El niño se echó a llorar.
Anna Bella se quedó mirando a
michie
Vince, apretándose la cara con las manos. De pronto pasó junto a él y metió las manos en la cuna para coger al pequeño. Lo envolvió entre las mantas, se dio la vuelta torpemente y se fue corriendo al fondo de la casa. Al llegar a la puerta trasera se detuvo de pronto sin saber qué hacer. Inclinó la cabeza y golpeó la puerta con la frente. Se quedó allí con los ojos cerrados, acariciando instintivamente al pequeño Martin, que dejó de llorar.
Debía de llevar una hora sentada a solas en el dormitorio sin luz. Sólo se movía la parte superior de su cuerpo adelante y atrás, adelante y atrás, meciendo al niño. No oía nada en el salón, ni el más leve sonido. Llegó a pensar que se había quedado dormida y que
michie
Vince se había marchado, hasta que por fin se oyó el crujido de sus botas y de reojo, sin darse la vuelta, Anna Bella vio su oscura silueta en la puerta.
—Anna Bella —comenzó él, con la voz muy suave, casi sin aliento—. Anna Bella, yo… yo… —Se interrumpió con un suspiro. Al cabo de una larga pausa se acercó a ella despacio y le cogió el hombro con ternura.
Ella siguió mirando hacia delante, sin dejar de acunar al niño en sus brazos. Luego se levantó, se acercó a la puerta trasera y miró la noche. Las cigarras seguían cantando en los árboles con aquellos sonidos ásperos que se alzaban en terribles agudos antes de desvanecerse. Anna Bella no las había oído hasta ese momento, y ahora, de pronto, la enervaron.
Oyó y sintió que
michie
Vince se acercaba a ella, advirtió el peso de su frente en la nuca. Él movía la cabeza de un lado a otro contra ella, con las manos en sus brazos.
—
Michie
Vince —dijo Anna Bella, con la voz ya seca de lágrimas—, me doy cuenta de que ésta es su casa, aunque la haya puesto a mi nombre, pero si me preguntara qué es lo que más deseo en este momento,
michie
Vince, le diría que se marchara usted y me dejara sola. Eso es lo que de verdad deseo, que se marche y me deje sola. Me han dicho que un caballero jamás se queda donde no se desea su presencia y siempre he sabido que es usted un caballero. —Se quedó mirando fijamente las tinieblas, sin ver árboles, cielo ni estrellas. Sintió las manos de él distenderse en sus brazos para luego apartarlas.
Un inveterado coraje le hizo darse la vuelta y, con los ojos habituados a la oscuridad, le vio la cara. Él la miraba con la barbilla alzada, los ojos duros.
—Le agradecería mucho que fuera tan amable de marcharse y dejarnos solos a mí y a mi hijo.
Vincent alzó las cejas mirando al suelo. Se dio la vuelta sin pronunciar una palabra y se marchó.
Era casi medianoche cuando Anna Bella lo oyó entrar de nuevo.
Se había dejado su capa. Anna Bella la había visto en el salón y sospechó que volvería. Ahora estaba sentada junto a la cuna en el dormitorio y no se movió. Oyó todos sus pasos. Supo que había cogido la capa de la silla, oyó el rumor de los botones y supo por varios sonidos que se la había puesto. Pareció que se acercaba al dormitorio, pero se detuvo. Anna Bella casi sintió deseos de levantarse y decir algo, no sabía qué. Pero no se movió. De pronto los pasos se alejaron rápidamente por el salón para luego desaparecer por el camino.
Por la mañana, Zurlina se sorprendió al encontrar a Anna Bella vestida y sentada en el salón con su pequeño secreter portátil. Le tendió un papel doblado.
—¿Qué es esto? —preguntó la esclava mirándolo.
—El papel que dice que me perteneces —respondió Anna Bella—. Cógelo y márchate. No me importa adonde vayas, no quiero volverte a ver por aquí. Tienes dinero, siempre lo has tenido.
