La noche de todos los santos (66 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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—Tienes razón —repitió convencido—. Conseguiré que le dé la libertad.

Una suave brisa entraba por la puerta abierta. Anna Bella movía lánguidamente el abanico. El brumoso resplandor de las luces más allá de la puerta proyectaba un suave halo en su cabello.

—Me gustaría saber… —dijo Marcel por fin—. ¿Cómo te van las cosas? —Lo preguntó preocupado, como si se estuviera aventurando en aguas demasiado profundas. Le había resultado fácil hablar de Lisette, dejar que Lisette los uniera, pero ahora…

—Bueno, ya lo estás viendo, ¿no? —sonrió ella, aunque todavía no era demasiado evidente su embarazo, y cubierta como estaba con el chal blanco nadie lo hubiera imaginado.

¿Qué era lo que había cambiado en ella? Marcel no podía explicarlo. ¿Que tenía la voz de mujer? ¿Pero no había sido siempre así? Y la seguridad en su actitud, en su modo de hablar… De pronto le pareció que nunca habían estado tan cerca.

—No, ya sabes a qué me refiero, Anna Bella. —Escudriñó la penumbra para ver su expresión.

—Es un buen hombre, Marcel. Más que eso —dijo ella con voz apasionada—. Lo mío no ha sido suerte, ha sido una bendición.

Marcel no contestó. Le sorprendía descubrir que no era aquélla la respuesta que deseaba oír. Qué quería —pensó disgustado—, ¿que Anna Bella fuera desgraciada?

—Me alegro —dijo por fin, aunque las palabras se le quedaron atascadas en la garganta—. Claro que es lo que he oído por todas partes. No sé qué habría hecho de haber oído otra cosa. —¿Por qué no era verdad lo que decía, después de haber vivido el año más largo y más pleno de su vida? Se preguntó si aquellos perspicaces ojos podrían ver la mentira en la oscuridad—. ¿Qué tipo de hombre es? —preguntó secamente.

—No puedo describírtelo en pocas palabras. No sabría por dónde empezar. Es un hombre que vive para su trabajo, Marcel. La plantación es su vida. Nunca hubiera imaginado que hay tantas cosas que estudiar sobre el cultivo de la caña de azúcar, no te imaginas la cantidad de libros y cartas que lee sobre el tema, sobre cómo cultivarla, cómo cortarla, cómo refinarla, cómo distribuirla…

»A veces pienso que todos los hombres trabajadores tienen algo en común, ya sean caballeros, obreros o artesanos como el viejo Jean Jacques. Me refiero a que son hombres que aman lo que hacen, para los que su trabajo es algo emocionante, algo casi mágico en sus vidas. ¿Te acuerdas cuando ibas a ver a Jean Jacques en su taller, con sus formones y sus herramientas?

Marcel asintió. El tiempo no lo borraría jamás.

—Recuerdo cuando mi padre trabajaba con los libros de cuentas —prosiguió ella—, calculando cómo pagar la barbería y la pequeña granja que teníamos fuera de la ciudad. Mi padre tenía dos propiedades cuando murió, y era un hombre joven. Amaba su trabajo, ¿comprendes? Supongo que es como cuando tú estudias o cuando estás en las clases de
michie
Christophe. Todo el mundo dice que eres su mejor alumno y que ese tal Augustin Dumanoir de St. Landry Parish está decidido a superarte. ¿Es cierto eso? ¿Es verdad que siempre está intentando hacerlo mejor que tú y que nunca lo consigue?

—En este momento es Richard quien lo está habiendo mejor —sonrió Marcel—. Es Richard el que está consiguiendo la meta que de verdad desea.

—También me he enterado.

—¿Pero qué decías sobre ese hombre y tu padre?

