—¡No! —Pero mientras lo decía recordó la confusa conversación con aquel hombre borracho de ojos azules que le estaba ganando a las cartas, el whisky y aquellos largos dedos blancos que a pesar de su suavidad chasqueaba con fuerza para que Lisette le llenara el vaso una y otra vez.
—Tiene que volver antes de la cosecha —dijo Marcel muy serio, irguiéndose en toda su estatura—, y en cuanto esté aquí se lo dejaré todo muy claro: los deseos de Marie, tus intenciones, tu familia, tu apellido. No habrá ninguna dificultad, Richard, puedes estar seguro. Se lo prometí a Marie hace mucho tiempo.
Richard lo miraba casi como en sueños, con el ceño algo fruncido.
—Pero verás, Marcel, tus tías nos han insultado y además han acudido al notario de monsieur Philippe y nos han amenazado con la furia de monsieur Philippe cuando venga a la ciudad. Dicen que él mismo pondrá fin a todo esto de una vez por todas.
Marcel se dio la vuelta. Miró las cortinas de encaje y soltó un largo suspiro. ¿Había aceptado Jacquemine un mensaje de las tías, después de insistir tanto en que no podía transmitir ninguno sobre el asunto de Lisette? Pero en realidad aquello no tenía importancia, lo importante era el contenido del mensaje, su repercusión en monsieur Philippe, la distorsión de los hechos, la naturaleza de la mentira. ¿Qué sabía monsieur Philippe de la comunidad, de las mejores familias, del futuro que Marie tenía a su alcance? Para monsieur Philippe las
gens de couleur
eran mujeres hermosas, a veces con hijos que partían lo antes posible hacia otros mundos de ultramar. Una vertiginosa confusión crecía en su interior, avivada y alimentada por la frustración, una confusión que sólo había sentido una vez en su vida y que tenía que ver con Anna Bella y la visión de dos hombres blancos en un birlocho de la Rue Ste. Anne, aquel oscuro callejón.
—¡No! —susurró Marcel—. ¡No! Eso no le pasará a mi hermana, no le pasará. —Al darse la vuelta vio que Richard seguía mostrando la misma expresión trágica, como tallada a cuchillo—. Hablaré con monsieur Philippe —afirmó—. ¡Monsieur Philippe me escuchará! —Se llevó la mano a la sien, como si para ordenar sus pensamientos necesitara tocarlos. Cuando volvió a hablar lo hizo con voz confidencial, apenas audible—. Es bueno con mi madre, pero no puede desear eso para Marie, no puede desearlo. —Miró a Richard a los ojos, como rogándole que estuviera de acuerdo con él, que lo tranquilizara.
La expresión de Richard traslucía un atisbo de miedo.
La puerta de la casa se había abierto y se oían los pasos fuertes y apremiantes que anunciaban siempre la llegada de Rudolphe, luego un portazo, el sonido de la porcelana más allá de la arcada del comedor, el tintineo de cristales en una repisa de cristal.
Rudolphe estaba macilento, casi irreconocible. Marcel dio un respingo.
—Bueno, vámonos —dijo al instante, como poniendo punto final a una conversación que de hecho no había ni comenzado.
—¿Adónde? —preguntó Richard.
—Tú no, no estoy hablando contigo —le espetó su padre—. Estoy hablando con Marcel. El notario de tu padre ha enviado a buscarme a la funeraria. Quiere verme, quiere ver a Christophe… y quiere verte a ti.
Marcel no se movió.
No era miedo sino un instinto salvaje, irracional, lo que lo tenía clavado allí. Años después recordaría ese momento, y lo recordaría con cierta admiración.
No se despidió de Richard. Echó a andar despacio y siguió a Rudolph en silencio por las tórridas calles polvorientas hasta la escuela.
Christophe no tenía ni idea del motivo de la convocatoria, y quería saberlo.
