Juliet estaba en el umbral de su habitación con la lámpara en la mano cuando él apareció. Tenía abierto el salto de cama y se vislumbraba debajo su larga pierna desnuda.
—
Cher
—susurró sorprendida. Bajó la lámpara, que arrojó una luz oscilante sobre su rostro, y sonrió. Era una locura. Él no tenía derecho a estar allí, estaba loco. Y ella era de una belleza estremecedora, con el pelo suelto y la luz sobre los hombros, el salto de cama deslizándose sobre las oscuras sombras de sus pezones bajo la seda. Christophe haría una entrada espectacular en el momento perfecto y le asesinaría, ¿cuál sería su excusa? ¿Que había visto a su amante, aquel rico plantador negro, bajando la escalera? Pero mientras le bullía la mente el salto de cama se abrió y Marcel vio que iba completamente desnuda, vio el oscuro montículo de vello entre sus piernas. Juliet había ido retrocediendo hasta entrar en el dormitorio, restaurado como las demás habitaciones de la casa. Marcel no había vuelto a entrar después de la primera tragedia. La sala, convertida en un saloncito de señora, enloqueció aún más su ciega pasión. Un blando colchón descansaba en una cama majestuosa, con el baldaquín con guirnaldas de flores. En el espejo sobre el tocador de mármol se veía la imagen de ella, el pelo cayéndole en ondas hasta la curva de sus caderas, que se movían bajo la fina tela floreada en la que miles de pájaros del paraíso relumbraban a la luz.
—Por fin —murmuró Juliet.
Él miró furioso la mesa con el vino en la cubitera de plata y los vasos todavía en su sitio.
—Así que hace falta otro hombre para que te enfurezcas lo suficiente, ¿eh? —rió ella suavemente—. ¿Hmm? Hace falta otro hombre para que vengas a mí.
Marcel notaba la agitación de su pecho y sabía que su propio aliento delataba lo que aún podía haber seguido oculto bajo su ropa.
—¿Y si te dijera que no he permitido que me toque? —susurró Juliet, temblando de risa. Señaló con un gesto la cama. El cobertor estaba sin tocar, las almohadas en su sitio. Sus ropas yacían amontonadas sobre el biombo—. Y si te dijera que a ti te permitiría tocarme —sonrió—, ¿qué pensarías entonces? ¿Seguirías enfadado? —Retrocedió hacia el lecho, con el salto de cama totalmente abierto. La tersa redondez de su vientre brillaba sobre el montículo de vello oscuro. La luz oscilaba tras los pilares tallados de la cama. Cuando Juliet tendió la mano para apartar el cobertor, el salto de cama se le deslizó por los hombros y cayó sobre sus brazos.
Marcel había perdido la capacidad de razonar. Se acercó a ella, le quitó la lámpara y apagó la llama de un soplo. Cerró los ojos, y cuando los abrió de nuevo ella se materializó en la oscuridad ofreciéndole con sus propias manos sus pechos altos y firmes.
La poseía otra vez, la poseía otra vez, estaba respirando junto a su cuello, sabía que iba a suceder, que nada podría impedirlo, fuera cual fuese el precio. No era una amarga fantasía en su estrecha cama. Estaba sucediendo. Iba despojándose de la ropa, se metía junto a ella bajó las sábanas, se hundía en la voluptuosa suavidad de las almohadas de plumas mientras ella se apartaba, como jugando. No permitiría que terminara demasiado pronto. Lo saborearía como si tuviera que durarle un año, como si tuviera que durarle toda la vida. Christophe era un desconocido, el mundo entero le daba igual.
—
Je t'adore, je t'adore
—susurró, cogiéndole la cara mientras le acariciaba los pechos con gestos rápidos, frenéticos, y se inclinaba para besarle los labios.
Oyó su risa grave, enloquecedora, y de pronto ella le abofeteó muy suavemente la mejilla. Le empujó en el hombro, le pasó la mano por el pelo, arqueó la espalda, incorporándose, y le atrapó la oreja entre los dientes.
