Y se echó a reír, orgulloso de su broma. Montalbano se levantó de golpe, abrazó a Catarella y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Mimì, creo que las cosas ocurrieron de la siguiente manera. Maria Lojacono se escapa de la casa de su hermana y, para su desgracia, se tropieza con Scillicato, que pasa por allí con su Ape. El pastor se detiene; a lo mejor, Maria ya le ha pedido que la lleve. Scillicato no tarda mucho en darse cuenta de que la chica anda mal de la olla. Entonces decide aprovecharlo y se la lleva a casa. Es evidente que Maria está en un período de abulia de los que sufría tras estar varios días sin hacer nada y que en aquella ocasión la indujo a escaparse. A Scillicato le resulta muy cómoda la situación y ésta se prolonga a lo largo de un mes. Cuando tiene que salir, ata a la chica con una cuerda. La considera una propiedad, como sus gallinas y sus ovejas. Un día, María se despierta, se libra de sus atadura; y se escapa. Pero antes, tentada por la idea del suicidio como otras veces, se apodera del matarratas que Scillicato guarda sin duda en su casa. Cuando el pastor regresa y no la encuentra, no se preocupa demasiado. A lo mejor piensa que la chica regresará con su familia. En vez de eso, Maria se esconde en el búnker y se envenena.
Mucho tiempo después, Scillicato se entera de que todavía están buscando a la chica. Y él también se pone a buscarla, temiendo que pueda revelar los malos tratos de que ha sido objeto durante un mes. Al final, descubre el cadáver y nos llama.
—Eso no lo entiendo —dijo Mimì—. ¿Qué necesidad tenía de intervenir? Si no nos hubiera comunicado el hallazgo, ¿quién sabe cuánto tiempo habría permanecido el cadáver en el búnker?
—En fin —dijo Montalbano—, vete a saber. A lo mejor, pensando que había muerto a causa de las penalidades, se tranquilizó en la certeza de que ella ya no podría decir nada. Y quiso representar el papel del ciudadano cumplidor de la ley. Y desviarnos de la pista.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Pide una orden de registro y vete a casa de Scillicato.
—¿Qué tenemos que buscar?
—No lo sé. No hemos encontrado ni el sujetador ni la blusa roja de Maria. Aunque a estas horas ya los habrá quemado. Tú verás. Me interesa, sobre todo, que presionéis a Scillicato.
—De acuerdo.
—Ah, otra cosa. Llévate a Catarella. Y, si tenéis que detener a Scillicato, deja que Catarella le ponga las esposas. Se merece esa satisfacción.
Se pasaron varias horas registrando la casucha sin encontrar nada. Ya habían perdido las esperanzas cuando, en un rincón de un pequeño cuarto sin ventanas que echaba un pestazo insoportable, Catarella distinguió entre la suciedad algo que brillaba tenuemente. Se agachó para recogerlo: era una sortijita de cuatro perras. El primer regalo que le habían hecho a una niña muchos años atrás.
Llovía tanto que el comisario Montalbano se empapó de la cabeza a los pies al recorrer los tres pasos que lo separaban de su coche, aparcado delante de la puerta de su casa. Pero es que a él le fastidiaba llevar paraguas, no lo podía evitar. El motor estaba frío y no arrancó a la primera. Montalbano empezó a maldecir; desde que había abierto los ojos aquella mañana, estaba convencido de que el día iba a ser aciago. El automóvil se puso por fin en marcha, pero el limpiaparabrisas del asiento del conductor no funcionaba, por lo que las grandes gotas se fragmentaban en todas direcciones sobre el cristal y reducían todavía más la visión de la carretera. Por si fuera poco, a escasos metros de la comisaría tuvo que circular detrás de un vehículo fúnebre que, a primera vista, le pareció vacío. Miró mejor y vio que se trataba de un entierro con todas las de la ley: detrás del vehículo caminaba un sujeto que trataba de protegerse con un paraguas. El hombre estaba completamente empapado, y el comisario le deseó que no pillara la pulmonía que casi inevitablemente lo estaría aguardando a la vuelta de la esquina veinticuatro horas después. Cuando entró en su despacho ya se le había pasado la furia que le había producido el mal tiempo y se sentía dominado por la tristeza: un cortejo funerario integrado por una sola persona y, por si fuera poco, en medio de un diluvio, no era algo que alegrara el corazón precisamente. Fazio, que conocía a su jefe tan bien como a sí mismo, se preocupó. Sólo en otra ocasión muy grave lo había visto tan abatido y taciturno.
