojos azules y bizarra belleza vestido de domingo.

Era más de lo que Vincent podía soportar. Había vuelto a Bontemps en obstinado silencio. Por la noche, en la biblioteca de la plantación, meditó las promesas que había hecho ese mismo día. Anna Bella Monroe era suya, pero por Dios que esa relación terminaría con honor y dignidad en el mismo momento en que contrajera matrimonio, y mientras atizaba el fuego le hizo este juramento a una esposa sobre la que aún no había puesto los ojos, a una mujer que ni siquiera conocía. Una de sus condiciones, le diría a madame Elsie, era que la casa de Anna Bella no estuviera en esa calle, no quería tener que pasar por la Rue Ste. Anne.

—III—

C
uando Anna Bella le dijo a Marcel que no le importaba «ese hombre» no mentía, No se había permitido fijarse en él porque estaba convencida de que la vida que le ofrecía era inmoral.

No era ésta una convicción religiosa profunda, aunque Arma Bella era devota de la Virgen y le rezaba novenas especiales por cuenta propia. Ella podría haber vivido sin los sacramentos, y de hecho se estaba preparando para vivir sin ellos. La mañana de domingo que vio a Marcel no recibió la comunión, pero tuvo la inquebrantable certeza personal de que Dios seguía oyendo sus oraciones. Seguiría yendo a misa toda su vida, pasara lo que pasase, y encendería velas a los santos por todas las causas que pudiera imaginar.

Pero Anna Bella no había nacido en el seno de la Iglesia católica, y en momentos de auténtica angustia le parecía demasiado artificiosa y extraña. Era un lujo, como el encaje que había aprendido a hacer o el francés que había adquirido. Cuando recibió la oferta de Vincent Dazincourt tuvo el firme convencimiento de que el
placage
, aquella vieja alianza entre un blanco y una mujer de color, era una vida inmoral y nociva.

Era una vida que había estado viendo a su alrededor, con sus promesas, sus lujos, sus ataduras. Había visto mujeres altaneras y ostentosas de dudosa reputación, como Dolly Rase y su indómita madre, y mujeres orgullos as y constantes como Cecile Ste. Marie. Pero también había visto la inseguridad y la infelicidad que tales relaciones generaban. Nunca había imaginado vivir ella de aquel modo.

Para Anna Bella, por encima de la imagen de su infancia, brillaba la cálida luz de una época anterior, cuando su padre y su madre estaban con ella y disfrutaban de sencillas comidas en torno a la mesa y tranquilas conversaciones familiares junto al fuego de la cocina. Recordaba todavía algunos detalles que le producían un placer extraordinario: cortinas blancas y almidonadas, muñecas de trapo con vestidos de guinga y ojos brillantes. Su madre podía cogerla con un brazo y apoyársela en su cadera mientras con la otra mano tendía la ropa. Anna Bella no recordaba muy bien la muerte de su madre. La habían mandado fuera a jugar, y cuando volvió a la casa vio que habían quitado la sábana del colchón y supo que su madre se había marchado para siempre. No recordaba el funeral ni la tumba.

Las aristas de aquellos recuerdos estaban limadas. Ella había sido inocente en un mundo perfecto, de no haber muerto sus padres, Emma y Martin Monroe, estaba convencida de que ahora no le estarían arrancando esa inocencia.

Pero ella estaba en la ventana de la barbería cuando la bala alcanzó a su padre, y lo había visto caer en la calle con un borbotón de sangre en la cabeza. Él había salido con su bata blanca de barbero, diciéndole al cliente que estaba en la silla; «Espere un momento». Espere un momento. Anna Bella jamás olvidó esas palabras. Tenía la impresión, aunque seguramente no fue así, de que el viejo capitán se la llevó a Nueva Orleans esa misma noche y que se detuvieron en una taberna junto al camino donde ella se había puesto mala, con fiebre, y había estado llorando. Solo llevaba un vestido, con el que tuvo que dormir, y había olvidado su preciosa muñeca. No recordaba que nadie le hubiera dicho nunca que el viejo capitán era el padre de su padre, pero ella lo sabía, como sabía también que él tenía una familia blanca en aquellos parajes, de modo que no podía llevársela consigo.

Madame Elsie le dio ropa nueva y un espejo de plata y cuando lloraba la encerraba en la galería por la noche. Y la malvada Zurlina, la doncella de madame Elsie, le decía: «¡Cómete el pastel!», como si estuviera malo, cuando en realidad estaba bueno. Zurlina le ataba el cinto demasiado fuerte y le tiraba del pelo con el peine. «Mira qué labios, mira qué labios más gordos —decía sin aliento—, y esa nariz que tienes, que te ocupa toda la cara». Ella era una esclava mulata de rostro fino, que arrastraba a Anna Bella por el porche diciéndole: «No te ensucies el delantal, no toques nada, estate quieta».

