—¿Qué es esto? —preguntó.
—Vamos, está lloviendo. —Lisette le puso el brazo sobre los hombros y la obligó a entrar en el callejón—. ¡No vamos a entrar ahí! —dijo con desdén—. Vamos a ver a Lola Dedé en el patio trasero.
—Yo esto no me lo creo. ¿Cómo puede hacer que los hombres aparten la mirada al verme? —Marie se detuvo de nuevo.
—Déjelo en manos de Lola Dedé. ¡Usted deje que Lola Dedé y yo nos encarguemos de todo!
Alguien gritaba dentro de la casa. Las figuras saltaban tras la tela roja de las ventanas. Lisette tiró de ella y la obligó a pasar al callejón, bajo las ramas mojadas de las higueras, hacia la parte trasera de la casa. Grandes galerías corrían a todo lo largo del patio, dos pisos más arriba. La lluvia caía contra sus cristales. Una casa, cuya fachada principal daba a otra calle, tenía abierta una puerta amarilla. En la puerta había una figura, hacia la que ahora corrían Lisette y Marie.
—Que se siente la niña,
ma'ame
Lola —dijo Lisette. Estaban en una habitación atestada de cosas. Junto a unas cortinas de encaje había una cama de bronce. Se veía un largo altar atiborrado de estatuas de santos.
—Santos vudú —susurró Marie, empujando a Lisette hacia la puerta.
—Usted descanse —dijo Lisette—. No tiene que quedarse aquí si no le gusta, pero déjeme hablar con
ma'ame
Lola.
Se oía la risa de un hombre y pasos en las galerías. La música palpitaba en la casa al otro lado del patio. Le ofrecieron una silla en la que había varios pañuelos y un chal de flecos que una mujer negra se apresuró a retirar. Marie se sentó, se alisó con las manos las faldas mojadas y al alzar los ojos vio una silueta tras la fina cortina de cuentas de la puerta. Parecía un hombre con chistera hablando con otro. La mujer negra, vestida de seda roja brillante, echó una cortina sobre la puerta.
—Lisette, quiero irme —dijo Marie.
—Vamos,
bébé
, ¿por qué iba a querer irse en una noche como ésta cuando acaba de llegar? —dijo la mujer. Largos mechones de pelo le caían por la espalda bajo su
tignon
de flores. Su voz era cantarina.
—Es mi ama,
ma'ame
Lola, Marie Ste. Marie —intervino Lisette.
—Sí, ya sé quién es esta joven —entonó la negra—. Vamos, Lisette, hazle un té a tu ama. ¡Cuéntame, preciosa! —La mujer se dejó caer sobre un taburete de piano frente a Marie y le cogió las manos—. Niña bonita —dijo acariciándole la mejilla. Marie se echó hacia atrás y miró las manos de la mujer, el pequeño anillo en forma de serpiente que se enroscaba en su dedo. Aquello era un error, un tremendo error.
—Lo que necesita esta muchacha es un hechizo,
madame
Lola. ¿Sabe lo que quieren que haga, su madre y sus tías? Quieren que la mantenga uno de esos hombres blancos, quieren que los hombres blancos se peleen por ella en la Salle d'Orleans, en los salones.
—Lisette, quiero marcharme —insistió Marie en un tímido susurro. Intentó soltárselas manos pero Lola se las apretó. Era una mujer hermosa, con los dientes perfectos. Volvió a acariciarle la mejilla a Marie y le apartó el pelo de la cara.
—¿A ti te gustan esos caballeros,
bébé
? —preguntó. Pero algo había distraído a Marie: una estatua de la Virgen en el altar, con un velo azul y un vestido blanco, con las manos tendidas en gesto de amor. En torno a ella había enroscada la piel muerta de una serpiente. Marie se quedó sin aliento, se soltó de un tirón y se levantó, sorprendiendo a Lola Dedé.