—Sólo que cuando lo veo trabajar me recuerda a mi padre. Claro que yo nunca se lo diría a
michie
Vincent. —Anna Bella se echó a reír con cierta timidez—. Lo que quiero decir es que es muy trabajador, que tiene puestas sus esperanzas y sus sueños en Bontemps. Bontemps lo es todo para él y él se está ganando todo lo que da la tierra, se entrega a fondo. Cada vez que viene a la ciudad tiene que ir a ver a sus abogados, llena la mesa de mapas, escribe en su diario, hace planes. En este momento toda la plantación está trabajando para reunir la madera necesaria para moler el azúcar en otoño. Tienen que sacarla pronto de los pantanos porque necesita tiempo para secarse. Últimamente se pasa la vida a caballo. Nunca me imaginé que una plantación fuera tan compleja. Claro que nunca he pensado mucho en las grandes plantaciones.
Michie
Vincent dice que es una industria, que necesita una entrega total.

Anna Bella se lo quedó mirando.

—Pero todo esto no te interesa. Seguro que llevas años oyendo hablar de Bontemps y ya debes de estar aburrido.

—¿Mapas? —preguntó Marcel—. ¿Abogados?

—Yo no entiendo nada de todo eso. Nunca me explica las cuestiones complicadas. ¿Pero sabes una cosa? Le gusta oírme leer en inglés, como a ti. A mí me encanta, y he leído hasta casi quedarme ciega. Ahora uso gafas. A Zurlina le parecen muy feas, pero a él le gustan, y a mí también. Dice que a las mujeres les sientan bien las gafas, que le encantan. ¿Te imaginas?

Anna Bella se sacó del corpiño unas diminutas gafas redondas como monedas, con una cadena de plata y montura ligera y flexible. Se las puso sobre la nariz y al instante llamearon como espejos.

Marcel sonrió.

—Claro que sólo las llevo cuando voy a leer —dijo Anna Bella—. Le he estado leyendo al señor Edgar Allan Poe. Algunos de sus cuentos me producen verdadero terror.

—¿Eran mapas de la plantación? —preguntó Marcel pensativo.

—Eso creo. Tenían que serlo. Eran mapas enormes donde aparecía todo el terreno, la refinería, los campos. Seguro que eran mapas de Bontemps. ¿Por qué?

—No sé. Yo nunca he visto un mapa de Bontemps. Es curioso…

—¿Es curioso?

—Tú y yo… y Bontemps —murmuró Marcel.

Anna Bella suspiró, y se metió las gafas en el corpiño.

—Y tú sueñas con el día en que puedas coger el barco hacia Francia.

—Más que nunca —contestó él—. Más que nunca.

Cuando se levantó para marcharse ya era tarde. Al encender la vela, Anna Bella quedó sorprendida al ver la hora. La casa se había sumido en el mismo silencio que envolvía toda la vecindad. Anna Bella pensó que Zurlina se habría acostado en señal de despecho.

—Anna Bella… —Marcel no la miraba. Tenía la vista perdida más allá de la puerta—. Me gustaría volver…

—Es curioso que lo digas —contestó ella. Pero no añadió más. Marcel inclinó la cabeza, y estaba a punto de marcharse cuando ella le tocó el brazo—.
Michie
Vince viene los viernes, tarde por lo general, pero si no está aquí el viernes normalmente es que no viene.

—Será por las tardes.

Marcel la miraba. La vela a sus espaldas proyectaba una guirnalda de luz en torno a su cabeza. Tenía los ojos bajos. Marcel deseaba decirle muchas cosas, pero Sobre todo una: que la frustrante pasión que había sentido por ella un año atrás la tenía ahora bajo control. Que de no haber sido por Juliet y
michie
Vince, no hubieran podido estar juntos en aquella habitación, no hubieran podido hablar. Pero lo que habían logrado esa noche era algo frágil. Marcel lo sabía y no quería empañarlo.

—¿Quieres que vuelva? —preguntó.

—Quiero que sea como antes —dijo ella con la cabeza ladeada y sin mirarle. Se llevó la mano a la sien como para escuchar sus propios pensamientos—. Como cuando éramos niños. —Alzó la vista—. Como esta noche.