Michie
Vince siempre te está dando dinero, así que cógelo y márchate. Vete a trabajar con las ancianas de la casa de huéspedes, o a donde quieras, me da igual.
Zurlina entornó los ojos y torció las comisuras de los labios.
—No puede vivir aquí sola. Pero si ni siquiera puede salir todavía…
—Ya veremos si puedo o no. Ahora fuera de aquí.
—Antes hablaré con
michie
Vince.
—Yo en tu lugar no lo haría —replicó Anna Bella—, porque mira, esos papeles dicen que me perteneces a mí, pero si yo le digo a
michie
Vince lo mal que me has tratado, todo el mal que me has hecho a sus espaldas, podría pedirme que firmara ese papel para pasarle tu propiedad y, quién sabe, tal vez acabaras cortando caña en los campos. Yo en tu lugar me marcharía, cogería ese papel y me marcharía.
—¡Zorra negra! —gritó Zurlina.
—Eres libre. Te doy la libertad —dijo Anna Bella con una fría sonrisa—. Fuera de aquí.
L
os muelles bullían de agitación mientras se iban acercando las cinco de la tarde. Las pasarelas estaban atestadas y la luz del corto día de septiembre decrecía en un atardecer rojo sobre las chimeneas que se extendían por el malecón hasta donde alcanzaba la vista. Marcel estaba inmóvil entre los ajetreados pasajeros, con los ojos fijos en las altas cubiertas del vapor
Arcadie Belle
. Marie le apretaba el brazo con dulzura.
—Me escribirás, ¿verdad, Marcel? —le dijo.
—Pues claro que te escribiré. Pero a pesar de lo que yo haya hecho, monsieur Philippe y Rudolphe han accedido al matrimonio, y Jacquemine ya ha comunicado el deseo de Rudolphe de fijar la fecha. Todo está claro. Monsieur Philippe no volcará sus iras sobre vosotros.
—Ya lo sé —suspiró ella—. Pero me gustaría que te quedaras aquí… que no hubiera motivos para que te fueras.
—Ahí está Christophe —dijo él—. Anda, dame un beso y vete. —Le rozó los labios y le retuvo la mano un instante, como si no quisiera dejarla ir.
Rudolphe estaba detrás de Christophe, no muy lejos de él, con Placide, que llevaba el baúl de Marcel en un carro.
—
Bonsoir, michie
—dijo el esclavo haciendo una marcada reverencia—. Parece que lleva usted aquí ropa suficiente para retirarse al campo el resto de su vida. Por lo menos pesa como si así fuera.
—Súbelo a bordo —dijo Rudolphe disgustado—. Toma, aquí tienes el billete. —Se volvió a Marcel—. Tienes un camarote de primera, aunque yo diría que te ha salido más caro por el color de tu piel. ¿Llevas dinero suelto y billetes de dólar?
—Sí, monsieur. —Marcel se tocó instintivamente el bolsillo del pecho. Había cogido unos doscientos dólares de la caja fuerte de su mesa, dinero ahorrado de las generosas dádivas de monsieur Philippe. Después de asegurarse de que Cecile tenía dinero de sobra para los gastos de la casa, cambió el resto en billetes grandes. Ahora se le volvió a ocurrir que aquélla podía ser la última vez que viera tal fortuna—. Pero, por favor, váyase y llévese a Marie antes de que se eche a llorar y me haga llorar a mí también. Cuídela en mi ausencia, monsieur, me marcho en muy mal momento.
—Ya puedes decirlo. Hoy tu querida madre me ha vuelto a llamar tendero, y con un tonillo delicioso…
Marcel se mordió el labio y esbozó una débil sonrisa.
—Bueno —dijo Rudolphe—, que no se te olvide lo que te he dicho. Si hay muchas
gens de couleur
a bordo, probablemente tendrás un asiento especial en las comidas. Si sólo hay unos cuantos, puede que te pongan una mesa aparte en el comedor a la misma hora que los demás. Tú estate atento, espera a las señales y sé generoso con el dinero, pero no estúpido. Eres un caballero y esperas ser tratado como tal, ¿entendido?
