La noche de todos los santos (46 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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Su rostro era todo afabilidad, ninguna amenaza asomaba en sus ojos azules. Pero Marcel notaba que Cecile tenía miedo. Su aspecto de primeras horas de la tarde había experimentado una agradable transformación. Vestía ahora un traje escotado con un collar de brillantes falsos y lucía un ligero toque de carmín en los labios. Le sacudió nerviosa el abrigo.


Mon Dieu
—volvió a decir—, vas a coger una pulmonía.

—Pues dale un poco de coñac —terció monsieur Philippe alegremente—. O has crecido o yo estoy hecho un viejo acabado. Ya sé que los adultos siempre dicen que los niños han crecido. ¡Pero es que has crecido!


Bonsoir
, monsieur. —Marcel le dedicó una breve reverencia.

Su padre se echó a reír.

—Coñac, coñac. ¿Dónde está Lisette? Soy de la opinión de que un poco de coñac perfecciona infinitamente a cualquier joven. Toma,
mon fil
, siéntate. —Y riendo ante su propia magnanimidad, levantó su copa.

Marcel le miró con cautela. ¿Dónde estaba la furia que esperaba? Si Cecile lo había arreglado todo, ¿por qué tenía miedo?

—Ahora dime dónde has estado —prosiguió monsieur Philippe, haciendo casi una parodia de interés paternal.

—Paseando, Monsieur —murmuró Marcel.

Monsieur Philippe encendió otro puro, inclinándose sobre una vela cercana. Luego se arrellanó en la silla y dio una calada. Tenía las mejillas rubicundas y estaba envuelto en ese olor a cuero y a caballos que siempre se mezclaba con el de su pomada y su colonia.

—Así que paseando en una noche como ésta, ¿eh? —Resolló y el aire olió de pronto a vino. Lisette había llenado la copa de Marcel y el muchacho, sin esperar permiso, bebió un trago.

El coñac le quemó la garganta y le escoció los ojos.

—Otra, otra. —Monsieur Philippe le hizo un gesto a Lisette—. Tu madre me ha dicho que has ido a la Ópera esta noche. No me digas que te ha gustado. —Se echó a reír, pero moviendo ligeramente la cabeza añadió—: ¡Pues debería haberte gustado! —Se le bajaron las comisuras de la boca, como si estuviera paladeando el vino con la lengua—. Espero que uno de estos días me llegue la factura de unos anteojos de esos tan delicados —dijo apretando los dedos—. Octagonales con montura de oro. Ésos te irían bien. —Asintió con la cabeza lanzando una carcajada—. Qué muchacho, qué muchacho. ¿Qué sabrá la gente? Pero, claro, ¿cómo decía aquella canción? —Ladeó la cabeza como si estuviera escuchando música y de pronto se puso a cantar. Marcel no conocía la canción, aunque sabía que era un aria. Monsieur Philippe afinaba a la perfección. Si la hubiera cantado cualquier otra persona del mundo, en cualquier otro momento, a Marcel le habría gustado muchísimo.

Pero ahora escuchaba aturdido. Tenía las botas empapadas y la camisa pegada al pecho. Se bebió el coñac y le hizo una seña a Lisette para que le sirviera más. Monsieur Philippe seguía cantando con voz fina y aguda, paseando la vista por el techo, sus pobladas cejas rubias brillando a la luz de las velas. La canción era en italiano probablemente, aunque Marcel no estaba seguro. Luego la melodía fue haciéndose más grave, más fuerte, más clara, hasta que por fin monsieur Philippe descargó un puñetazo al ritmo de la música haciendo estremecerse toda la porcelana de la habitación.

Cecile se echó a reír dando palmas.

—Ven aquí —dijo monsieur Philippe abriendo los brazos. La abrazó con fuerza y la sentó junto a él, de frente a Marcel—. Tengo un libro para ti, mi pequeño estudiante. ¿Dónde está ese libro? —Lisette se lo trajo del aparador y él se lo tiró a Marcel. Era un ejemplar muy bonito, antiguo, con letras doradas que se desvanecían en la cubierta de cuero. Al abrirlo Marcel descubrió que era una historia de la antigua Roma, ilustrada con espléndidos grabados, todos cubiertos con una fina lámina que tocó con reverencia.