—Podría matarte —le susurró él—. Te he estado deseando cada segundo. Por ti mataría, mataría a ese hombre.
—No lo hagas. —Juliet lo atrajo hacia sí y dejó que le besara el cuello y los hombros—. Ven a mí, ven a mí. —Le abofeteó de nuevo, le empujó, y él, avivada su agresividad, le cogió con una mano las muñecas por encima de la cabeza. Juliet reía, se retorcía, las piernas entre sus piernas, el húmedo montículo de vello contra su muslo. Marcel bajó la mano tímidamente y la tocó allí. Cerró los ojos y contuvo el aliento al sentir la dulce y cálida humedad. No podría soportarlo, no podría, no podría prolongarlo. Embistió con fuerza para penetrarla, la oyó soltar un espantoso gemido inhumano y sintió cómo se estremecía mientras él subía de nuevo al cielo.
Cuando abrió los ojos ella estaba apoyada en un codo, recortada contra la luz gris que entraba por la ventana de modo que no se le veía la cara. Juliet le pasó el dedo por la mejilla, le besó, abriéndole los labios con la lengua. Él estaba demasiado cansado para moverse. Le dijo de nuevo que la adoraba, pero ella no quería oírle hablar. Quería empezar. Él quiso decir que no podía, que se había acabado, ¿qué estaba haciendo? Pero sintió que su pasión crecía, despacio, dulce y a la vez brutal. Se incorporó y la apartó suavemente. Ahora era distinto, más sensual, más lento, aunque el éxtasis era el mismo.
—Juliet, Juliet —le suspiró en el cuello—. Di que me amas, di que eres mi esclava.
—Mi hermoso, mi adorable Marcel. Hazme tu esclava si quieres que lo sea. —Se estrechó contra él, hundiendo la rodilla en su pierna—. ¡Hazme tu esclava! —Apretó los dientes y él la poseyó de nuevo, con más fuerza, con más violencia.
Por fin se quedó dormida, con el pelo esparcido sobre la almohada. Marcel no veía en absoluto la mujer que había en ella. Tenía casi la edad de su propia madre, pero bajo el resplandor que entraba por la ventana parecía una niña. Su piel, tan dulce y flexible, emanaba un aroma de almizcle. Marcel se acercó a la ventana a contemplar la lluvia. Le conmovía estar en aquella cálida habitación con ella, sosegado tras el amor, casi adormecido, mientras la lluvia se precipitaba por los desagües del tejado, caía con un gorgoteo en la cisterna o crepitaba en el enlosado del patio. Se puso las botas con la camisa todavía desabrochada y el abrigo abierto y atizó las ascuas de la chimenea. Estaban apagadas. Abajo se oyó un portazo.
Luego se cerró otra puerta y se descorrió un pestillo.
—¡Mamá! —llegó el alarmado susurro desde las escaleras.
Marcel se quedó inmóvil, todavía con el atizador en la mano. Juliet se incorporó sobre los codos con un grito.
—Vete, Chris, tu madre no está sola. —Volvió a caer en la cama, como dormida. Christophe, ya en la puerta, vio la figura que la lóbrega luz recortaba contra la chimenea.
—¡Hijo de puta! —exclamó, lanzándose directamente hacia él.
—¡Christophe! —gritó Juliet. Pero él ya había cogido a Marcel por los hombros para arrojarlo contra la pared. Lanzó un puñetazo que Marcel esquivó, aunque al querer darse la vuelta se vio atrapado por sus fuertes manos. Juliet se levantó, con el salto de cama aleteando abierto a su alrededor, y cogió a su hijo por el cuello.
—¡Suéltalo! ¡Suéltalo! —gritaba, abofeteándole una y otra vez con las dos manos—. ¿Te crees que eres mi dueño? —gruñó, cogiéndole del pelo, con los dientes apretados y la voz furiosa. Hablaba patuá, lengua que Marcel no comprendía del todo.
