La noche de todos los santos (82 page)

Read La noche de todos los santos Online

Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
7.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una semana después de Año Nuevo, cuando todavía llevaba encima la carta que había recibido de Christophe dos días antes y la releía una y otra vez lamentando, impotente, no poder estar con Cecile y Marie en Nueva Orleans, se sorprendió al encontrar a su tía sentada en su mesa con expresión sombría.

—Siéntate, Marcel, tengo que hablar contigo de tu prima Marguerite.

Tenía en la mano una carta. Al principio Marcel pensó que tal vez fuera de Christophe, pero Josette la dobló pulcramente y le dijo que cerrara las puertas del salón.


Tante
, yo no le he perdido el respeto —dijo Marcel. Al fin y al cabo sólo había sido un beso inocente. ¿Pero y si lo habían visto sus tías? ¡Un inútil arruinado de Nueva Orleans con su preciosa niñita!

El rostro de su tía mostraba un particular cansancio esa mañana. Josette flexionó los dedos antes de girarse en su silla para mirar a Marcel.

—Tengo noticias de tu casa, pero con tu permiso las voy a dejar para después —dijo—. Te prometo que seré breve. Has causado muy buena impresión aquí, Marcel, eres muy querido y admirado y creo saber que podrías ganar un salario aceptable como profesor por estos contornos.

Marcel no pudo disimular su expresión. No era aquélla la vida que deseaba. Había enseñado a los pequeños porque sus padres se lo habían pedido, pero no podía ofrecer más.

—Aunque tienes otros caminos abiertos ante ti. Voy a ir directamente al grano. El padre de Marguerite posee dos plantaciones río arriba, unas sesenta hectáreas de tierra cultivada. El hombre está dispuesto a ofrecerte una cuarta parte de esa tierra y a construir una casa para ti si te casas con Marguerite.

—¿Casarme? ¡Con Marguerite! —Marcel estaba perplejo—. ¿Pero conoce su padre mis circunstancias? ¿Sabe que no podría contribuir con nada a ese matrimonio?

—Marcel, tú contribuyes con tu educación de caballero, tu buena crianza y tu honor. Con eso es suficiente.

Josette esperó un momento antes de proseguir.

—¿No lo entiendes, Marcel? Ésta es una comunidad muy pequeña, nos hemos casado entre nosotros una y otra vez, tal vez demasiado. Mi hijo se casó con su prima segunda, mis nietos se casaron con primas segundas y terceras, y probablemente con sus hijos pase lo mismo… —Al hablar de sus nietos la distrajo algo que la inquietaba, pero hizo un pequeño gesto como para apartar ese pensamiento de la mente—. Te lo voy a decir en pocas palabras. Marguerite no tiene aquí muchos hombres entre los que elegir, y todos nosotros aprobaríamos este matrimonio. No tienes que responder ahora, Marcel. No tengo ninguna duda de que podrías dirigir una plantación, podrías aprender el cultivo del algodón y el manejo de los esclavos. Además, te estarían vigilando más de lo que te piensas. —Suspiró como si estuviera diciendo todo aquello más por deber que por otra cosa—. Tendrías tu propia casa. Serías señor de tu propia tierra.

Su tía, sin embargo, no mostraba ningún entusiasmo. Marcel estaba atónito. Era evidente que no intentaba convencerle.

—¿Tú lo aprobarías? —preguntó.

Josette pareció de nuevo distraída, inquieta.

—¿Es lo que tú deseas, Marcel?


Tante
, no puedo quedarme aquí. No necesito pensármelo. Es tentador, sí, es muy bonito. —Sentía de nuevo aquella paz que le había invadido en la iglesia de St. Augustine, esa sensación de estar en una comunidad donde nunca se encontraría un rostro blanco sin sentirse respaldado por la fuerza y el calor del grupo—. Tengo que volver a casa. Tengo que volver a Nueva Orleans, sea cual fuere el futuro que allí me espera. No sé lo que haré ni cómo lo haré, pero es mi ciudad, con todos sus conflictos y sus dificultades.

Y todas sus malvadas injusticias también.

—Cuando vine aquí traje un librito —prosiguió—. Creo que te lo enseñé. Era el primer número de una revista literaria publicada por hombres de color. Christophe me ha ido mandando otros ejemplares.

—Marcel —suspiró ella—, la poesía no significa nada en este mundo, nunca ha significado nada y eso no va a cambiar. Si los hombres de color de Nueva Orleans escriben poesía es porque poca cosa más pueden hacer. No me mires así, con esa expresión de orgullo herido. Es cierto y tú lo sabes. ¿Qué futuro tiene un hombre de color en Nueva Orleans?

