La noche de todos los santos (93 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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—Lo siento —suspiró Marcel—. Tú eres el que menos culpa tiene de todo esto… Pero ahora no podemos ayudarnos. Tenemos que ahorrarnos el dolor de nuestra mutua presencia.

La única respuesta de Richard fue el silencio. Se quedó junto a la ventana, sin apartar los ojos de los cristales mojados. Había dejado de llover y la noche y la habitación estaban en perfecta calma. Luego, muy despacio, atravesó la habitación, sin hacer apenas ruido con sus pesadas botas, y se marchó sin pronunciar una sola palabra.

Christophe miraba el fuego.

—He sido muy cruel con él, ¿verdad? —le preguntó Marcel.

Christophe hizo un gesto como diciendo «qué se le va a hacer».

—Pero ella… ella… ¿entró en el salón de la casa de Dolly?

A Marcel le fallaba la voz. Si seguía hablando se echaría a llorar como un niño. Al ver que Christophe asentía con la cabeza, apartó la mirada.

—Marcel, no espero que lo comprendas —murmuró Christophe—, pero no es el peor destino que podía, esperan a Marie. Me imagino que recordarás lo amargada que estaba Dolly antes de elegir su camino. Y en cierto modo ese camino significó para ella elegir la vida sobre la muerte. Ahora le está ofreciendo eso mismo a tu hermana. Dolly cuidará de ella y de nuevo será elegir la vida sobre la muerte.

Incapaz de soportar por más tiempo aquella situación, Marcel se levantó para marcharse.

—Pero antes o después, Marcel, tendrás que empezar a pensar en ti.

—Ahora no puedo pensar en nada, Christophe, no puedo ni respirar.

—Lo comprendo, pero la situación de Marie no es probable que cambie. No sé si existe algo que pueda salvarla, llegados a este punto, pero no lo creo. Lo que sisé es que tú deberías seguir viviendo, que no te puedes pasar la vida llorando por ella como si la hubieran enterrado viva.

Hizo que Marcel volviera a sentarse a la mesa y siguió hablándole con tono tranquilo y grave.

—Tienes pensado vender la casa y los muebles para sacarlo que puedas, y como tú sabes yo tengo aquí doscientos dólares…

—¡Si Marie quisiera venirse conmigo! —dijo Marcel—. Entonces los aceptaría por ella.

—Ya lo sé, pero ahora te pido que los aceptes por mí. Te estoy pidiendo que cojas ese dinero y lo que saques de tu propiedad y te vayas a París por tu cuenta. En cuanto llegues te mandaré más dinero, te enviaré dinero cada mes, lo suficiente para que vayas a la universidad…

—¡Christophe, no me tortures más! —exclamó Marcel—. No puedo aceptarlo, y no lo voy a aceptar.

Pero Christophe se mantuvo firme.

—Tienes que hacerlo por mí —suplicó—, ¿no lo comprendes? Yo ya he tenido mi oportunidad, Marcel, sé lo que es vivir en un lugar donde no soy un hombre de color sino simplemente un hombre. Ahora quiero que seas tú el que tenga esa oportunidad. No apartes la mirada, Marcel. Tienes que permitirme que haga esto… que lo haga por mí, no sólo por ti. Yo sé que es posible, si tú me permitieras…

Marcel se levantó de pronto, como si de nuevo quisiera marcharse.

—Durante toda mi vida me han estado diciendo que alguien se iba a encargar de mi futuro, que monsieur Philippe me daría una herencia y me mandaría a París como un caballero. Lo he oído tantas veces que acabé creyéndome que tenía derecho a ello, que había nacido para ser un caballero acomodado. Pues bien, todo era una quimera, y mi convicción de que no podría ser feliz más que en París ha causado mucho dolor, a mí y a los seres que amo.