—Basta, basta —suplicó Marcel al ver que ella volvía a abofetear a su hijo.
Christophe se apartó por fin de ella, aturdido, tambaleándose, con la cabeza entre las manos.
Pareció que todo había acabado. Todos se miraban en la oscuridad, sin aliento. Pero entonces Christophe bajó las manos despacio y se lanzó contra Juliet, que aguardaba insegura, con la guardia baja. Le dio tal golpe con el dorso de la mano que la arrojó contra la cama. Juliet se puso a gritar. Marcel intentó detener a Christophe, pero él ya le había dado otro golpe. Juliet cayó de rodillas.
—¡No, Chris, por Dios! —exclamó Marcel, golpeándole el pecho con el brazo—. ¡Pégame a mí, no a ella!
Christophe lo tiró al suelo de un golpe.
Marcel nunca se había desmayado hasta entonces, no tenía ni idea de lo que era. Sólo supo que estaba sentado contra la pared y le pareció que había pasado mucho tiempo, que debía de estar en otro momento y en otro lugar. Pero seguía estando allí y nada había cambiado, excepto que Juliet amenazaba con arrojarle a Christophe una lámpara si él se acercaba un paso más. Christophe se había dejado caer tembloroso en una silla.
—Muy bien —dijo Christophe en voz baja. Marcel intentaba levantarse, agarrándose a la repisa de la chimenea, pero las piernas se negaban a sostener su peso—. Acuéstate con ellos si quieres. Puedes acostarte con todos.
—No los quiero a todos —replicó Juliet desde la cama.
—¿Por qué no los invitas a subir después de las clases? ¿Por qué no los invitas al mediodía? —Se frotaba la frente con las manos.
—He sido yo —musitó Marcel—. He sido yo. —Intentó permanecer erguido—. Soy el único culpable, Christophe. —Se dio cuenta de que Juliet estaba llorando.
—Me has pegado a mí, a tu propia madre —gimió ella con la voz entrecortada por los sollozos.
—Madre, madre —dijo Christophe.
—Querían que te matara antes de que nacieras, tú lo sabes, querían que te matara cuando estabas en mi cuerpo, y yo dije que no.
—Bueno, eso es lo que pasa en los burdeles, ¿no? —Christophe se volvió hacia ella y se levantó haciendo tambalearse la silla.
—Christophe, si intentas golpearla otra vez —intervino Marcel—, te mataré, te lo juro. Tengo en la mano el atizador. —Aunque no lo tenía, ni siquiera sabía dónde estaba. Se le había caído cuando Christophe se lanzó contra él. Aun así se mostró firme, como si él mismo fuera un arma infalible.
—¡No soy yo la que te importa! Yo no te importo —susurró Juliet sin dejar de llorar—. ¿Por qué no le dices la verdad, en lugar de insultarme? ¡Tú y tu amigo inglés! —exclamó con desdén—. ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no tengo cerebro?
—Como te atrevas… —dijo Christophe, moviendo la cabeza y con los puños apretados—. Si dices una sola palabra más…
—Christophe, por favor —terció Marcel.
—Explícale por qué estás tan furioso, explícale la auténtica razón —dijo ella, provocándole.
—Te juro que si te atreves a decir una palabra más te mataré.
Durante unos instantes largos y tensos, madre e hijo se miraron en silencio. Entonces Christophe se dio la vuelta y salió de la habitación. Marcel lo siguió hasta llegar a la escalera, y desde allí lo vio desaparecer en la oscuridad del pasillo y oyó cerrarse el pestillo de su puerta. Se quería morir.
Bajó los escalones, sabiendo que Juliet iba detrás, y cuando fue a abrir la puerta principal sintió el cuerpo de ella contra el suyo.
—Vuelve a tu habitación —le dijo—, y cierra la puerta ahora que Christophe está tranquilo.
—No me hará daño —contestó ella en voz baja—. Me ha hecho un moratón en la cara, ¿y qué? —suspiró—. Está celoso.