—No lo sé —dijo él con voz queda—. Puede que esta revista no signifique nada para ti, pero yo la respeto. ¡La respeto! Y toda mi vida he estado buscando algo que respetar. Me he pasado la vida intentando comprender qué es lo que importa de verdad, y te voy a decir una cosa: esta revista,
L'Album Littéraire
, importa. Y hay otras cosas importantes… la escuela de Christophe, el negocio que ha construido Rudolphe Lermontant… No quiero hacer una lista, no quiero ponerme en posición de tener que defender estas cosas. Esto es muy bonito,
tante
, y debería estar encantado de dejarme envolver y proteger por todo esto y poder fingir que todo el mundo es gente de color, pero no puedo hacerlo. No puedo apartarme de lo que yo pienso que es el mundo real, de modo que tengo que volver a casa.

Josette se quedó un momento pensativa.

—He vivido demasiado —dijo por fin.

—¡No digas eso,
tante
! —Entonces no se acordaba, pero eran las mismas palabras que había pronunciado Jean Jacques la noche antes de morir.

—¿Por qué no? —preguntó ella. Comenzó a murmurar como si Marcel no estuviera allí—. Imagina la Plaine du Nord cuando nací, esa espléndida isla, y La Belle France la primera vez que fui, y esta dura tierra cuando monsieur Villier me trajo a este pantano y me dijo que lo convertiría en nuestra casa. Ya no creo en nada.

»Te aseguro que después de lo que he visto en mi vida, en Santo Domingo y aquí, ya no sé qué puede hacer un hombre de color en cualquier parte del mundo. No lo sé. Somos un pueblo condenado, Marcel. Tanto si te quedas aquí como si te vas a Nueva Orleans, al final dará lo mismo. Bueno, estas cosas no se las digo a mis nietos. A ellos les cuento que el mundo es bueno, que a su tiempo disfrutarán de mucha más igualdad con los blancos que nosotros. Pero es mentira. No hay ninguna igualdad y nunca la habrá. Nuestra única esperanza es aferramos aquí a nuestra tierra, comprar y cultivar más tierra para poder mantener nuestra comunidad como un mundo aparte, porque el corazón del blanco anglosajón está tan endurecido contra nosotros que no hay esperanza para nuestros descendientes mientras sean ellos los que dominen, mientras los anglosajones sustituyan a las familias francesas y españolas que nos comprendían y nos respetaban. No, sólo hay una esperanza, y es que nuestros descendientes pasen siempre que puedan a formar parte de la raza blanca, aunque por cada uno que pasa nuestro mundo, nuestra clase, disminuye y muere. Eso es lo que somos, Marcel, un pueblo que agoniza, si es que se puede decir que somos un pueblo. Descendemos de franceses, españoles y africanos, pero los americanos nos han pisado la cabeza.

—¡Basta,
tante
! ¿Y el momento presente?

—¿El momento presente? Cada año empeoran las cosas, los prejuicios, las leyes que nos limitan. Vivimos en un paraíso de locos, apartados del mundo en nuestras plantaciones, pero el mundo está ahí fuera. No sabes los reveses que sufrimos todos con la depresión del 37, y no sabes la lucha constante que hay que librar con la tierra. No conoces las hipotecas que pesan sobre la prosperidad que ves. Este «momento presente» es muy frágil y, cuando se desmorone, lo que nos espera es la tierra del sur americano que nos está invadiendo cada vez más, día a día.

»Sé cómo te sientes, Marcel, eres un europeo de mente y de corazón. Siempre has sido un europeo. Pero debes comprender que la única honradez a la que puedes aspirar está en el santuario de tu propia mente. Te aseguro que el peor de los odios es el odio racial, y las peores guerras son las guerras raciales, y no veo que vayan a terminar.

—Soy un hombre —dijo Marcel con voz velada y la vista algo brumosa—. ¡Un hombre!

El tono de su voz pareció despertar a Josette, que lo miró perpleja.

—Vaya —dijo con las cejas alzadas—, en todos estos años jamás había hecho llorar a nadie con mis discursos. —Soltó una risa seca—. Bueno, tal vez sea una razón para seguir viviendo.

Marcel permaneció en silencio.

