¿Qué haría? ¿Qué haría con su vida? Era curioso que en medio de un marasmo de dificultades esa pregunta encendiera una llama en su interior, una llama que le caldeó el corazón.
L
a lluvia caía torrencial por los cristales y de huevo se oyó la insistente llamada.
—
Michie
—dijo Felix, abandonando su adormilada postura junto a la chimenea. Estaba sentado, con sus nervudas manos negras entrelazadas sobre la rodilla doblada, mirando por las ventanas un paisaje al que la lluvia desdibujaba las formas y confería espléndidos colores.
—Ya lo he oído —refunfuñó Philippe—. Abre esa botella. —Descubrió otro naipe. Una dama roja, una dama roja sobre un rey negro, estaba seguro de que habría un rey negro—. No, ésa no, el whisky de Kentucky —dijo. Volvieron a llamar a la puerta.
Felix llenó el vaso.
—Es la
maitresse, michie
—susurró. Miró a Philippe, casi soñoliento. La agitación que traslucía su enjuto rostro negro era remota, como si no tuviera que ver con aquel momento y aquel lugar.
—Hmm. —Philippe volvió a reunir las cartas en un mazo y las barajó con agilidad—. A miss Betsy le encanta esto —rió, mirando un instante a Felix mientras arqueaba las dos mitades de la baraja para que las cartas cayeran unas sobre otras. Miss Betsy era la hija de Philippe, ausente en ese momento—. Le encanta —rió de nuevo Philippe. Siempre la llamaba miss Betsy porque hablaba inglés muy bien y tenía muchos amigos americanos. La sola idea de miss Betsy le hacía sonreír complacido. Miss Betsy había cumplido diez años la semana anterior, una damita perfecta con su pelo rubio y sus ojos azules—. Así me gusta —dijo al repartir la primera línea del solitario sobre la reluciente superficie de la mesa. Se detuvo a beber un largo trago—. Así me gusta, dos ases nada más empezar. —Los sacó rápidamente y los colocó encima de la hilera de cartas. Sus ojos se movían sobre los naipes satinados, la mesa pulida, el brillo ambarino del whisky en el vaso.
Se detuvo entonces con la mirada perdida. Se oía el chasquido de una llave en la cerradura. Su rostro abotargado de mejillas amoratadas entreveradas de venillas rotas se tornó de piedra. Aglae entró en la habitación y, tras escrutarla al punto con la mirada, le hizo un gesto a Felix para que se marchara.
—No te muevas —le dijo Philippe, mirando torvamente a su criado. Felix volvió a dejarse caer en el rincón de la chimenea, donde el fuego no iluminaba más que el brillo de sus ojos pacientes.
La señora jamás contradecía las órdenes del señor, reacia a desafiar su autoridad en presencia de los esclavos.
—¿Y bien? —preguntó Philippe—. Así que no tengo intimidad ni siquiera en el
garçonnière
. ¿Y dónde está su sombra? ¿Cómo es que no ha traído a su hermanito para que echara abajo la puerta? —Cogió la dama de picas—. ¿Nunca le han echado las cartas? —Lo dijo con una sonrisa tan dulce y natural que ningún extraño habría percibido su amargura—. A mí me las han echado un millar de veces, y siempre aparece la carta del jugador. Soy un hombre dispuesto a correr riesgos. Prefiero lo desconocido antes que lo conocido.
—Monsieur —replicó ella Con tono deliberadamente monocorde—, se está usted jugando la cosecha entera.
Philippe abrió mucho los ojos y su expresión se tornó pensativa. Vincent había entrado en la habitación, tan reticente como Felix en su rincón. Philippe descubrió otra carta con un suspiro.
—Madame, hay madera suficiente para que la refinería marche tres años —dijo con aquella sonrisa fácil—, todas las cercas están reparadas, la…
—Puede ser, monsieur, pero lleva tres días encerrado en esta habitación.
Philippe observó las cartas y puso un rey negro en el espacio vacío dejado por el as que acababa de retirar. Luego se miró la palma de la mano y se la tendió a Aglae a la luz del fuego.