—¿Por qué quiere irse ahora y dejarme como una tonta delante de mis amigos? —susurró Lisette, rodeando a Marie con el brazo—. Ahora no le hará ningún bien volver a su casa. Sus tías ya deben de estar allí, y serán tres contra usted. Más vale que se quede conmigo. Vamos, siéntese, siéntese y espere mientras yo hablo con
ma'ame
Lola. ¿De acuerdo? ¡Siéntese!
Madame Lola había cerrado la puerta del patio.
—El viento es muy frío —entonó—. La niña y tú hubierais podido coger un resfriado de muerte.
Marie se dio la vuelta y vio que Lisette le susurraba algo a la negra al oído.
—Ponle un poco de coñac caliente con el té —dijo madame Lola. Volvió entonces la mujer negra que había cogido los pañuelos de la silla, el blanco marfileño de sus ojos muy dilatado en su rostro. Madame Lola le cogió la taza en cuanto estuvo servida y vertió sobre el té el líquido de una botella marrón que había en la cómoda de mármol junto a la cama. Arriba se oía un piano. Marie miró el techo, el papel desvaído con sus rosas pintadas en torno a las velas del candelabro de bronce.
—¡No sea grosera! —le reprendió Lisette con la taza en las manos—. Ahora bébase esto, no sea maleducada con mis amigas. —Marie olía el coñac en el vapor del té y quiso apartar la cabeza cuando Lisette se lo acercó a los labios.
—Se lo voy a enfriar un poco —le dijo madame Lola—, se lo pondré un poco más dulce. —Echó en la taza un oscuro jarabe de olor extraño pero agradable. Marie cerró los ojos un instante sintiendo el vapor en la cara. Tenía los pies y las manos frías y estaba mojada. La lluvia le había empapado los hombros del vestido y le chorreaba por la espalda. Suspiró, exasperada, agotada, y bebió un pequeño sorbo de té.
—Quiero irme —le susurró a Lisette, que la miró ceñuda.
—¡Primero bébase eso! —replicó la esclava—. ¿Es que quiere avergonzarme delante de mis amigas? Beba, ya se lo he dicho, luego nos marcharemos.
—Bébaselo, niña —insistió madame Lola—. Bébaselo todo. —Luego, con una sonrisa, se apoyó en el alto pie de bronce de la cama y se bebió su té en una taza rota.
El sabor era bueno, con algo de menta tal vez, Marie no estaba segura. Miró fijamente la oscura sustancia de la botella y vio el pequeño pitorro de la tetera delante de ella y el líquido removiendo los posos de nuevo, al tiempo que la taza se le hacía pesada en las manos. El dolor de cabeza que la había aquejado toda la tarde le producía zumbidos en los oídos. Lisette hablaba muy deprisa y en voz baja sobre un hechizo, un encanto que le arrebatara sus encantos.
—Esos encantos —dijo madame Lola—, unos encantos como los suyos, no pueden desaparecer si no es con un hechizo muy poderoso. —A Marie casi se le cayó la taza de las manos. La mujer negra se la dio de nuevo y madame Lola entonó—: Sí, bébaselo,
chérie
, preciosa
chérie
. —Esta vez el té le quemó la boca, pero aquel ardor estaba fuera de ella y casi disfrutó de la sensación en el pecho. Se reclinó en la silla y se quedó mirando las flores de la pared. Las flores danzaban en la pared, miles y miles de rosas diminutas desfilaban hacia arriba, hacia el techo donde parecía agolparse un humo amarillo, un humo que ella no había visto antes, un humo que se enroscaba en jirones en torno a las velas, un humo vivo que se disipaba rápidamente en el aire, se desvanecía justo debajo de las velas en una bruma que acababa en las dos mujeres, Lisette y madame Lola, con las cabezas juntas, inclinadas la una hacia la otra, los pechos de Lisette tocando casi les de madame Lola, sus faldas descendiendo en largas y fluidas líneas. Pequeños hilos de oro salían y desaparecían, entretejidos en la seda roja de la falda de madame Lola. ¿Había visto Marie algo parecido? Quería comentar que nunca había visto nada así, pero tenía la curiosa sensación de que no podía abrir la boca. Las dos mujeres se habían tornado totalmente planas.