Pero por la noche, en la cama, Anna Bella volvía las páginas de viejos libros y canturreaba los himnos en latín que había oído en la iglesia. Madame Elsie le dio una muñeca vestida de princesa a la que ella se dormía abrazada en su cama con colchón de plumas. El mundo era jabón aromático, vestidos almidonados. Madame Elsie aparecía junto a su cama en la oscuridad con una vela. «Ven a leerme, niña, ven a leerme», decía arañando el suelo con su bastón. Luego se dejaba caer en un lado de su gran cama, con la bata de franela y festones de encaje hundida sobre su pecho enjuto, tan agotada que al parecer no podía ni cubrirse el regazo con las mantas. «¿Ves esta niña? —le decía sosteniendo el retrato de una mujer blanca en un óvalo de porcelana—. Pues es mi hija, mi niña». Entonces suspiraba con un temblor de las aletas de la nariz y movía la trenza gris que le colgaba a la espalda. «Ven, niña». Metía a Anna Bella en la cama y se quedaban dormidas.

Los huéspedes blancos la cogían en brazos, le ponían monedas en la mano, le compraban caramelos en la ciudad. El viejo capitán subía las escaleras con gran estruendo gritando: «¿Cómo está mi pequeña?», y Zurlina susurraba criando le cepillaba los largos cabellos negros: «¡Mira qué boca de negra!».

Estaba siempre ocupada. Aprendía francés de los niños vecinos, incluso del presumido Marcel Ste. Marie siempre bien vestido para la misa del domingo. Marcel pasaba con expresión solemne para enterrar un pájaro muerto que había encontrado en el patio. También estudiaba con el señor Parkington, el borracho de Boston que no podía pagar sus facturas de otra forma. Claro que nunca estaba borracho por las mañanas. A ella le gustaba hacer encaje y le encantaba cuando venían madame Louisa y madame Colette y le enseñaban los patrones grabados en papel. En los abultados bolsos llevaban las agujas y el hilo.

Le leía poemas a madame Elsie y aprendía a caminar de un lado a otro del camarín con un libro en la cabera. Al profesor de Boston le dio un infarto en su cama.

Una tarde, después de terminar el encaje de un cuello, salió al jardín y se encontró con el presumido de Marcel, sentado en el escalón con las manos sobre las rodillas. Estaba observando el juego de pelota que se desarrollaba en la calle, y sus ojos azules llameaban bajo el ceño de sus cejas rubias. Cuando ella le preguntó, él dijo que alguien había hecho trampa sin que nadie se diera cuenta, y que él no pensaba «degradarse» otra vez con el juego. Ella entendió lo que le decía, aunque nunca había oído aquella palabra. Conocía perfectamente la maldad de los niños, nadie tenía que explicársela, «No juguéis con Anna Bella, no vamos a jugar con Anna Bella. ¡Anna Bellaaaa! ¿Dónde están tu padre y tu madre? Bueno, puede que esté con madame Elsie, pero no es la hija de madame Elsie».

—Entra —le dijo a Marcel—. Entra a hablar conmigo.

Él movió sus ojos azules. Era muy presumido, aunque ni la mitad que su hermana blanca. Pero lo cierto es que se levantó, se sacudió los pantalones y accedió a entrar. Ella le sirvió té como una dama inglesa y le escuchó sorprendida, con las manos en el regazo, mientras él hablaba de tesoros enterrados y de los piratas del mar Caribe.

—Yo sé mucho de esas cosas —dijo Marcel alzando las cejas—. He oído hablar de esos piratas, Solían tomar por asalto esta ciudad, por eso hay agujeros de bala en las paredes.

—Es curioso —respondió ella riendo—, es como lo que estaba leyendo en este libro. ¿Lo ves? —Lo cogió de la estantería—. A veces pienso que a mí me trajeron aquí los piratas, y que algún día volverán.

Más adelante se reirían de ello. ¡Marcel no sabía nada de los bucaneros! La escuchó estupefacto mientras ella pasaba las páginas de
Robinson Crusoe
, poniendo voces distintas para cada personaje. A veces gritaba.

—¡Toma, toma y toma! —exclamó Marcel, enseñándole cómo manejar la espada. Madame Elsie masculló algo desde la puerta, pero él había sido mortalmente herido en el corazón (superado en número por sus enemigos) y cayó muerto.

En los años siguientes ella le esperaba todos los días, y si a las cuatro y media no había llegado, dejaba a un lado el encaje para preguntar desconcertada: «¿Pero dónde está Marcel?». Él le llevaba dibujos, que coloreaban entre los dos, y le enseñaba a hacer cosas muy especiales con el lápiz: lograr que los pliegues parecieran real es, dibujar caras, dibujar patos. Marcel le leía los periódicos en francés, y una vez se escaparon para ver una ejecución en la Place d'Armes, tras lo cual quedaron los dos castigados en sus respectivas casas, pero él le envió una nota a través de su hermana Marie.

Anna Bella no podía decir con precisión cuándo había dejado de ser Marcel su amigo de esa época dorada y asexual que fue la infancia. Ella, como tantas otras chicas en aquel tórrido clima tropical, podía haber tenido hijos a los doce años. Anna Bella le amaba. Él atizaba una hoguera encendida en la calle y hablaba del fin del mundo con el resplandor de las llamas en sus ojos. En verano se quedaban juntos en el patio a oscuras mirando las estrellas.

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