—Ampollas, madame. Llevo una semana a caballo. Las ampollas tardan un tiempo en curarse.
—Monsieur, si no recogemos la cosecha ahora corremos un enorme riesgo. Si dejara esta habitación tan sólo el tiempo suficiente para…
—Es demasiado pronto —dijo él con firmeza. Puso el dos de trébol sobre el as.
—Monsieur, la temperatura ha bajado drásticamente —se oyó la misma voz monótona. Aglae se recortaba contra el fuego, rígida como si fuera de cartón—. No ha salido de esta habitación en tres…
—¿Cuándo he esperado tanto tiempo? —preguntó Philippe—. Madame, he dirigido esta plantación dieciocho años y nunca, nunca he esperado tanto.
—Estoy perdiendo la paciencia, monsieur.
—¡Que está perdiendo la paciencia! —Abrió desmesuradamente los ojos, un sofoco le desfiguró el rostro y sus cejas rubias se destacaron contra la piel rosada dando una marcada intensidad a su cólera—. ¡Que está perdiendo la paciencia! ¿Y su marido, madame? ¡Dieciocho años de gélida cortesía y de venenoso decoro! Dígame, madame, ¿qué tiene en la cabeza? Debe de ser un lugar yermo y congelado para que la fortaleza que lo rodea sea tan inexpugnable, tan helada —le espetó.
—Aglae, vámonos —terció Vincent.
—Ah, sí, su adorado muchacho, la alegría de la vejez de su padre. —Philippe sacó otra carta. Buena suerte, un siete rojo. La puso muy cuidadosamente en su sitio y enderezó con la mano las hileras de naipes. Tenía los ojos vidriosos de lágrimas. Miró a Vincent, que apartó la cara—. Muy bien, haced lo que queráis, cortad la caña, venga, cortad la caña. Adelante, decidle a Rousseau que corte la caña —dijo encogiéndose de hombros—. Y si el tiempo aguanta otro mes, ¿qué diréis entonces? Que corté la caña demasiado pronto, que ya no soy el amo. Y si mañana hay una helada diréis que esperé demasiado. —Soltó una carcajada—. Haced lo que queráis. Salga usted misma a los campos si le place, madame. Yo estoy cansado, este capataz que trabaja sin cobrar está cansado… Esta habitación, esta habitación es ahora mi Nueva Orleans. Ahora, si me disculpa… —Se interrumpió, dejó que el mazo de cartas se le deslizara de la mano y apoyó la cabeza inclinada en las manos—. ¿Qué quiere de mí, madame? —susurró.
—Que acabe con esto, monsieur —dijo Aglae—. Sus hijos no le ven hace tres días. Miss Betsy está llorando, monsieur…
—¡Miss Betsy me quiere!
—Y Henry ya es lo bastante mayor para comprender…
—¡Henry me quiere!
—Debe usted comer, monsieur… Necesita comer como Dios manda…
Philippe se echó a reír, la cabeza inclinada todavía. El vello del dorso de las manos le brillaba dorado a la luz del fuego.
—Necesito amor, madame. ¿Por qué no le dice a sus hijos lo que piensa de su padre, lo que siempre ha pensado de él? —Vincent salió en silencio a la galería, perfilado contra la cortina de lluvia, y cerró la puerta—. ¿Por qué compartir ese secreto sólo con su hermano? —Preguntó Philippe—. No, madame, es hora de que los haga conocedores del infierno de hielo y nieve en el que fueron concebidos…
—Está usted loco, monsieur. Mañana comenzamos la cosecha.