Eran totalmente planas, como recortadas de un cartón y luego colocadas allí las dos juntas, cortadas las dos de la misma pieza, las dos unidas puesto que no se veía nada que las separara: el pelo negro de madame Lola llenaba el espacio entre las mejillas de ambas. Llevaban allí una eternidad, totalmente inmóviles, y Marie llevaba una eternidad mirándolas. Llevaba una eternidad allí sentada, con la espalda apoyada en la silla, la cabeza hacia un lado, el pelo cayéndole sobre los pechos. Despacio, muy despacio, miró hacia abajo y vio la taza de té tirada en el suelo. El té corría por los tablones de ciprés, se metía en regueros por las grietas entre las tablas, el té le había manchado el vestido de tafetán, le había quemado las manos. La voz de Lisette era un rumor, apremiante, belicoso, luego más suave y, justo ante los ojos de Marie se rompió el cartón de las dos mujeres y madame Lola se inclinó hacia un cajón abierto y sacó unos dólares. Uno de los billetes cayó al suelo. La mujer negra desapareció tras la cortina, aunque parecía que la cortina nunca se había, apartado porque estaba perfectamente inmóvil y madame Lola miraba a Marie, apoyada de nuevo en los barrotes de bronce de su cama, sonriendo, y Lisette había desaparecido.
«Lisette —pensó Marie—, Lisette». Puso la lengua entre los dientes, sintió que se formaba la primera sílaba pero sólo emitió un largo siseo que parecía no terminar nunca.
—Más vale que tome más té, niña. —De pronto tenía justo delante la cara de madame Lola, y entonces pasó algo mágico: su taza estaba otra vez llena de té, en sus manos. Marie quiso decir que no, que no podía, que no podía siquiera mover los labios, pero tenía el té en la boca y la mano de madame Lola hizo algo muy íntimo y ligeramente repulsivo: le tocó el cuello.
Cuando Marie bajó la vista, temerosa de vomitar el té, ya se lo había bebido y madame Lola le había puesto la mano en el pecho. Aquello era inconcebible, le estaba desabrochando el vestido y ella no quería quedarse allí, no quería que la levantaran así de la silla. Abrió la boca para gritar, pero sus labios no se despegaron. Era como si el grito le llenara la boca y presionara contra sus dientes. Marie bajó la vista y se vio los pechos desnudos, los botones abiertos de la camisa blanca. Su vestido estaba en una silla al otro lado de la habitación.
En algún momento durante la larga noche Marie se despertó y supo exactamente qué había pasado.
Había cinco hombres blancos, caballeros todos, con el aliento apestoso y la pomada apestosa, El grandón del bigote blanco le hundía la rodilla en la parte interior del muslo y le clavaba los pulgares bajo sus brazos alzados de modo que ella arqueaba el cuerpo y el grito subía de nuevo y la asfixiaba junto con un reguero de vómito que brotaba en silencio y salpicaba las paredes. No se habían molestado en quitarse la ropa.
El joven de pelo rubio sollozaba mirando su vino hasta que el alto le tiró el vino a la cara y él se quedó allí gimiendo, con los largos brazos entre sus rodillas, chorreándole las lágrimas y el vino por la cara hinchada. El hombre que había junto a ella, apoyado sobre el codo dijo:
—No, ahora no vas a intentar pegarme, no. —Y le desató las manos. Oscuridad. Solo para despertar otra vez en aquella habitación. Y otra vez. Y otra.
Hasta que en la oscuridad oyó los sonidos de la mañana.