—Ya lo sé. —Marcel se volvió, un poco enfadado—. No tenías que haberlo dicho.

—Pensé que si no lo decía, si no te lo hacía saber, no volverías.

Marcel se relajó de inmediato.

—Volveré —dijo. Pensó que tal vez podía besarla entonces, con dulzura, como besaría a Marie. Pero al darse cuenta de que tenían la luz a la espalda y que estaban en la puerta abierta de la casa, se besó la punta de los dedos, exactamente como había hecho aquella noche en la Ópera, le rozó el hombro con ellos y se marchó.

Mientras se alejaba le fue invadiendo una fuerte sensación. Aceleró el paso a medida que se acercaba a la Rue Ste. Anne. Ojalá pudiera despertar a Christophe. Tenía noticias urgentes para él. A partir de ahora estudiaría las veinticuatro horas del día y acudiría a todas las clases particulares que Christophe pudiera darle. En cuanto Christophe le dijera que estaba preparado para aprobar los exámenes de la Ecole Nórmale, insistiría en marcharse a París de inmediato.

Poco a poco, a medida que se acercaba a la casa de los Mercier, la dulzura de la larga tarde con Anna Bella, el inmenso consuelo que le había supuesto, se entreveró con algo más amargo que tenía su razón de ser en las tareas que tenía por delante, en las cargas de las que no se podía desprender. «¿Y Marie? —le decía la voz sombría de la razón—. ¿Te marcharás antes de que se case, antes de que Rudolphe le permita a Richard pedir su mano? ¿Y Cecile? ¿Se quedará completamente sola?».

Aquello siempre había sido una simple cuestión de tiempo, y Marcel nunca había sentido tanta necesidad de que ese tiempo concluyera. ¿Qué le importaba a monsieur Philippe que se marchara un año antes? ¿Y no podía Marie decirle ya que sí a Richard, si Rudolphe permitía que se hiciera la petición de mano? Al pensar en Marie le invadió una dulce paz. Era la única persona del mundo que parecía no haber sido mancillada por la sordidez que lo rodeaba, la única ajena a las complicaciones que tanto dolor de cabeza le daban.

Hasta que estaba ya en las escaleras de la casa de los Mercier, subiendo hacia la habitación de Christophe, no volvió a acordarse de los abogados y los mapas. Así que Dazincourt, «el joven cachorro», le estaba dando problemas a monsieur Philippe. ¿No habría incluso una lucha encarnizada en torno a herencias y líneas de descendencia? La irritación que Marcel sentía hacia su padre era tan profunda que se negaba a admitir la más mínima simpatía hacia él. Además, nada de eso le importaría en cuanto estuviera al otro lado del mar. Sí, conseguiría la libertad de Lisette y luego se marcharía. ¡Se marcharía!

Anna Bella cerró las contraventanas y se fue a su dormitorio. Rezó para que Zurlina se hubiera acostado ya —aunque no debería haberlo hecho—, porque no deseaba oír sus sempiternos comentarios hostiles. Dejó la vela en la cómoda y cuando la llama se estabilizó y la luz se extendió por la sala, Anna Bella lanzó un chillido. Había un hombre sentado en la cama con las piernas cruzadas y el resplandor rojo de un cigarro en la mano.

—¡
Michie Vince
!

Anna Bella levantó la vela y vio su rostro inmóvil, relativamente sereno. Estaba en mangas de camisa. Su abrigo yacía doblado a los pies de la cama.


Michie
Vince… Si hubiera sabido que…

—Ya lo sé,
chère
. No pasa nada.

—Pensé que si ya no venía a cenar… Bueno, no tenía ni idea de que…

—No pasa nada, Anna Bella.

Ella se dejó caer en la silla junto al tocador y se echó a llorar tapándose la cara, inconsolable. Él se acercó a cogerla por los brazos.