—¡No tengo respuesta! —Rudolphe carraspeó. Caminaba muy deprisa, sin preocuparse del calor—. ¡Tal vez quiere indagar el carácter de mi hijo! —Estaba furioso—. ¡El carácter de mi hijo! —Se golpeó el chaleco con la mano en un gesto compulsivo—. ¡Tal vez quiera preguntarte a ti!
Christophe, con su habitual paciencia, no dijo nada.
Cuando llegaron a la notaría, Jacquemine los saludó con una sonrisa hipócrita.
—Ah, Marcel. Espera allí,
mon fils
, al otro lado de la calle, a la sombra de la marquesina. Primero tengo que hablar con el propietario de la funeraria —inclinó la cabeza afectadamente— y con el maestro —inclinó de nuevo la cabeza afectadamente—. Tú espera,
mon fils
, hasta que te llame.
—¡No! —dijo Marcel.
El notario dio un respingo y alzó sus pobladas cejas grises.
—Vamos, haz lo que dice —susurró Rudolphe, tocándole el brazo con un gesto tranquilizador.
No se veía nada a través de las cortinas verdes que cubrían la mitad inferior del cristal. El calor era implacable incluso a la sombra. Cuando su reloj le dijo que ya llevaba una hora esperando, Marcel cruzó la calle. No había salido nadie de la oficina ni había entrado ningún otro cliente. Se pasó las manos por su pelo crespo y volvió a hacer guardia junto a la pared.
De pronto se abrió la puerta y Rudolphe se asomó un momento para indicarle que entrara. Marcel sintió entonces la misma vacilación, desconcertante e irracional, que poco antes lo había atenazado en el salón de los Lermontant. Se quedó inmóvil, mirando hacia la notaría. No hubiera podido explicárselo a nadie: era como si tuviera la mente en blanco. Finalmente cruzó la calle.
—A monsieur Philippe —comenzó el notario, aunque Marcel no se había sentado— le complace hacerse cargo del asunto del matrimonio de Marie Ste. Marie con el hijo de Lermontant. Lo discutirá a su debido tiempo, cuando pueda hacerlo él mismo en persona. Es decir, lo hablará con las hermanas Longemarre… sus tías, tengo entendido… y con su madre, por supuesto.
Marcel miró a Rudolphe, que no apartaba los ojos del notario, unos ojos furiosos. Christophe mostraba una expresión sombría. No había ninguna distensión, ninguna alegría. ¿Qué demonios habían estado discutiendo?
—Vaya al grano, monsieur —dijo Christophe. El notario soltó un respingo, indignado.
—¡Les he pedido que se encargaran ustedes mismos de este asunto!
—¡De ninguna manera! —exclamó Rudolphe con firmeza—. Es su trabajo, monsieur. Creo que debería explicárselo a Marcel tan pronto y con tanta sencillez como pueda.
«… Y
es deseo de monsieur Ferronaire que no lo trate usted con su madre, que no la agobie con esta carga, en esto ha sido de lo más explícito. Desea que quede totalmente claro que sólo le apoyará a usted en este proyecto si le asegura a ella que ha decidido aprender el oficio de la actividad funeraria». Marcel inclinó la botella, y la bebida le cayó como agua en la boca. Una explosión de luz brilló en el suelo de ciprés al abrirse la puerta del jardín, un repiqueteo de risa estremeció las vigas, y a lo lejos se oyó el tañido de las campanas del domingo.