—¿Qué le ha pasado?
—¿Qué me tiene que haber pasado?
Se pusieron a hablar de una investigación que mantenía ocupado al subcomisario Mimì Augello. Pero Montalbano daba la impresión de tener la cabeza en otra parte y se limitaba a pronunciar monosílabos. De repente y sin ton ni son, dijo:
—Mientras venía hacia aquí, me he tropezado con un entierro.
Fazio lo miró, perplejo.
—Detrás del coche caminaba una sola persona —añadió Montalbano.
—Ah —dijo Fazio, que conocía la vida y milagros de Vigàta y de todos los vigateses—. Debía de ser el pobre Girolamo Cascio.
—¿Quién es Cascio, el muerto o el vivo?
—El muerto, señor comisario. El que lo seguía seguramente era Ciccio Mónaco, el ex secretario del Ayuntamiento. El pobre Cascio también había sido funcionario municipal.
Montalbano evocó la escena borrosamente entrevista a través del parabrisas y enfocó la imagen: sí, el hombre que seguía a pie el vehículo era efectivamente el señor Mónaco, a quien él había tratado en alguna ocasión.
—El único amigo que Cascio tenía en Vigàta era el secretario del Ayuntamiento —añadió Fazio—. Aparte de Mónaco, Cascio vivía más solo que la una.
—¿De qué ha muerto?
—Lo arrolló un coche conducido por alguien que se dio a la fuga. Era de noche y ya muy tarde, estaba oscuro y nadie vio nada. Lo encontró muerto en el suelo uno que iba a trabajar a primera hora de la mañana. El doctor Pasquano le practicó la autopsia y envió el informe al subcomisario Augello. Lo tiene sobre su escritorio, ¿lo voy a buscar?
—No. ¿Qué dice?
—Dice que, en el momento del atropello, Cascio llevaba dentro alcohol suficiente para emborrachar a un ejército. Estaba todo manchado de vómito. Seguramente caminaba como si navegara con el mar en contra y él mismo se debió de detener de golpe delante de un vehículo que no pudo esquivarlo a tiempo.
Por la tarde escampó, las nubes desaparecieron, el buen tiempo regresó y, con él, la tristeza de Montalbano también se disipó. Por la noche le entró un hambre canina y decidió irse a cenar a la
trattoria
San Calogero. Lo primero que vio al entrar en el local fue precisamente a Ciccio Mónaco, sentado solo a una mesa. Parecía un alma perdida. El camarero le acababa de servir un puré de verduras, un tipo de plato que al cocinero del local se le daba francamente mal. El exsecretario del Ayuntamiento lo vio y lo saludó mientras reprimía un estornudo con la servilleta. Montalbano contestó. Después, obedeciendo a un impulso inexplicable, dijo:
—Siento mucho lo de su amigo Cascio.
—Gracias —dijo Ciccio Mónaco y después añadió, acompañando su propuesta con algo que, en un exceso de generosidad, se hubiera podido calificar de sonrisa—: ¿Quiere sentarse conmigo? .
Montalbano vaciló, pues no le gustaba hablar mientras comía, pero lo venció la compasión. Como es natural, hablaron del accidente y el ex secretario del Ayuntamiento se pasó de repente una mano sobre los ojos, casi como si quisiera impedir que le brotaran las lágrimas.