»Si no hubiera ido a Bontemps, furioso por las promesas rotas de monsieur Philippe, no me habrían enviado a Sans Souci y habría estado aquí cuando Marie me necesitaba, cuando mi madre intentó conseguirme ese sueño utilizando a mi hermana. Habría estado aquí para cuidar de ella, habría estado pendiente de ella continuamente.

—Sería un craso error que te culparas de esto —dijo Christophe.

—No me siento culpable. Ya sé que las cosas no son tan sencillas, que el bien y el mal, como me explicaste una vez, no están tan definidos. Lo que digo es que he estado siguiendo un camino en vano, y que ya es hora de que cambie. Ya es hora de que haga algo por mí mismo. Cuando haga ese viaje a Francia, que lo haré, me lo habré ganado yo, el viaje y los medios para mantenerme una vez allí.

»Así que ya ves, independientemente de lo que pase con Marie, no puedo aceptar tu oferta, y mientras Marie esté con Dolly Rose yo debo quedarme aquí.

—V—

S
iempre había una gran agitación en la casa a esa hora, una agitación que se advertía incluso en las habitaciones, en los pasos apresurados por las galerías, en la música del piano que resonaba por el largo pasillo de modo que cuando se abría la puerta trasera se oía en el patio, lleno de lámparas para que los caballeros pudieran rondar por allí en busca de aire fresco a pesar del frío.

Dolly iba muy bien vestida con su traje favorito de terciopelo negro, y se estaba poniendo con mucho cuidado las camelias blancas en el pelo. Había vestido a Marie de encaje y le había puesto dos anillos de plata. Al principio había elegido una falda de seda color lavanda, pero enseguida la descartó.

—Azul marino —dijo—. Tienes que llevar un color fuerte, apasionado. —Seda azul marino, con la falda festoneada y salpicada de racimos de perlas en los que llameaban cintas verdes como si fueran hojas diminutas. Dolly le bajó por los hombros las mangas abombadas y le dio la vuelta a Marie para que se admirara en el espejo. Un hondo canal mostraba el generoso tamaño de los pechos de Marie.

Dolly fue al salón de la casa grande para su aparición de rigor —nunca demasiado prolongada— y dejó a Marie a solas en la habitación. Al cabo de un momento Marie salió en silencio a caminar bajo las estrellas.

El aire invernal era de un frescor maravilloso. Las ramas desnudas de los arrayanes relumbraban bajo la Luna, y la hiedra, todavía mojada por la lluvia, se estremecía en los altos muros de ladrillo, se enredaba en las balaustradas de la casa grande y caía en cascada sobre la entrada de los carruajes hasta rozar el suelo, oscilando ligeramente. Un hombre acababa de salir al porche del primer piso y al ver a Marie se llevó la mano al sombrero. Ella lo vio pasar por delante de las puertas cerradas del ala trasera, que se extendía como un brazo contra uno de los lados del patio. Sabía que él la miraba fijamente, percibía su sonrisa bajo el bigote. El hombre se llevó de nuevo la mano al sombrero antes de desaparecer en una de las largas y estrechas habitaciones.

La música era de ritmo rápido. Marie, entre los árboles y las lámparas encendidas, creía oír el rumor de los bailarines en el suelo de madera. Los cascos de los caballos resonaban en los lejanos adoquines de la calle y las estrellas se ocultaban tras las formas fantasmagóricas de las nubes. Marie deseó haber cogido su copa. Habría sido agradable sentir el calor del vino. Se puso a caminar en círculos, disfrutando del sonido de sus tacones en las losetas, sabiendo que esa noche podría entrar en la casa, podría conseguirlo, a pesar de lo asustada que había estado la primera vez.

Era una nueva vida, una nueva vida, se repetía sin cesar. No tenía pasado, no tenía existencia aparte de aquel lugar. Ni siquiera mentalmente pronunciaría el nombre de Richard, no volvería a pensar en él. Todo aquello había desaparecido, junto con sus traiciones y sus sufrimientos, su éxtasis mal entendido, su amor. Aquélla era una nueva vida y… ¡Se le quedó la mente en blanco!