—Te quiere, es tu hijo. Piensa lo que pensaría cualquier hijo. —Bajó la cabeza. No podía expresarlo con palabras: que el mundo pensaba que ella no tenía derecho a estar con un muchacho de su edad, que él, siendo un niño, no tenía derecho a estar con ella, que podía arruinar todo lo que Christophe había construido, que monsieur Dumanoir, con su pelo cano, tenía ciertos derechos, pero él no.
No tenía ningún derecho a estar con Anna Bella, no tenía derecho a estar con Juliet. ¡No tenía derecho a estar con nadie!
—De eso nada —respondió ella con voz grave—. Tú no lo conoces.
—Yo sé que te quiere.
—Sí, ya, me quiere. Mañana estará bien, te lo prometo. Pásate por aquí.
La lluvia inundaba la Rue Dauphine cuando Marcel salió. Se detuvo bajo el gran alero de la puerta para componerse la ropa, anudarse la corbata, abrocharse la camisa y ajustarse bien la capa sobre los hombres. Al ser una noche especial, su madre podría estar aguardándole despierta. Marcel esperaba no tener marcas en la cara, aunque al tocarse la barbilla notó la humedad de la sangre. ¡Maravilloso! Y en ese momento se manifestaron todos los dolores de su cuerpo, como si hubieran estado esperando una señal para hacer su aparición. Le dolía la nuca y los hombros. Al salir bajo la lluvia, aturdido, estuvo a punto de caerse. Lo único que deseaba en el mundo era morir o desplomarse en su cama.
Casi resultaba agradable caminar bajo el aguacero. La lluvia le martilleaba en la cabeza. Marcel alzó la cara hacia el cielo oscuro. El agua le empapaba, se le metía por el cuello, le golpeaba en las manos extendidas. Un frío helado lo envolvió. Entornó los ojos y la calle se volvió brumosa.
Caminaba ciegamente hacia la puerta de su casa cuando vio un destello de luz entre los árboles. El salón estaba profusamente iluminado, al igual que las habitaciones de su madre.
—Dios Santo —susurró—, que se acabe todo esto, que consiga contestar a sus preguntas y llegar a la cama.
—¡
Mon Dieu
, Marcel! —gritó ella al verle.
Marcel se quitó la capa, y cuando por fin se dio la vuelta hacia su madre sintió que la sangre le manaba de la cara.
—¿Dónde demonios has estado,
mon fils
? —se oyó la voz de monsieur Philippe.
E
staba sentado a la mesa, bebiendo vino, con el pie en una silla y la capa negra suelta sobre los hombros, como si tuviera frío. A través del humo del puro sus ojos azules aparecían con un brillo insólito, y aunque tenía ya un toque gris en las sienes, su pelo era tan rubio como siempre, espeso, un poco largo y húmedo en la frente. Estaba borracho.
Marcel apretó los dientes, tragándose los juramentos más obscenos que conocía. ¿Qué demonios estaba haciendo allí aquel hombre? Era la noche de apertura de la temporada de ópera. ¿Por qué diablos no estaba bailando en el hotel St. Louis? Seguramente su familia se encontraba en la ciudad, siempre acudía a la ciudad, ¿no? Pero entonces Cecile cayó sobre él, y Marcel quedó atrapado bajo una auténtica avalancha de toallas, sacudido hasta casi quedar insensible. Se enjugó en silencio la cara.
—Tu preciosa hermana lleva horas en casa —dijo monsieur Philippe con tono bastante agradable. Se estiró, con un crujido de la silla, y se cogió las manos detrás de la cabeza.
La habitación estaba impregnada de tabaco y de algo más, tal vez el olor de ramas de cedro arrojadas al fuego. En la mesa había regalos, como siempre: dulces, mermeladas y un pequeño secreter.
—Ven aquí, que te vea —dijo monsieur Philippe, haciendo un gesto lánguido con la mano derecha—. Ven aquí.