—¿Sabe en qué pienso, señor comisario? En el tiempo que tardaría mi amigo en morir. Si el miserable que lo atropelló se hubiera detenido...
—No es seguro que no lo hiciera. A lo mejor se detuvo, bajó, vio que Cascio había muerto y se fue. ¿Su amigo era bebedor habitual?
El otro lo miró, estupefacto.
—¿Girolamo? No, llevaba tres años sin beber. No podía. A consecuencia de una operación. Bastaba un solo dedo de whisky para que se le soltaran las tripas, con perdón.
—¿Por qué ha dicho whisky?
—Porque era lo que bebía antes; el vino no le gustaba.
—¿Sabe usted lo que había estado haciendo Cascio la noche en que lo atropellaron?
—Pues claro que lo sé. Estuvo en mi casa después de cenar, nos pasamos un rato hablando y, a continuación, nos sentamos a ver El show de Maurizio Costanzo, que termina muy tarde. Debió de irse sobre la una de la madrugada. Desde mi casa a la suya habrá un cuarto de hora de camino a pie.
—¿Era normal?
—¡Por Dios, señor comisario, qué preguntas me hace usted! Pues claro que era normal. Tenía setenta años pero muy bien llevados.
Por regla general, tras haberse zampado un buen plato de pescado fresquísimo, Montalbano disfrutaba un rato largo de su sabor en la boca y ni siquiera tomaba café. Esta vez se lo bebió, pues no quería dejar escapar un pensamiento que se le había ocurrido tras su conversación con Ciccio Mónaco. En lugar de irse a su casa de Marinella, se detuvo delante de la comisaría. Estaba de guardia Catarella.
—¡No hay nadie, pero lo que se dice nadie,
dottori
!
—No te alarmes, Catarè. No quiero ver a nadie.
Entró en el despacho de Mimì Augello y encontró sobre el escritorio la carpeta que buscaba. Averiguó algo más, pero no demasiado. Que el accidente se había producido a las dos y dos minutos de la madrugada (el reloj de bolsillo del muerto se había parado a esa hora), que el hombre murió casi con toda certeza en el acto dada la violencia del golpe (el vehículo que lo embistió debía de circular a gran velocidad) y que la Científica se había llevado la ropa del muerto para examinada.
Desde el mismo despacho llamó al domicilio de su subcomisario. No esperaba encontrarlo.
—Hola, Salvo, has tenido suerte, estaba a punto de salir.
—¿Ibas de putas?
—Venga ya, ¿qué es lo que quieres?
—¿Quién se ha encargado de las primeras investigaciones de la muerte de Girolamo Cascio, el que fue atropellado hace tres días?
—Yo. ¿Por qué?
—Sólo quiero saber una cosa: ¿viste alguna botella cerca del cadáver?
—¿Una botella?
—Mimì, ¿no sabes lo que es una botella? Es un recipiente de vidrio o de plástico para contener líquidos. Tiene un cuello largo, el que tú sueles utilizar para metértelo en...
—Cuando te pones en plan cabrón, lo haces muy bien, Salvo. Estaba pensando. No, no había ninguna botella.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Un besito.
Ya era demasiado tarde para llamar a Jacomuzzi, de la Policía Científica. Se fue a Marinella.
Lo que le dijo Jacomuzzi a la mañana siguiente confirmó la idea que Montalbano se había hecho. Según Jacomuzzi, el golpe había sido extremadamente fuerte; Cascio, que casi con toda certeza cayó sobre el capó del vehículo que lo atropelló, había roto el parabrisas con el cráneo. Si Montalbano tenía interés en saberlo, el automóvil que había alcanzado de lleno a Cascio tenía que ser de color azul oscuro.
Llamó a Mimì Augello.