De pronto deseó que Dolly estuviera con ella.

Si Dolly estuviera con ella, sólo unos instantes, entonces tal vez, tal vez podría entrar otra vez en ese salón. Pero en ese momento le parecía imposible haber entrado en él por su propio pie la noche anterior. Una vaga excitación la había llevado hasta allí, inesperadamente. Dolly bailaba con frenesí, envuelta en un frufrú de terciopelo, con un anciano blanco de pelo plateado y ademanes elegantes pero ridículos en su intento por parecer ágil. La sala era un conjunto de rostros en sombras, velas y música. Las mujeres le sonreían desde los bordes en la penumbra de la alfombra y los hombres inclinaban la cabeza. Marie se deslizó hasta un rincón del comedor, desde donde pudiera verlo todo sin que repararan en ella, pero entonces el anciano besó la mano de Dolly, se acercó a Marie y se sentó a su lado. Ella se puso tensa. Había en los modales del anciano algo tierno, cariñoso, pero se le oía respirar con demasiada agitación bajo su enorme bigote blanco. Marie notó la insistente presión de su mano y tuvo pánico. «¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó. No recordaba haber salido corriendo.

Cuando Dolly fue a verla, le dijo:

—El tiempo no es importante. Aquí conmigo estás a salvo, pero algún día lo harás, y lo harás porque eso está ahí, aguardándote. Llegará un momento en que aquí te sentirás aburrida, desdichada, inquieta, y tú misma querrás salir de esta habitación.

Marie, curiosamente, se quedó más tranquila y se durmió en brazos de Dolly.

¿Estaba aburrida esa noche? ¿Estaba inquieta? ¿Por eso había tenido tantas ansias de vestirse y salir sola al patio? No, era algo más, algo que Dolly todavía no había empezado a comprender porque Dolly no sabía que nadie había querido nunca a Marie como la quería ella, no sabía lo extraordinario que le resultaba el calor de la cama cuando se acostaban las dos juntas, o las suaves caricias maternales, aquella sinceridad, aquella delicadeza, aquella confianza. Al revelarle a Marie con toda franqueza y honestidad los secretos del cuerpo femenino, las pasiones a las que todas las mujeres estaban sometidas, ya fueran inexpertas o experimentadas, inocentes o diestras, Dolly la había ido apartando cada vez más de las voces del pasado que no habían hecho más que engañarla y traicionarla. Marie deseaba complacer a Dolly como no había deseado complacer a nadie en su vida, y por eso había salido esa noche, por eso deseaba volver a entrar en el salón.

Porque aunque Dolly hablaba de tiempo y de paciéndolo que en realidad quería era que Marie estuviera viva, que fuera feliz, que volviera a nacer con la libertad de Dolly y con un corazón como el suyo, curiosamente protegido.

Sí, Marie estaba allí por Dolly. Pero no podía hacerlo, no podía ir a la casa grande.

Inclinó la cabeza y paseó en silencio en torno a la fuente hasta que en el camino de carruajes, tras las cortinas de hiedra, vio de reojo la inconfundible silueta de un hombre alto.

Dio media vuelta de inmediato y se encaminó presurosa a las habitaciones. Por un segundo creyó haber imaginado los pasos que resonaban en el patio, pero luego se dio cuenta de que un hombre la seguía por las escaleras. Pensó en gritar llamando a Sanitte, la doncella de Dolly, o a la misma Dolly. Pero tal vez se estaba comportando como una tonta, tal vez se trataba de alguien conocido que solía visitar la casa. Marie atravesó la galería a la carrera, con las mejillas ardiendo, y al llegar a la puerta de su refugio sintió la mano de él en el brazo desnudo.

—¡Marie!

Ella cerró los ojos, sin aliento.

—Suéltame.

—Marie, soy yo, Richard. ¡Por favor! —Se puso delante de ella.