Marcel asintió y le estrechó la mano.
—Cuando vuelvas —prosiguió diciendo Rudolphe—, hablaremos. Entonces habrá que tomar algunas decisiones, cuando te hayas calmado un poco, cuando tengas una mejor perspectiva de las cosas… Bueno, hay tiempo.
Marcel se limitó a sonreír de nuevo en silencioso gesto de consentimiento. Ya le había dicho a Rudolphe firmemente que no se convertiría en su aprendiz en la funeraria, y así se lo había comunicado también a Jacquemine, y todas las amables acciones de Rudolphe, vistas a la luz de las esperanzas rotas de Marcel, le humillaban y dolían, cosa que no había sucedido anteriormente. ¿Ser el cuñado pobre que podría convertirse en una piedra en torno al cuello de Rudolphe? Marcel prefería morir de hambre. Le estrechó la mano con afecto pero no dijo nada más.
Por fin, tras unas cuantas despedidas corteses, Christophe y Marcel se quedaron a solas al pie de la pasarela, donde no interrumpían el paso del torrente de pasajeros y la procesión de maletas y baúles. La cubierta inferior del barco estaba atestada de productos agrícolas, balas de algodón, toneles, caballos y esclavos. Habían subido a bordo, en efecto, una cáfila de miserables seres humanos encadenados entre los que figuraban un par de niños llorosos. Para Marcel, que había vivido siempre en pleno corazón de Nueva Orleans, fue lo más degradante que había visto en su vida.
Tenía los nervios a flor de piel y la visión de los esclavos lo había dejado especialmente triste. No le emocionaba en absoluto el viaje a Sans Souci, en realidad la misma plantación de Sans Souci le parecía un mito, mientras que los últimos días que pasó con Christophe habían sido sublimes. Era como si a Chris se le hubiera quitado un gran peso de los hombros. Sus charlas habían sido más íntimas, animadas y estimulantes que nunca. Marcel no quería marcharse. Esa tarde, pocas horas antes de salir hacia el muelle, Christophe le había hecho un regalo muy especial.
Al principio le pareció que era una revista francesa y Marcel, conmovido por la breve pero afectuosa dedicatoria de Christophe, fue a meterla en su maleta.
—No, mírala —le dijo Christophe.
Se sorprendió al descubrir que había sido publicada en Nueva Orleans. Un instante después la estaba hojeando con incontenible interés. Conocía los nombres de algunos colaboradores, a algunos incluso los conocía en persona y de pronto, excitado, alzó la vista.
—¡Pero si está publicada por nuestra gente! —exclamó—. ¡Son hombres de color!
Christophe asintió con una sonrisa.
—Es el primer número de una publicación cuatrimestral, y lo ha hecho nuestra gente aquí, no en París, sino en Nueva Orleans.
Marcel estaba tan orgulloso que no tenía palabras.
—
L'Album littéraire, journal des jeunes gens, amateurs de la littérature
—leyó el título en voz alta y se quedó un buen rato sentado leyendo los poemas, escritos en un impecable francés parisino. Luego, con cuidado, con reverencia, envolvió la revista en papel marrón y la metió entre sus pertenencias. Estuvo una hora sentado pensando en la publicación, no sin un cierto dolor. Sabía que uno de los colaboradores se había ido hacía poco a París y se rumoreaba que allí se movía con cierto éxito entre los círculos literarios. Su padre tenía una tintorería, y Marcel lo había saludado a menudo por la calle.
Pero lo que obsesionaba a Marcel no era el joven que había cruzado el mar. Más bien estaba pensando en los que se habían quedado en casa. Había sacado varias veces la revista, la hojeaba de nuevo y, tras alisar la cubierta, la metía de nuevo en su sitio. La leería de principio a fin cuando llegara a Sans Souci, Christophe le enviaría el número siguiente y tal vez, sí, desde luego, escribiría a aquellos hombres.