—Gracias, Monsieur —susurró.

—Te voy a contar un secreto —le dijo su padre—, vas a ser la primera persona en leerlo, aunque tiene más de cincuenta años. Siempre me acuerdo de ti cuando veo libros —añadió con un guiño y poniendo en la palabra «libros» un énfasis especial—. El otro día vi un libro, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, una tontería increíble,
La anatomía de la melancolía
, sí, eso es. Lo encontré entre otros libros en un viejo baúl. Hubiera debido traértelo. Bueno, la próxima vez.

—Es usted muy generoso —dijo Marcel.

—Está estudiando con Christophe Mercier, el novelista de París, ¿se acuerda? —susurró Cecile mientras vertía más vino en la copa de monsieur Philippe.

—Ah, sí, sí, ese tipo vino en el mismo barco que mi cuñado. Le fue muy bien en París —dijo alzando las cejas—. ¿Cómo está su madre? ¿Todavía sigue representando a la loca Ofelia con todo ese… todo ese pelo? —Hizo un vago gesto en torno a la cabeza y luego se echó a reír como si aquello fuera el chiste del año.

—Está mejor —respondió Cecile con aire condescendiente—. Él es un buen profesor para los chicos, monsieur, un maestro excelente, todo el mundo lo alaba.

Monsieur Philippe asintió y se encogió de hombros. Luego se reclinó en el respaldo y cruzó los pies sobre la silla que tenía delante.

—Y os hablará de París, ¿no? ¡La Sorbona! —dijo con tono engolado—. La universidad, ¿eh? Bueno, pues dime una cosa: si es un sitio tan estupendo para ellos, ¿por qué siempre vuelven a casa?

Marcel sonrió, moviendo la cabeza y mascullando una frase respetuosa.

—¿Y tú? Supongo que estarás tan ansioso como todos por coger ese barco y dejar sola a tu pobre madre, ¿verdad?

—Es por mi culpa, monsieur —terció Cecile—. Le he hablado tanto de eso… Todos los chicos sueñan con ello, pero a lo mejor, si yo no hubiera hablado tanto…

De nuevo esbozó monsieur Philippe su magnánima sonrisa. Miraba a Marcel de arriba abajo, y el muchacho sentía la camisa fría en la espalda y el escozor del corte en la barbilla, aunque en aquel ambiente tan cargado de humo tal vez su padre no se percatara… Intentó permanecer tranquilo.

—Incluso empapado estás muy bien. —Monsieur Philippe asintió con aprobación—. Estás muy bien. Ahora vete a la cama y llévate el libro. Ah, y toma… —Se sacó del bolsillo un fajo de billetes—. Si tanto te gusta la ópera, toma, con esto conseguirás una buena localidad. —Marcel se sorprendió al ver tanto dinero.

—Es usted muy generoso, Monsieur —repitió.

—¿Le complace lo de la nueva escuela? —preguntó Cecile ansiosamente.

—Pues claro, ¿por qué no? Aunque no veo cuál era el problema con la otra. Ese joven Mercier, será sensato, ¿no? Supongo que no los convertirá en unos engreídos.

—De ninguna manera —le contestó ella—. Pero si Lermontant, el de la funeraria, tiene allí a su hijo… —añadió, escudriñándole el rostro.

Monsieur Philippe miraba a Marcel con una lánguida sonrisa. De pronto se echó a reír.

—¡Un estudiante, precisamente! ¿Sabes, Marcel? Una vez, cuando tenía catorce años, llegué a leer un libro de cabo a rabo. —Se rió de nuevo—. No me acuerdo de qué trataba. Fue la primera y la única vez que me he caído de un caballo, y me rompí el pie. Uno de estos días tendrás que contarme lo que piensas de Dickens, ese tipo inglés. Tengo una vieja tía de Baltimore que se trajo a ese tal Dickens en el baúl y al leerlo se puso a llorar…

Marcel no pudo evitar echarse a reír por primera vez. Tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse, y a pesar de todo no pudo mantener la cara seria y apartó la mirada.