En cuanto Aglae abrió los ojos supo que Philippe estaba en la habitación, y Philippe no había estado en esa habitación en cinco años. Un fuego ardía en el hogar y su calor la había despertado, acostumbrada como estaba a ordenar el fuego sólo cuando ya se había levantado y vestido. Junto a ella dormía miss Betsy. Se había despertado asustada por la noche y se le había metido en la cama. Aglae cubrió con las mantas los hombros de su hija y se levantó con cuidado, dejando que el camisón de franela le cayera hasta los pies mientras se ponía la bata junto a la cama. La larga y poblada trenza de cabello color sal y pimienta le había producido el familiar dolor en la nuca de todas las mañanas. Se acercó a las puertas del armario y vio en los espejos a Philippe sentado junto a las llamas. Llevaba botas de montar, la levita con el cuello de piel y bajo su rostro exhausto de ojos enrojecidos relucía el azul de su corbata de seda.
—¿Por qué ha venido, monsieur? —le preguntó ella—. Me voy a vestir.
—¿Ah, sí? —Philippe movió ligeramente la cabeza para mirarla a través del mismo espejo, iba bien arreglado. Las cadenas de oro de su reloj se cruzaban en los botones del chaleco bordado, donde el aroma limpio de su colonia se confundía con su aliento rancio y fermentado.
—¿Piensa ir a montar por los campos después de haberse pasado despierto toda la noche? —preguntó Aglae, abriendo la puerta—. Le sugiero que le deje el trabajo a Vincent y Rousseau.
—No voy a montar por los campos, madame —replicó él, obviamente divertido—. Me voy a Nueva Orleans para una prolongada estancia.
Los hombros frágiles de Aglae se hundieron ligeramente bajo el holgado camisón. Apoyó un instante la cabeza en el brazo que tenía extendido, aferrándose con la mano a un vestido negro colgado.
—¡Monsieur, hoy empezamos la cosecha! —dijo entre dientes.
—¿Ah, sí, madame? Bueno, pues su capataz gratuito no estará aquí para dirigirla este año. El capataz se despide. ¿Ve esto? —Se sacó de la chaqueta un pliego de papeles—. Están todos firmados, madame, tal como deseaba. Su amado Bontemps ya no está en mis manos. Y en cuanto ejerza su nuevo poder legal firmándome varios cheques, los papeles son suyos. Seis cheques de mil cada uno. Con fecha de un mes cada uno. Siempre he sabido que es una mujer de palabra.
—¡Y luego qué, monsieur! —Aglae se dio la vuelta, furiosa. La niña, un bulto bajo la colcha blanca, se agitó en la cama.
Philippe se encogió de hombros. Sus ojos azules, llameaban con un fuego salvaje. Era la suya una figura enorme y pesada en la pequeña silla de patas curvas.
—Ya lo veremos, ¿hmmm? Seis cheques, madame, de mil cada uno, y ya veremos. Soy un jugador.
—Está cometiendo un terrible error —dijo ella, con la voz alterada por primera vez.
Philippe se acercó a la cama y deslizó un brazo bajo su hijita.
—Miss Betsy —susurró.
—Hmm, papá… —respondió la niña.
—Dame un beso,
ma petite, ma chérie
… —suspiró él, cogiéndola en brazos. Aglae entró descalza y en silencio en el vestidor y se apretó la frente con la mano como si quisiera romperse el cráneo.
Al cabo de media hora estaba vestida y tenía los cheques firmados. El inmenso estudio de la planta baja estaba helado, sin fuego. Una densa niebla cubría las ventanas tras las cortinas color azafrán. Aglae había firmado con mano rígida mientras Philippe, con un vaso de whisky en la mano, caminaba de un lado a otro sobre la enorme alfombra turca, canturreando una alegre melodía de la ópera que Aglae conocía. Ella lo miró con expresión sombría. Cuando Philippe se dio la vuelta, le tendió los cheques con la vista baja.
—¿Qué les diré a los niños? —preguntó.
—No sé, madame. —Philippe dejó el vaso, dobló los papeles y se los metió en el bolsillo—. Pero piense bien lo que les va a decir, puesto que es probable que se lo crean todo, hasta el último detalle. —Y diciendo esto se marchó.
Aglae se quedó inmóvil, pero de pronto se levantó con tal brusquedad que sacudió la mesa. Salió al pasillo y apremió el paso hasta casi echar a correr al llegar a la puerta de salida. Philippe acababa de montar y le hacía un gesto a Felix para que lo siguiera. La niebla del río envolvía toda la avenida de robles, de modo que apenas se veía otra cosa que la tenue silueta de los árboles más cercanos.