Ahora, mientras sonaba el pitido y la gente comenzaba a correr hacia la pasarela, a Marcel no le sorprendió no encontrar palabras para despedirse de Christophe.
Se miraron a los ojos y Christophe le dio un firme apretón en el brazo.
Marcel forzó una sonrisa, pero sentía el inevitable nudo en la garganta. Cuando Christophe, con los ojos húmedos, lo soltó haciendo un gesto enfático y se dio media vuelta, Marcel echó a andar hacia la cubierta.
Al llegar a la borda, de pronto sintió pánico. Buscó a Christophe y cuando lo distinguió entre la multitud con el brazo alzado, hizo un amplio gesto de saludo mientras sonaba otro violento pitido.
Sólo cuando Christophe desapareció de la vista miró Marcel a su alrededor, la gran extensión de agua azul que acariciaba el casco y las atestadas escaleras que subían a la cubierta superior. En toda su vida, aunque estaba a dos pasos del Misisipí, había surcado sus aguas, y jamás había oído tan cerca el súbito y violento pitido. Sintió un escalofrío de emoción y al acercarse a las escaleras advirtió que el inmenso palacio flotante se estremecía mientras en el muelle los marineros lanzaban las amarras hacia los corpulentos negros que había en la borda, y se dio cuenta de que se estaban moviendo.
Una vez en la cubierta superior se sorprendió al ver que ya se habían alejado unos metros de los muelles. Los grandes barcos anclados se bamboleaban con el movimiento de las aguas del río, y la gente que gritaba desde tierra se hacía cada vez más pequeña mientras recibía los últimos adioses de los pasajeros a bordo.
Cuando todos los demás se habían dispersado, Marcel seguía aferrado a la borda, viendo retroceder la ciudad mientras el barco se dirigía al mismo centro del río. Le sorprendió divisar las torres de la catedral, la alta silueta de los árboles entre las mansardas. Se movían rápidamente dejando atrás la Rue Canal.
El barco parecía muy alejado de la corriente, su gigantesca rueda moviéndose hipnóticamente, las chimeneas vomitando humo, y un temblor por todas partes que sentía en los pies.
Cuando dejó la cubierta ya había oscurecido.
El barco había pasado hacía tiempo las ciudades de Lafayette y Carrollton, dejando atrás el paisaje urbano para entrar en campo abierto, y todo lo que se veía de las plantaciones más allá de los árboles y el dique era el ocasional parpadeo de unas luces. Las estrellas brillaban con una nitidez prodigiosa, muy cerca de la Tierra. El viento era frío y los que paseaban por las cubiertas llevaban gruesas chaquetas o chales. De los salones abiertos salían risas alegres. Marcel no había ido a cenar, reacio a comer por primera vez en su vida en una mesa separada de los hombres blancos. Pero no le importaba demasiado. Estaba nervioso y empezaba a darse cuenta de que por fin se había marchado de Nueva Orleans y que realmente iba de camino a Sans Souci.
Se dio la vuelta para buscar su camarote y le agradó que un amable mozo le indicara el camino. Cuando estaba metiendo la llave en la cerradura, un hombre blanco que se acercaba por el pasillo respondió a su gesto de cabeza con un murmullo a modo de saludo. La pequeña habitación era espléndida, con un empapelado de flores y un mobiliario suntuoso. A través de la ventana se veían los cielos con aquellas milagrosas estrellas tan bajas. «Sans Souci», suspiró, y de pronto cayó en el significado de esas palabras. Llevaban tanto tiempo siendo sólo un nombre y un retrato en la pared que se le había olvidado: «Sin preocupaciones». Sonrió, y aunque tenía la extraña impresión de que tardaría mucho tiempo en revivir la sublime felicidad de sus últimos años, sabía que algo nuevo y tal vez mucho más emocionante estaba sucediendo. Siempre había deseado que terminara ese limbo que era la infancia. Pues bien, ahora estaba llegando a su fin y, perplejo, se fue dando cuenta de que la próxima vez que viera el hogar del que ahora se alejaba sería un hombre independiente.