—¿Tu silencio significa asentimiento? —preguntó mirando hacia las ventanas oscuras de la habitación de Juliet.
Tampoco esta vez respondió Christophe. Marcel se puso a caminar entre los lirios.
—No es que yo crea que está mal —declaró—. No es que tenga el más mínimo remordimiento. No es que me haga daño. Si tú pensaras que me estaba haciendo daño… o haciendo daño a Juliet, o a ti, lo dirías…
De nuevo el silencio.
—¿Entonces qué es? —preguntó por fin Christophe con tono grave e inexpresivo.
—Que parece imposible, imposible que sea algo tan fácil y tan prohibido, tan bueno y a la vez supuestamente tan malo. Que yo crezca haciendo algo que otros considerarían perverso, y que suceda todo delante de sus narices y no lo sospechen. Eso es. ¡Es algo que atenta contra el orden de las cosas!
Christophe le dio otra larga calada al puro antes de tirarlo trazando un arco. La música del cobertizo se hizo más grave y melancólica. Sonaba perturbadoramente familiar, como hecha de fragmentos de una ópera reciente, fragmentos alterados y entretejidos de un modo indefinible.
—¿Es así de verdad? ¿No existe ningún orden absoluto? —preguntó Marcel—. No hay nada, ¿verdad? Tú lo sabías cuando cediste y sacaste a Bubbles de la clase, ¿verdad? Sabías que no hay ningún principio imperecedero, nada por lo que te meterías tras las barricadas como las turbas en las calles de París…
—Eres muy listo, mi alumno destacado —le dijo Christophe en voz baja—. Pero no pondrás esta responsabilidad en mis manos. Me niego a aceptarla y puedes interpretar mi silencio como te plazca.
—Tengo miedo.
—¿Por qué?
—Porque si es cierto que no existe ningún orden absoluto, entonces puede pasarnos cualquier cosa. Cualquier cosa. No hay ninguna ley natural, no existe ni un bien ni un mal inmutable y el mundo es de pronto un lugar salvaje donde muchas cosas pueden salir mal.
Caminaba lentamente de un lado para otro pensando en todo aquello.
—Una vez Juliet me contó una historia que había presenciado en Santo Domingo —dijo muy deprisa—. Aunque en realidad no era una historia, sino uno de esos extraños detalles sin importancia que deja caer a veces con aire distraído, como si llevara años flotando en su mente. Era la ejecución de tres hombres negros a los que quemaron vivos delante del gentío. Juliet me dijo…
—Ya lo he oído —le interrumpió Christophe.
—Pero el caso es que durante días no me lo pude sacar de la cabeza. Es abominable que esos hombres murieran así, y que la gente lo contemplara… Y si en realidad no existe el bien y el mal, si no hay ninguna ley natural que sea inmutable, entonces ese tipo de cosas pueden suceder en todo el mundo… cosas espantosas, cosas peores, si es que puede haberlas. Y nunca se impondrá el bien. No habrá justicia, y el sufrimiento no tendrá significado alguno.
—¿Y si fuera lo contrario? ¿Y si hubiera una ley natural, si existieran el bien y el mal?
—Entonces no debería acostarme con ella porque es una mujer de cuarenta años y yo un muchacho de quince, y porque es tu madre y tú eres mi profesor y tus alumnos vienen todos los días a esta casa, y si alguno lo descubre abominará de tu madre y abominará de mí. Ya pesar de todo me parece algo muy dulce que no puede encerrar ningún mal y… y no quiero renunciar a ello. No pienso renunciar a ello a menos que tú me obligues o que ella me rechace.
—¿Es que no lo entiendes? —dijo Christophe con calma—. En realidad las cosas no se reducen a algo tan cotidiano. —Se incorporó para mirar a Marcel. La luz del cobertizo proyectaba en su rostro las cambiantes sombras de las hojas y distorsionaba su expresión haciéndola inescrutable—. Cuando uno descubre que no existen un bien y un mal absolutos en los que creer, el mundo no se viene abajo. Significa, sencillamente, que cada decisión es más difícil, más crítica, porque uno mismo está creando el bien y al mal, un bien y un mal muy reales.