«Escúchame, Marcel, no es el fin del mundo. Tienes que afrontarlo. Naciste en una cuna de plata, que ahora te han arrebatado. Marcel, escúchame, serán dos años, dos años. Ya sé que no es lo que querías, pero ahora tenemos que hablar de negocios, en dos años puedes estar ganando un salario decente…». Un salario, un salario, un salario. Las bolas de marfil crepitaban en la mesa. Tendió el billete y ella le puso en la mano la botella de whisky. Bien, ábrela, un vaso limpio. Le disgustaban los vasos sucios. Un negro de buen aspecto, un jamaicano de piel de charol y nariz aplastada, se dirigió a Marcel. Llevaba un chaleco de seda a rayas y una camelia en la solapa de su flamante abrigo. No juego al billar, gracias, el whisky es agua, no tiene el menor sabor. «Ha sido extremadamente generoso en esta materia, pero desea dejar claro que usted debe trabajar con ahínco durante dos años en la funeraria, que los términos del aprendizaje…». El muy hijo de perra con sus ojos vidriosos, sus malditas zapatillas, sus barriles en el jardín, cobarde, cobarde. Toma, cómprate entradas para la Ópera, llévate a tu maestro si quieres, los maestros no ganan mucho, cómprale flores a tu madre, trajes nuevos, vestidos nuevos, velas nuevas, servilletas de lino. «Escúchame, Marcel, sé lo que estás pensando. Esto no es el fin del mundo, tienes que afrontarlo, eres como un hijo para mí, te enseñaré todo lo que sé y cuando estés preparado te pagaré el mejor salario que puedas ganar dadas las circunstancias». Asomaba en su mente la sombra de Antonio, el pariente pobre de amarga sonrisa. ¡Jamás, jamás!
Madame Lelaud le puso delante el quingombó.
—Come. Tu amigo Christophe te estaba buscando.
—¿Le has dicho que no estoy aquí? ¡No estoy aquí!
«Marcel, ¿recuerdas la primera noche, cuando llegué de París y estuvimos hablando en Madame Lelaud's? Te dije entonces que conocías la diferencia entre lo físico y lo espiritual mejor de lo que llegan a conocerla muchos hombres en toda su vida. Ya lo sé, ya lo sé… La herida es demasiado profunda ahora, la decepción ha sido muy grande, pero tienes que escucharme…».
—Llevas dos días borracho, eres un niño malo. Anda, tómate esa sopa, hmmmm. Tus amigos vendrán otra vez a buscarte.
—¡No estoy aquí!
El sol se deslizaba por la forma perfecta de su pierna desnuda. La chica formó la palabra «ven» con los labios. Él se llevó la botella a la boca, estremeciéndose al pensar que ya había estado con ella. Era perfecta la excitante brutalidad de alquilar una mujer: no había que preocuparse de ella, ella no esperaba nada. Su propia crueldad le había sorprendido, pero no a ella. Se abrió la puerta, estalló la luz, la muchacha se desvaneció. Aquello había estado sucediendo una eternidad. Marcel vio la llama en la punta de su puro antes de haber encendido la cerilla… «Debe comprender que monsieur Ferronaire desea que se aplique sin reserva a este aprendizaje para que sea totalmente autosuficiente dentro de dos años». Siempre supe que mentía, que mentía, aquellos ojos azules muertos, el fajo de billetes, el clip de oro, y ahora esto, el muy cobarde, cuando está en el campo…«… Desea que quede del todo claro que sólo lo apoyará a usted en este proyecto si usted le asegura a su madre que ha decidido aprender este oficio». La trastienda, los productos químicos, Antoine con las mangas subidas por encima de los codos, el brazo en torno al muerto para inclinarlo, otra mano estrujando el trapo mojado. «La decepción es demasiado honda, no puedes pensar, y no tienes que pensar, tienes que darte tiempo, recuerda las palabras de san Agustin: “Dios triunfa sobre las ruinas de nuestros planes.”». Nuestros planes, nuestros planes…
—Llevas borracho dos días,
mon fils
, tus amigos estarán… Tómatela.
Cobarde, asqueroso cobarde, mandar al muchacho a París como un caballero, a la École Nórmale, claro, por qué no, excelente, por supuesto, mandar fuera al muchacho como un caballero.
—Te vas a poner enfermo,
mon fils
, come, come.
—Eres una mujer muy hermosa, ¿lo sabías?