El sol brillaba en el suelo cubierto de barro y la lluvia que se agolpaba en el patio se convertía en un resplandor al golpear los charcos. Nada de todo aquello había sido un sueño, todo era realidad. El hombre de pelo rubio, borracho, lloroso, seguía sentado en la silla, inclinado hacia un lado, con la corbata empapada de vino y la elegante capa con su forro de satén blanco caída bajo la pata de la silla. Ladeó la cabeza, murmurando, llorando. Todos los demás se habían ido. Una voz cantarina le dijo:
—Váyase ya,
michie
DeLande. Váyase ya a su casa,
michie
, tiene que dormir. La fiesta se ha terminado,
michie
.
Él seguía sentado con la cabeza a un lado, gimiendo, murmurando y sollozando con un temblor de hombros, con la cara llena de mocos y saliva.
Marie miró a la mujer que se movía por la habitación. La vio verter el whisky de las copas en una botella marrón, tirar las colillas de los cigarros por la puerta abierta. Vio que tocaba de nuevo al hombre blanco pero él no se levantó de la silla. Sus ojos grises inyectados en sangre se clavaban en Marie, y su boca, de labios gruesos color salmón, temblaba y sollozaba.
—Váyase a casa,
michie
, más vale que se marche de aquí. Su hermano vendrá a buscarlo,
michie
. La fiesta se ha terminado.
Así que eso era. No era un hombre, era un niño.
Despacio, muy despacio, Marie levantó la mano izquierda. Estaba tumbada con el cuello torcido y dolorido. Pero no movió la cabeza, se limitó a mover la mano izquierda mientras con la vista seguía a la mujer. Tocó el borde de su camisa y se la llevó muy despacio al hombro. Cogió el otro extremo y lo levantó muy despacio. Cuando la mujer se volvió dejó caer la mano.
—
Michie
, tiene que salir de aquí. Elsa, dile al chico que se lleve a este hombre de aquí. ¿Elsa?
Muy, muy despacio, Marie tiró de la muselina blanca hasta que el botón se deslizó en el ojal Habría sido infinitamente más fácil con la mano derecha, pero la tenía retorcida bajo el barrote y no podía moverla sin girarla, de modo que siguió haciéndole con la mano izquierda. Un botón, dos botones, tres, cuatro. Veía su rodilla desnuda junto a la pared, y el muslo lleno de moratones y manchas de sangre. Se bajó la camisa con la mano izquierda. Estaba llena de sangre, era imposible salir así de allí. Miró fijamente al hombre rubio.
Pero madame Lola le había visto los ojos.
—Tú quédate tumbada, niña —dijo con aquella voz cantarina. Chasqueó los dedos y entró otra mujer. Se oyó el rumor de un paño metido en el agua. Junto a Marie había una botella de cristal verde con el cuello muy largo. Si la cogía rápidamente con la mano izquierda… Pero la mujer le había cogido la muñeca derecha, se la retorció dolorosamente bajo la barra de bronce y la mano quedó libre. Era vital actuar antes de que echaran al hombre blanco.
Al darse la vuelta casi se dio con la cabeza en el suelo, pero cogió la botella y con dos golpes en la esquina de mármol, la rompió. Se quedó sentada con ella en la mano, mirando a la hechicera por primera vez.
—¿Pero por qué quieres marcharte ahora,
chérie
? —dijo madame Lola—. ¿Por qué no te tumbas un rato? —Se acercó haciéndole una seña a la otra mujer que estaba mojando el paño en el agua—. Deja eso,
chérie
, ahora te vas a dar un buen baño, tienes que descansar.
—¡No le hagáis daño! —barbotó el borracho. Pero no podía tenerse en pie. Se cogió al respaldo de la silla, a punto de caerse, justo cuando la otra mujer tendía la mano y Marie le arañaba el brazo con la botella rota. Las dos mujeres se quedaron quietas—. ¡No le hagáis daño! —rugía él, intentando ponerse de pie y arrastrando su capa por el suelo embarrado.