—Decisión… —murmuró Marcel—. La palabra del inglés.
Christophe no contestó.
—En París, la noche que te llevó con él —dijo Marcel, vacilante—. «Es una decisión que el mundo no comprenderá».
Le pareció que Christophe asentía, pero no podía estar seguro. Lamentaba haber mencionado al inglés. La música de Bubbles había muerto, y Christophe guardaba una inmovilidad casi antinatural.
—¿No has dicho hace un momento —le preguntó Marcel en voz baja— que el bien y el mal eran muy reales?
—Eso he dicho.
—Nunca va a ser fácil, ¿verdad?
—No.
—Ni siquiera cuando se trata de amor.
—Y cuando se llega de verdad a comprenderlo —dijo Christophe—, entonces, se trate o no de amor, se queda uno realmente solo.
Solo. Había sido una noche muy agitada entre la ronca respiración de Zazu, los paseos de monsieur Philippe por el porche y el calor asfixiante que convertía el más mínimo gesto en un esfuerzo agotador, hasta que finalmente llegó la mañana con un sol lánguido y Marcel comenzó a buscar a Lisette.
A
media mañana ya había recorrido todo el mercado y una docena o más de las pequeñas tabernuchas donde la había sorprendido alguna vez. Se había ido parando en las cocinas del barrio y había hablado con Bubbles, pero nadie sabía nada de Lisette. Finalmente, después de demorarlo hasta el último momento, se acercó ansioso y decidido a la puerta de Anna Bella, pero al ver la casita con sus paredes blancas, las contraventanas verdes y los arrayanes que flanqueaban el camino de acceso, se detuvo de pronto. No se imaginaba entrando por la ventana para ver a Zurlina en la cocina trasera, pero tampoco se sentía capaz de llamar a la puerta. El péndulo oscilaba a un lado y otro en su mente. Debía preguntar, Zazu estaba recibiendo los últimos sacramentos pero ¿cómo le sentaría a Anna Bella que apareciera él de esa forma, sin quedarse ni un instante a hablar? El péndulo oscilaba de nuevo: deseaba verla, ¡verla! Y tras esa frágil convicción yacía la imagen que tenía de ella ahora, asentada en su nueva vida, y de él mismo, tan satisfecho con la suya. Pero nunca llegaría a saber si hubiera llamado o no, porque al cabo de unos minutos Zurlina salió al camino.
Llevaba un
tignon
blanco como la nieve a modo de turbante y su rostro contra el lino rígido parecía la pálida corteza de un árbol retorcido, amarillo y duro.
—¿
Et Zazu
? —La esclava se limpió las manos en su delantal blanco.
—¿Dónde está Lisette? ¿Está aquí? —preguntó él. Sin darse cuenta apartó los ojos de las contraventanas y se dio la vuelta para marcharse. Anna Bella podría estar allí. Anna Bella podría verlo en la puerta.
Una risa malvada escapó de los finos labios arrugados de Zurlina. Marcel despreciaba a aquella mujer que siempre había sido desdeñosa con él, como una altanera y acerba prolongación de su vieja ama. Le dio la espalda.
—Lola Dedé —dijo ella con tono displicente—. Vaya a Lola Dedé si quiere encontrar a Lisette.
Marcel asintió sin mirar atrás.
—¡Lola Dedé! —masculló asqueado.
Conocía el nombre. Era la hechicera vudú a quien Lisette acudía una y otra vez para buscar polvos y encantamientos. Marcel había pasado a menudo por su ruinosa casa gris, en el gran solar cerca de la Rue Rampart, y le repugnaba, como le repugnaba todo lo referente al vudú: los susurros entre los criados, los tambores nocturnos. Pero sabía que tenía que ir.