Desde que tenía uso de razón sus ilusiones se habían ido rompiendo una tras otra. El mundo nunca era lo que parecía. Ahora otra vez, en Río Cane, le habían hecho creer otro sueño, un sueño de paz y solidaridad, de algo inviolable, para que luego aquella sabia mujer le dijera que no era más que una ilusión mantenida día a día por un acto de fe colectiva. Tal vez se había estado equivocando siempre. Nada era nada hasta que alguien lo definía. Nada era inevitable. Nada era inviolable. Todo existía, tal vez, por un acto de fe, y tal vez hubiera que estar siempre creando el propio mundo, manteniendo los atavíos de una tradición que no era más que una invención, como todo lo demás.

Marcel pensó por primera vez que el mundo del sureño blanco, con todas las puertas cerradas en las narices del hombre de color, podía ser igualmente frágil y dependiente de un acto de fe colectiva. Aunque no lo parecía. De hecho ése parecía el único aspecto del mundo que no estaba sujeto a cambio. Sonrió.

—Admiro tu decisión —dijo
tante
Josette mirando hacia las ventanas—. Yo ya era vieja cuando vine, encontré aquí un refugio, un lugar donde apoyar la cabeza. Pero tú eres demasiado joven para eso. Admiro que decidas volver a tu casa. —Volvió a flexionar las manos, como si le dolieran las articulaciones. Luego cogió la carta que había dejado antes y la abrió—. Pero ahora no puedes marcharte —dijo—. No sé cuánto tiempo quiere tu madre que te quedes aquí, ni por qué, pero insiste con firmeza en que no puedes volver a tu casa hasta que ella te mande llamar, aunque lo que te voy a decir va a ser una verdadera prueba.

Marcel despertó sobresaltado de sus ensoñaciones.

—¿Qué pasa ahora?

—Monsieur Philippe murió hace dos noches en casa de tu madre.

Volumen tres

Primera parte

—I—

A
glae la cogió totalmente por sorpresa aquella aparente incapacidad física para entrar en la habitación. Tenía poca paciencia para esas tonterías temperamentales en los demás y temía algún exceso de emoción para el que no estaba en absoluto preparada. Había bajado las escaleras y se había detenido ante las puertas del salón, incapaz de entrar. Miss Betsy estaba llorando, con el brazo doblado bajo la cara, apoyada en una mesa. Su tía Antoinette le acariciaba el pelo. La habitación estaba llena de hombres y mujeres vestidos de negro, entre ellos los hermanos de Philippe, que se giraron de inmediato hacia Aglae al verla en el pasillo. Al fondo, junto a la pared, estaba el ataúd con sus asas de plata en medio de un auténtico jardín de flores olorosas. No se veía la cara de Philippe.

No podía moverse. No podía de ninguna manera entrar en la habitación. Se dio la vuelta —como una marioneta, imaginó— y volvió a subir las escaleras. La gente le hablaba: sus hermanas, la pequeña Rowena, que estaba demostrando ser una doncella muy atenta. Pero ella era incapaz de responder. Incapaz. Tenía los músculos de la cara tensos, no podía abrir la boca. Ahora se sentó en su habitación, con los codos sobre el tablero de cuero de su mesa, los dedos entrelazados y la mirada fija al frente, y apenas fue consciente de que Vincent había entrado tras ella. Estaría bien que Vincent le hablara y ella no pudiera contestar. Aglae volvió la cabeza con un gesto de impaciencia.

—Aglae —dijo él, de pie tras el respaldo de la silla.

Una serie de imágenes le pasó por la mente, retazos de información a los que daba vueltas una y otra vez. Sin emoción, ¡sin emoción! Aquella incapacidad física de hablar era una locura. Que Philippe había muerto en la cama de su concubina mulata. Que ella había salido gritando a la calle. Que el cuerpo estaba tan desnutrido que tenía el rostro oscuro y hundido. Que había sido ese funerario de color, Lermontant, que tenía muchos clientes blancos ricos, el que con su notable habilidad había reconstruido la cara para que no obstante el féretro pudiera estar abierto. Que la concubina vivía en la Rue St. Anne y que tenía dos hijos cuarterones. ¡Que había sido la concubina de Philippe durante dieciocho años! ¡Que Felix, su cochero, había residido aquí y allí, con su amo durante dieciocho años!

Cerró los ojos y dijo llanamente:

—¡Philippe Ferronaire! ¡Morir de esta manera, Philippe Ferronaire…!

Other books

Sweet Thursday by John Steinbeck
Beatles vs. Stones by John McMillian
Fly Away Home by Jennifer Weiner
Dead Over Heels by Alison Kemper
Flame's Dawn by Jillian David
A Glass of Blessings by Barbara Pym
Bloom and Doom by Beverly Allen
Blood Secret by Sharon Page