—Estás borracho, mi
bébé
de ojos azules, y yo siempre estoy hermosa los domingos por la mañana. Pero tus amigos te estarán buscando, y le prometiste a tu profesor que…
«… Emborráchate hasta que lo superes, ahoga las penas y luego recobra el juicio. No es el fin del mundo, “Dios triunfa, triunfa…" ¿TÚ LO CREES? "Escúchame, Marcel, sé lo que esto significa para ti, pero ahora tienes que trabajar, y sabes que para mí eres como un hijo, no hay nada deshonroso, nunca ha habido nada deshonroso en esa profesión." Lo sabía, siempre he sabido que jamás me marcharía de aquí. Mentiras, todo son mentiras, vivo con todos los avíos de una familia, pero sin tener una familia, con todos los avíos de un caballero pero sin ser un caballero, con todos los avíos de la riqueza pero sin dinero… "Ahora te resulta demasiado cruel, no esperes resignación, Dios triunfa…" "… Como si ya fueras uno más de la familia." "… Totalmente autosuficiente en dos años”.»
—Sí,
mon bébé
, vete a casa. Tu madre se llevará una gran alegría. Anda, dame un beso.
—No sin una botella en cada bolsillo. —Risas.
—Pues claro,
bébé
, guárdate ese dinero antes de que alguien lo vea.
—¿Por qué, madame? ¡Si soy un hombre rico!
«Marcel, me gustaría mucho cartearme contigo desde París. Me alojaré en la Rue l'Estrapade, en la pensión Menard. Tienes que escribirme. Toma, te doy mi dirección: “Augustin Dumanoir, pensión…" "Ahora la decepción es demasiado profunda, pero cuando lo superes… Adelante, emborráchate, cuando salgas de esto comprenderás que en realidad nada ha cambiado”.» ¡ESTÁS LOCO SI CREES QUE NADA HA CAMBIADO!
El hijo de perra mentiroso,
eh bien
, mandar fuera al chico como un caballero.
Madame Lelaud le metió las botellas en los bolsillos y le dio una palmadita en el pecho.
—Ahora vete a casa,
mon bébé
, antes de que lleguen tus amigos…
—¿Me quieres?
—Te adoro,
bébé
… —Le dio la vuelta y lo empujó hacia la calle, lejos de la chica de la escalera y del hermoso negro con el taco de billar que volvía a hacerle una reverencia mientras las bolas chocaban tras él, no, gracias, no apuesto—. Ten cuidado con el dinero,
mon bébé
, sal de la ribera.
—Eres muy hermosa.
Estaba en la calle. Hay un hombre muerto, mira, ese hombre está muerto. Pero ella se limitó a sonreír desde el umbral con las manos en las caderas y los arietes de oro estremeciéndose.
—No te preocupes por él,
mon bébé
.
—Pero está muerto. Mira, está muerto.
—Ya vendrán a por él. —Le acarició la barbilla. Él había visto ese vello dorado en el espejo de la barra.
—Mi
bébé
de ojos azules. Aléjate de la ribera.
Marcel fue poniendo un pie detrás de otro. Las botellas resonaban pesadas en sus bolsillos, la calle se desvanecía bajo sus pies, más deprisa, los tacones sonaban en los adoquines, un gran gentío salía de la catedral y se arremolinaba en torno a la Place d'Armes, no quería de ninguna forma encontrarse con madame Suzette o con Rudolphe. Fue sorprendente la velocidad con la que cruzó la plaza. El cielo llameaba en la Rue Chartres, oleadas de risa de los confiteros el domingo por la mañana. El muy cobarde, dejar que se lo dijera el idiota de Jacquemine, llamar a Rudolphe y a Christophe para que se lo dijeran, todos esos años, todas esas cenas, su fajo de billetes. «Si ha roto la promesa que me hizo a mí,
michie
, romperá la que le hizo a usted. Se cree muy especial, ¿verdad,
michie
?, porque su sangre corre por sus venas». ERES MI PADRE, ¡ME HAS MENTIDO!