—Dile a tu ama —se dio la vuelta para mirar a Zurlina—, dile que le mando mis mejores deseos.
Los labios de la esclava se fruncieron en una mueca desagradable y su voz grave y nasal, caricatura de la de la difunda madame Elsie, gruñó un vago asentimiento.
Marcel se tomó su tiempo, pero por fin llegó al patio de Lola Dedé. Se acercó a la puerta con la cabeza gacha y golpeó con fuerza la maltrecha madera.
Un ojo apareció en una rendija y un olor rancio de cuerpos sucios, de ropa sucia, salió al aire fresco.
—No está aquí —dijo una voz.
—Dile que su madre se está muriendo —replicó Marcel, poniendo una mano en la puerta.
—¡No está aquí! —repitió la voz. Dentro pareció comenzar un rumor, una suave risa. Marcel se dijo que eran imaginaciones suyas.
—¡Dile que vuelva a casa! —exclamó Marcel mientras la puerta se cerraba en sus narices. Miró desesperado las contraventanas grises erosionadas por la lluvia, el tejado combado y luego, con una súbita sensación de alivio, volvió corriendo a su casa.
En cuanto llegó al
garçonnière
supo que había llegado el fin.
Marie y Cecile estaban en silencio en el porche y monsieur Philippe se encontraba a solas junto al lecho de la enferma.
—Entra, si quieres despedirte de ella —le susurró Cecile ansiosa. Había retorcido de tal forma su pañuelo que estaba hecho un jirón. Tenía el pánico en los ojos y la piel húmeda.
—¿Y Lisette, ha vuelto? —quiso saber Marcel.
—No. —Marie movió la cabeza—. Entra, Marcel —dijo.
El muchacho vaciló en la puerta. De lo de Jean Jacques se había librado, ahora se daba cuenta, y se había librado de lo del inglés, pero de ésta no iba a librarse. Por un instante fue absolutamente incapaz de entrar en la habitación, hasta que monsieur Philippe alzó la vista y fue a por él.
Zazu yacía con la boca abierta, mostrando el blanco de los dientes inferiores contra el labio oscuro. Jadeaba con esfuerzo. Cuando monsieur Philippe empujó a su hijo hacia la cama, la esclava abrió los ojos. Lo reconoció enseguida y le cogió la mano débilmente.
Marcel parecía haber perdido la voz, y sólo cuando monsieur Philippe le dijo que tenía que marcharse se arrodilló para decirle a Zazu lo mucho que la quería y lo bien que le había cuidado todos esos años. De pronto se le ocurrió que aquello podía alarmarla, pero ella sonrió de nuevo y cerró sus pesados párpados negros, aunque no del todo.
—¡Monsieur! —exclamó Marcel de inmediato.
Philippe se inclinó, y Zazu volvió a abrir los ojos.
—Cuide a mi niña,
michie
. Cuide a mi Lisette —dijo con una voz tan débil que apenas era audible.
—La cuidaré, mi pobre Zazu —contestó él. La esclava puso los ojos en blanco. Marcel estaba muy agitado.
—Cuídela,
michie
—repitió ella, como negándose a rendirse. Tenía la voz tan seca que parecía arañarle la garganta—. ¡
Michie
! —Se le dilataron los ojos—. ¡
Michie
, también es su niña!
—Sí, sí, mi buena Zazu —respondió monsieur Philippe.
Estaba muerta.
Marcel se la quedó mirando largamente. Jamás había presenciado el momento en que la vida abandona a un ser humano. Ahora, al ver el rostro de Zazu relajarse en la muerte, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Con una solicitud que le sorprendió, monsieur Philippe cogió de la colcha el rosario de Zazu y se lo entrelazó en los dedos.
—
Adieu, ma chère
—susurró. Le unió luego las manos por encima de las mantas y le cerró los ojos con mucha suavidad, dejando que se le cayera la cabeza a un lado.