—Conozco a ese Lermontant —dijo su padre, divagando—. Hace bien su trabajo, es cierto. —Asintió mirando a Cecile—. Y su hijo es un muchacho de aspecto impecable…

—Perdóneme un momentito, Monsieur —dijo Cecile, saliendo de la habitación detrás de Marcel.

Marcel hacía denodados esfuerzos por no echarse a reír de nuevo. Se sentía un poco mareado, deprimido y eufórico a la vez. En cuanto llegó a la puerta trasera se tapó la boca y estalló en risas.

—¡Pero qué te pasa! —siseó Cecile acercándose a él—. ¡Basta! ¡Basta ya!

—¡No se acuerda! —dijo Marcel, intentando no levantar la voz. Se moría de risa—. ¡Ni siquiera se acuerda de la nota!

Tardó un minuto entero en darse cuenta de que su madre estaba muy quieta. Sólo se movía para retorcerse las manos.

—No, seguro que no se acuerda —susurró Marcel—. O eso, o no la ha recibido.

—Sí que la recibió —dijo ella—. Me contaste que te lo había dicho el notario.

—Mamá, es estupendo. —Marcel se inclinó para besarla.

—¡No es estupendo! —exclamó ella. Se dio la vuelta, temerosa de que monsieur Philippe pudiera haberlos oído.

—¿Pero por qué no? —suspiró Marcel con cansancio. Después de tanto tiempo, se había suspendido la ejecución. Besó a Cecile—. A lo mejor piensa en ello mañana por la mañana.

—No. —Ella movió la cabeza—. Se le ha olvidado, si es que alguna vez le importó.

—No te preocupes.

—¡Cecee! —gritó monsieur Philippe desde el comedor. Marcel se echó la capa por la cabeza y echó a correr hacia el
garçonnière
.

Pocas horas más tarde se despertó furioso. Lisette lo estaba sacudiendo.

—¿Pero qué te pasa? —le preguntó—. ¿Es que no tienes bastante que hacer en la casa? Me acabo de dormir.

—Pues levántese —susurró ella—. Y mire ahí abajo.

—¿Que mire qué? —Marcel se puso la bata—. Enciende el fuego, por Dios, esto está más frío que una tumba.

—¡Mire ahí abajo! —insistió Lisette, empujándole.

Marcel se ató rápidamente la bata y la siguió malhumorado hasta la puerta.

Había dejado de llover y la mañana era gris y fría. Marcel se acercó a la barandilla, con las manos en los bolsillos.

Anna Bella le miraba desde las losas mojadas.

—V—

L
a primera impresión fue la de que no era su cara. Estaba cerca de la cisterna y ofrecía una imagen inverosímil, inmóvil bajo las empapadas hojas de los plátanos, con su traje azul marino y la capa a juego, según parecía bajo la niebla que envolvía el jardín.

Sólo una vez en su vida había visto Marcel un rostro tan alterado: la mañana que murió Françoise, la hermana de Richard. Había visto a Richard en misa, y su rostro estaba tan extraordinariamente transformado que daba miedo. Era como si un ser sobrenatural se hubiera introducido en el cuerpo y la ropa de Richard. Marcel no lo había olvidado jamás. Ahora, al mirar a aquella joven que aferraba el mango de su paraguas con manos enguantadas de blanco, el recuerdo le asaltó vivamente y sintió además un enorme amor por ella, un gran instinto de protección. Tenía que saber cuanto antes el motivo de aquella aparición.

—Dile que voy enseguida, corre… Que ya bajo —le dijo a Lisette, volviendo a toda prisa a su cuarto.

—¡Que baja! ¿Dónde la voy a meter si usted baja? —Preguntó Lisette—. ¡Vístase para que pueda subir ella! Además, ¿qué está haciendo aquí a estas horas? ¡
Michie
Philippe está durmiendo abajo! ¿Qué va a pensar su madre si la ve ahí fuera?

—Muy bien, muy bien —accedió Marcel mientras se vestía atropelladamente y Lisette encendía el fuego.

Anna Bella se quitó la capa en cuanto entró en la habitación sin esperar ayuda de nadie, y la dejó con cuidado en el respaldo de una silla. Luego se sentó delante de la mesa, aunque él le había indicado un sillón más cómodo junto a la chimenea. Cuando le ofreció una taza de café, ella se limitó a mover la cabeza.