—Richard, vete de aquí —susurró Marie—. Si no te vas, gritaré. Voy a gritar ahora mismo. —Abrió las puertas del dormitorio. Richard entró tras ella, cerró de golpe y al ver dónde estaba… el tocador atestado de cosas, la enorme cama deshecha… se sintió visiblemente perdido.

Parecía que hubieran pasad o cien, años desde la última vez que lo vio. Durante todo aquel tiempo Marie no se había permitido ni una vez visualizar su rostro. Ahora estaba allí, su espléndida estatura, el pelo rizado sobre el cuello de su capa, sus grandes ojos castaños que, teñidos de tristeza, inspeccionaban la habitación. Richard miró las lámparas sobre el armario, las lámparas junto al canapé, y cuando Marie se sentó frente al tocador sobre el taburete acolchado, la miró a ella y luego apartó la vista.

—¿Por qué has venido? —le preguntó Marie con amargura—. ¿A qué has venido, si ni siquiera puedes mirarme?

Richard levantó los párpados muy despacio y Marie pudo ver la confusión en su rostro, aunque no sabía qué veía él en ella. «Muy cambiada», había dicho Christophe, pero la expresión quedaba patéticamente inadecuada. Marie con su largo pelo suelto sobre la espalda, el escote y los brazos desnudos bajo el resplandor de las lámparas, era como siempre una belleza perfecta, pero había desaparecido el velo de serenidad de sus ojos y un nuevo fuego irradiaba de su interior. Era como si la joven que Richard había conocido hubiera sido un diamante en bruto, y allí estaba ahora la mujer, llena de una nueva pasión que le incendiaba los ojos y afectaba todos sus rasgos, sus ademanes, incluso su postura en el banco, con el codo en la cómoda, la cabeza vuelta hacia él casi con arrogancia, el dedo en la mejilla. Estaba rodeada por todos los suntuosos atavíos del mundo de Dolly, los mismos que había visto Richard en la casa grande la primera vez que entró en ella, cuando murió la hija de Dolly.

—Vete, Richard.

—Tenía que verlo con mis propios ojos —dijo él, sosteniéndole la mirada, aunque le costaba un gran esfuerzo no apartar la vista—. Tenía que saber que has decidido quedarte aquí. Lo tenía que oír de tus propios labios. —Miraba a Marie con el rostro desencajado, invadido de una espantosa tristeza—. Tiene que haber algún otro lugar para ti —balbuceó—. Hay otros sitios. Marcel se ha quedado con la casa, podrías ir allí…

Pero nada de aquello tenía sentido. ¿Cómo podría vivir Marie en la casa, cuando todos se detendrían al pasar por delante para intentar verla desde la verja, cuando cada vez que pusiera el pie en la calle se oirían rumores y se girarían las cabezas? Tendría que soportar además las inevitables vulgaridades de los hombres sin educación del barrio, que la creerían mancillada y por tanto fácil. ¿Por qué le había dicho aquella tontería? Seguramente lo que quería decir era que tenía que haber alguna respuesta, alguna solución.

—Está tu tía en el campo, en Río Cane —susurró desesperado, pero al miraría quedó conmocionado por la incandescencia de sus grandes ojos negros.

—¿Y qué te hace pensar que ella me aceptaría, Richard? Mi madre y mis tías me han desheredado, y mi madre y mi tía Louisa se han ido a Sans Souci. Antes que ir a vivir con ellas preferiría morir, y te aseguro que ellas jamás consentirían en vivir conmigo.

—Entonces el convento, Marie, el convento…

—¿Para qué, Richard? ¿Para hacértelo más fácil a ti?

Richard jamás le había oído aquella voz, aquel tono incisivo, aquella rapidez de palabras, que iban más veloces que sus propios pensamientos. La voz de Marie había sido siempre tan tímida, tan dulce. No podría soportar aquello mucho más. No había llorado desde que tenía doce años, y ahora estaba al borde de las lágrimas.

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