—¡Monsieur! —gritó Aglae, con voz apenas audible bajo el viento. Philippe giró el caballo, haciéndolo retroceder y se acercó a ella—. No lo haga, monsieur. ¡No se vaya! —Lo miraba muy rígida, agarrándose las faldas con las manos—. ¡No lo haga! —repitió—. Lo estaba haciendo bien, monsieur, tenía las riendas otra vez. —Hablaba a borbotones, tan rígida como si se le estuviera escapando algo de inmenso valor—. ¡No irá a marcharse, monsieur!
Pero Philippe se limitó a sonreír al tiempo que espoleaba al caballo mirando por encima de Aglae, más allá de ella, como si inspeccionara la enorme fachada de la casa de dos pisos. La sonrisa era vaga, desconocida, y no parecía tener nada que ver con aquel momento ni con ella. Hundió las rodillas en el flanco del caballo y el brusco movimiento de los cascos disparó una lluvia de hierba mojada contra el vestido de Aglae. Ella se llevó la mano al cuello, como si se ahogara, y un grito murió en sus labios. Se quedó mirando cómo caballo y jinete se sumergían en la niebla, sin el más leve sonido por encima del viento, hasta desvanecerse totalmente ante sus ojos.
Ya anochecía cuando Philippe llegó a la Rue Ste. Anne. Enseguida se dio cuenta de que las habitaciones delanteras estaban a oscuras. Tenía la mano congelada en las riendas y el pelo y el cuello de la chaqueta cubiertos de escarcha. Llevó a la yegua negra al callejón, seguido de Felix, y alzó cansinamente el brazo al sentir la suave bofetada de las oscuras hojas mojadas de los plátanos. Felix desmontó de inmediato y fue a llenar un cubo a la cisterna. En ese momento chirrió la puerta de la cocina y asomó el rostro de Lisette. Philippe la saludó con un guiño mientras desmontaba.
—Aquí está mi chica —dijo.
Una luz brilló tras las cortinas de encaje del dormitorio de Cecile, y al cabo de un instante Philippe la tenía entre sus brazos. Cecile estaba muy suave con su camisón de seda, y tan caliente que Philippe sentía que sus dedos le quemaban la cara helada.
—Preciosa, preciosa —jadeó, levantándola en sus brazos. El calor de la habitación lo envolvía como un delicioso fluido—. No llores, preciosa, venga, venga, no llores —susurró mientras la llevaba hacia la cama. Al pegar su boca a la de ella la sintió temblar. Cecile enterró la cabeza en su cuello y todo su cuerpo de formas redondas se rindió a él—. Quítate la ropa, preciosa. —Philippe observó, a través de una bruma, cómo aquellos diminutos dedos negros hacían un milagro con los botones. El fuego cegaba sus ojos húmedos.
Se despertó pasada la medianoche. Cecile le tenía preparado un plato de ostras, pan caliente con mucha mantequilla y un tazón de sopa que él bebió masticando los tropezones de carne con quedos gemidos de placer. Luego se estiró, tocando con los nudillos el cabezal de caoba, y volvió a reclinarse en la almohada.
—¿Y Marcel? —susurró a punto de dormirse.
—Se ha ido al campo, monsieur. A hacer una larga visita —dijo Cecile—. ¿Quiere la camisa de dormir, monsieur?
—No,
chère
, sólo tus brazos —suspiró él—. Una larga visita al campo, una visita muy larga. Perfecto.
N
inguno de los sobrinos, sobrinas, primos, tías y tíos habían dejado Sans Souci a pesar de que ya habían pasado cuatro días desde Año Nuevo. En las once habitaciones de la mansión ardían vivos fuegos en las chimeneas y el aroma de la carne asada que salía de las cabañas de los esclavos flotaba en el aire frío. El día, no obstante, era bastante cálido para esa época del año.