Pero Lisette, que había vuelto con un puchero lleno de leche caliente, insistió y le dejó una taza a su lado.

—¿Me quieres dejar a solas con él, por favor? —pidió Anna Bella. Lisette se la quedó mirando un momento, con manifiesta sorpresa, antes de marcharse.

La habitación empezaba a caldearse. Anna Bella se quitó los guantes con mucho cuidado y tendió sus manos pequeñas hacia el fuego.

—¿Qué ha pasado? —comenzó Marcel.

El rostro de Anna Bella se había relajado ligeramente.

—Pensaba que eras mi amigo, Marcel —dijo ella con voz tranquila, sin dramatismos—. Pensaba que seríamos amigos toda la vida.

Marcel sintió un nudo en la garganta y tuvo la sensación de que si intentaba hablar no saldría ningún sonido.

—Somos amigos —declaró con un hilo de voz—. Siempre seremos amigos.

—Eso es una tontería, y tú lo sabes.

—Anna Bella, ¿has olvidado lo que pasó anoche cuando entré en el palco?

—¡No me vengas con ésas, Marcel! —Le miró ceñuda, mordiéndose el labio—. Esto no tiene nada que ver con madame Elsie. Tú no tienes miedo de madame Elsie. Podías haber venido a verme mil veces, cuando está cenando, cuando está durmiendo…

—¡Durmiendo, durmiendo! —Marcel notaba que se estaba sonrojando. La voz todavía le temblaba—. Y que volviera a pasar lo que pasó esa noche en casa de Christophe…

Anna Bella quiso responder, pero se le quebró la voz. Volvió la cara, esforzándose por dominarse, y se tapó los ojos con la mano. Le temblaba la barbilla.

—Anna Bella, no podemos vernos más —dijo él desesperado—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Las cosas han sucedido así, Anna Bella! —Tenía miedo de estallar en sollozos si ella se echaba a llorar—. ¿Qué quieres de mí, Anna Bella? ¡Qué puedo hacer!

—¡Háblame, Marcel! —estalló ella, con las pestañas llenas de lágrimas—. Podrías interesarte por mí, por lo que me pasa. ¡Soy tu amiga!

—Y me intereso por ti, ¿pero qué puedo hacer? No sabes lo que me estás pidiendo… Tú ya eres una mujer, ni siquiera deberías estar aquí conmigo a solas. Tienes que tener una dama de compañía, te tienen que vigilar a todas horas…

—¡No! —Sus pestañas retenían las lágrimas, que luego le surcaban las mejillas—. No me digas esas cosas. No me las creo, no me creo que lo que había entre tú y yo ha desaparecido así, sin más. Marcel, mírame. Antes nos interesábamos el uno por el otro, como hermanos, y ahora intentas decirme que… que… —Tendió las manos y se miró con gesto desvalido las faldas, los pechos—. ¿Estás intentando decirme que todo ha desaparecido porque somos adultos? ¡No me lo puedo creer! Si esto es ser adulta, yo no lo quiero ser nunca. ¡Quiero seguir siendo niña toda mi vida! —Se tapó de nuevo los ojos. Apoyó la cabeza en la mano, sacudida por ahogados sollozos—. ¿No te acuerdas de lo que había entre tú y yo? —Preguntó con voz débil, suplicante. Alzó la vista hacia él con la cabeza aún inclinada—. Estuviste conmigo la noche que murió Jean Jacques, ¿no te acuerdas? Siempre estábamos juntos… —Su voz se desvaneció.

Marcel la miraba a través de un velo de lágrimas. Era terrible verla llorar, oírla, contemplar cómo se entregaba al llanto, completamente indefensa. Ya lo había visto antes, pero nunca por algo tan importante, y nunca por algo que no pudieran compartir. Anna Bella no había exagerado. De hecho, ni siquiera había tocado el fondo del asunto: que los dos se comprendían, que se conocían como muy pocas personas se llegan a conocer en este mundo. Marcel no tenía manera de decirle lo mucho que la había echado de menos, y no sólo a ella: también añoraba a la persona que era él a su lado.

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