—Tendrías que darte una vuelta por los chapistas de Vigàta para averiguar si les han llevado un vehículo de color azul oscuro para que le arreglen los desperfectos.
—No sabía que el coche era de color azul oscuro. Pero ya me he dado personalmente una vuelta por las chapisterías. Nada. Mira, Salvo, no tiene por qué haber sido alguien de Vigàta, puede haber sido un automóvil de paso.
—Mimì, ¿me quieres explicar por qué te has tomado tan a pecho este asunto?
—Porque los que se dan a la fuga tras haber arrollado a una persona me dan asco. ¿Y tú?
—¿Yo? Porque no creo que haya sido un accidente sino un delito. Y muy bien planeado, por cierto. El asesino sigue a Cascio cuando éste sale para ir a casa de su amigo Mònaco. No lo atropella enseguida porque aún hay mucha gente por la calle. Espera pacientemente a que Cascio salga por el portal; ya es más de la una y las calles están desiertas. Se sitúa al lado de Cascio, lo hace subir a la fuerza, sin duda bajo la amenaza de un arma. Lo obliga a beber una gran cantidad de alcohol. Cascio empieza a sentirse mal. El asesino lo suelta. Tambaleándose y vomitando hasta la primera papilla, el pobrecillo intenta llegar a su casa. No lo consigue, el vehículo lo embiste por la espalda como un cañonazo y lo levanta del suelo. Un accidente muy verosímil, sobre todo porque la víctima se encontraba en estado de embriaguez. Lo cual explica por qué Cascio, que se había despedido de su amigo a la una de la madrugada, a las dos aún no había terminado de efectuar un recorrido de un cuarto de hora. Lo habían interceptado y secuestrado.
—La reconstrucción me convence —dijo Mimì Augello—. Pero ¿por qué no pegarle inmediatamente un tiro mientras salía de la casa de Mònaco, en lugar de montar toda esta comedia? El hombre debía de ir armado para obligar a Cascio a subir al coche.
—Porque, si hubiera sido un homicidio evidente, quizá alguien, digo quizá, que conociera la vida de Cascio, habría podido identificar al asesino. Lo cual nos obliga a descartar otra hipótesis.
—¿Cuál?
—La de que dos o tres chavales, tal vez drogados, se lo hayan cargado para divertirse. Por otra parte, se trata de un deporte muy poco habitual entre nosotros.
—De acuerdo, ya te entiendo. Intentaré averiguar qué le había ocurrido a Cascio últimamente.
—Ojo, Mimì: tienes que buscar algo que se remonte a más de tres años.
—¿Por qué?
—Porque, desde hace tres años y a raíz de una operación, el pobrecillo ya no podía beber alcohol. Le sentaba mal enseguida.
—Entonces ¿por qué quien sea lo llenó como una bota?
—Porque el asesino ignoraba las secuelas de la operación. Dejó de ver a Cascio hace tres años, cuando éste todavía se tragaba el whisky que era un gusto. ¿Lo entiendes?
—Pues sí, lo entiendo.
—¿Y sabes por qué razón el asesino no sabía nada? Porque llevaba por lo menos tres años fuera de Vigàta. No había tenido tiempo de ponerse al día. Intentó echarle la culpa del accidente al whisky. Y nosotros estábamos a punto de caer en la trampa. Pero, después de lo que nos ha dicho Mònaco, ha sido precisamente el whisky el que nos ha revelado que no se trataba de algo fortuito.
A Montalbano no le apetecía que el hecho de sentarse a la mesa de Mònaco en la
trattoria
se convirtiera en una costumbre. Por eso lo llamó para pedirle que acudiera a la comisaría. Había decidido jugar con las cartas sobre la mesa y, por consiguiente, le contó todo lo que suponía. El primer resultado fue que Ciccio Mònaco, también más que septuagenario, se sintió mal y necesitó una copita de coñac. Él no tenía los problemas de su amigo difunto. En cambio, el segundo resultado fue importante.