Cuando salió a la galería, seguido de Marcel, rascó con fuerza una cerilla para encender un puro.
—¡Maldita muchacha! —exclamó.
Cecile se dio la vuelta, temblando, y cruzó el porche a toda prisa en dirección a las escaleras. Marie había entrado enseguida en la habitación de Zazu.
Entonces Marcel le tocó el brazo a su padre. Lisette estaba en la entrada del callejón. Su
tignon
amarillo destacaba chillón contra el follaje verde. Los miraba ceñuda, e incluso desde aquella distancia se advertía que se tambaleaba.
—¿Está muerta mi madre? —preguntó en voz baja.
Monsieur Philippe se movió con tal rapidez que estuvo a punto de derribar a Marcel, pero Lisette echó a correr y ya había desaparecido cuando monsieur Philippe terminó de bajar las escaleras. Él apagó de un pisotón la colilla del puro y entró en la casa tras hacerle un furioso gesto a Marcel para que lo siguiera.
—Tengo que volver al campo —anunció.
Ya estaba cogiendo su capa y metiéndose la billetera negra en el bolsillo del abrigo. Cecile estaba sentada en un rincón del salón, con la cabeza baja.
—Tu madre no puede hacerse cargo de esto. Ve a ver a tus amigos, los Lermontant —dijo mirándola. Ciertamente Cecile parecía estar desolada y muy débil—. Supongo que ya se habrán hecho cargo, a su tiempo, de algunos devotos sirvientes.
—Sí, monsieur.
—Pues que lo hagan bien. —Le puso en la mano varios billetes de veinte dólares—. Y cuando veas a esa muchacha, dile que tiene que obedecerte. Métela en cintura, ahora eres tú aquí el amo. —Señaló a Marcel con un dedo—. Lo haría yo mismo si no tuviera que volver al campo para descubrir qué nueva sorpresa me ha preparado mi joven cuñado. Ha tenido tiempo de sobra para inundar toda la plantación y convertirla en un arrozal. —Cogió las llaves y comparó la hora de su reloj con la de la repisa de la chimenea.
—Pero, monsieur, ¿qué le pasa a Lisette? —susurró Marcel. No acostumbraba hacer preguntas a su padre, pero aquello era demasiado. Además, hacía meses que oía sus apagadas discusiones.
—Pues que quiere la libertad, eso es lo que pasa, y la quiere ahora mismo en bandeja de plata —declaró monsieur Philippe—. No sé de dónde ha sacado la peregrina idea de que yo le prometería a Zazu en su lecho de muerte que liberaría a su hija.
—¡La libertad! —resolló Marcel. No le extrañaba nada de Lisette, ¿pero era aquélla la forma de conseguirla? Lisette, que no había hecho más que dar problemas toda su vida, Lisette que era rebelde hasta la médula de los huesos. ¡Y comportarse así ahora! Era inconcebible, era de locos.
—Escaparse estando su madre en el lecho de muerte —masculló monsieur Philippe—. Yo saqué a esa muchacha de la cocina de Bontemps, le di dinero, la traje a vivir a la ciudad. —Se le demudaba el semblante de rabia—. ¡Pues no voy a permitir que me tome el pelo! ¿Y qué haría si fuera libre? Ya he visto la gentuza negra con la que anda. ¡Y con gentuza blanca también! —Vaciló, moviendo los labios enfadado y mirando con gesto protector a Cecile—. No le toleres ni una sola insolencia —le dijo a Marcel entre dientes—. Jamás en mi vida he azotado a un esclavo, pero por Dios que a Lisette la azotaré si no vuelve antes de que hayas enterrado a Zazu. Ve a ver a los Lermontant —dijo, ya de espaldas. Se acercó a Cecile y le puso la mano en el hombro—. Y dile que si quiere qué solicite la libertad para ella, tendrá que obedecerte.