—Vamos, Anna Bella. Podía haber mandado a Zurlina, pero preferí no hacerlo. Venga, no llores. —La abrazó con fuerza—. He hecho un viaje muy largo.

Aquello no hizo más que acrecentar su llanto. Vincent la llevó la cama, la besó, le acarició el pelo. Ella le echó los brazos al cuello.

—Le amo,
michie
Vince —le dijo—. ¡Le amo! ¡Le amo! ¡Le amo!

—¿Entonces por qué lloras? —susurró él—. Dime,
ma belle
Anna Bella.

Las lágrimas se convirtieron en un torrente imparable. Anna Bella, aferrada a él, no hacía más que repetir su declaración de amor.

Ya amanecía cuando Marcel llegó a su casa. Se había quedado dormido, no en la habitación de Juliet sino en la alfombra de Christophe, delante de la chimenea. Estuvieron hablando hasta tarde y bebiendo vino, para descubrir que se habían quedado dormidos con la ropa puesta. El ambiente era sofocante en la habitación. Marcel se marchó sin despertar a Christophe y bajó a la calle soñoliento, en busca de su propia cama.

Pero la ciudad ya estaba en pie, Las
vendeuses
iban al mercado desde las granjas de las afueras y las lámparas estaban encendidas en la habitación de Cecile. Bueno, si no tenía tiempo para dormir antes de clase, por lo menos se echaría un poco de agua en la cara y se lavaría los brazos y el pecho. Y pensaba estudiar las veinticuatro horas del día… ¡Menudo comienzo! Lisette seguía durmiendo la borrachera en su habitación. Tenía que despertarla, hablar con ella. De pronto Marcel sintió un escalofrío: ¿y si se había escapado?

Subió a la carrera las escaleras del
garçonnière
, ardiendo en deseos de quitarse la ropa sucia y arrugada.

Pero en cuanto se descalzó oyó unos bruscos golpes en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó colérico, mientras se desabrochaba la camisa.

—¡Lisette! ¿Quién van a ser? —La puerta se abrió de golpe.

Lisette, vestida de calicó limpio con un delantal impecable, planchado y almidonado, irrumpió en la habitación. Llevaba en la bandeja un café humeante y un desayuno especial, como los que solía prepararle cuando Marcel se había portado bien con ella: lonchas de tocino, huevos hechos a la perfección, maíz con mantequilla fundida y pan caliente. Marcel la miró atónito mientras ella dejaba la bandeja en la mesa. Lisette cogió sus botas sucias.

—¿Es que se va metiendo en todos los charcos que encuentra por la calle? —preguntó.

Marcel se había quedado sin habla y la miraba totalmente pasmado, como un estúpido.

—¡Bueno! —exclamó ella, recogiendo la camisa que él se había quitado—. ¿Se lo va a comer, o dejará que se quede todo duro como una piedra?

—No tenías… no tenías por qué… —le dijo en un susurro Marcel.

Lisette movió la cabeza disgustada, levantando las botas. De pronto se cruzaron sus miradas.

La expresión de Lisette era tan hosca e inescrutable como siempre, sus ojos castaños llenos de cautela pero duros en su terso rostro cobrizo. Un
tignon
de un blanco níveo aplastaba su pelo rebelde. Lisette le miraba como si fuera un día cualquiera de la semana, una semana cualquiera del año.

Marcel tragó saliva, apartó la vista y le dio la espalda. Hizo esfuerzos por decir algo, pero sólo logró pronunciar su nombre con un seco susurro.

—¿Bueno, quiere que se las limpie ahora,
michie
? —preguntó Lisette con voz práctica y la mano en la cadera—. Todos los platos de la casa están sucios a más no poder y la colada llega hasta el techo.

Pero no esperó su respuesta. Acababa de ver el abrigo arrugado encima de la cama y lo cogió enfadada mientras se encaminaba hacia la puerta.

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