Los lectores que disfrutan con cada libro de Salvo Montalbano, el entrañable personaje creado por Andrea Camilleri, encontrarán en esta ocasión una serie de relatos en los que el peculiar comisario siciliano, sabio intérprete del arte de vivir, se supera a sí mismo. Una palabra fuera de tono, un gesto descontrolado, un detalle incongruente, detectados con una percepción más que aguda en la cadena de absurdos de la vida cotidiana, son suficientes para poner en movimiento la máquina de su investigación. Así pues, los crímenes y criminales que se someterán al infalible escrutinio de Montalbano son tan heterogéneos y extraños como esa vieja pareja de actores que interpreta un fúnebre libreto en la intimidad de su dormitorio, aquel juez torturado por la idea de que su estado de ánimo influya en la ecuanimidad de sus fallos, o esa esposa cuya fidelidad es sometida a votación popular mediante carteles colgados en los muros de su pueblo. Y para coronar esta divertida colección, en el relato que da título al libro encontramos a Montalbano a punto de celebrar la Nochevieja, sumergido en un fuerte ataque de melancolía después de la enésima «discrepancia» con Livia, su eterna novia genovesa. La única luz de esa jornada oscura podrían ser los inenarrables arancini de Adelina, su asistenta, única persona en este mundo capaz de transformar estas croquetas sicilianas en un auténtico manjar de los dioses. Sin embargo, para poder acceder a este festín, Montalbano habrá de demostrar antes la inocencia de uno de los hijos de Adelina. Desde la mañana de un día lluvioso, cuando antes de tomar el café se pone de un humor sombrío como la tinta, hasta la medianoche cuando, agotado, conduce hacia su casa de Marinella mientras se complace en el esperado disfrute de una hora de fresca soledad en su pequeña terraza a orillas del mar, Montalbano exhibe esa mezcla de sabiduría de vida y coraje que todos quisiéramos poseer.
Andrea Camilleri
La Nochevieja
de Montalbano
(Montalbano-6)
ePUB v1.1
Kytano10.09.11
Corrección de erratas por «Doña Jacinta»
Título original: Gli arancini di Montalbano
Publicación: 1999
Traducción: María Antonia Menini Pagès
La noche era negra como la tinta, y unas enfurecidas ráfagas de viento alternaban con aguaceros fugaces tan malintencionados que parecían querer traspasar los tejados. Montalbano acababa de regresar a casa muy cansado porque el trabajo de aquel día había sido duro y, sobre todo, mentalmente agotador. Abrió la puerta acristalada que daba acceso a la galería: el mar se había comido la playa y casi rozaba la casa. No, mejor no salir, lo único que podía hacer era ducharse e irse a la cama con un libro. Sí, pero ¿cuál? Era capaz de pasarse una hora eligiendo el libro más apropiado para compartir con él la cama y las últimas reflexiones del día. En primer lugar, estaba la elección del género, el más adecuado para el estado de ánimo de la velada. ¿Un ensayo histórico sobre los acontecimientos del siglo? Era preciso ir con pies de plomo: con tantos revisionistas como había últimamente, igual te tropezabas con uno que te contaba que Hitler había sido, en realidad, un sujeto pagado por los judíos para que los convirtiera en víctimas de las que todo el mundo se apiadase. Y entonces te ponías nervioso y no pegabas ojo en toda la noche. ¿Una novela negra? Sí, pero ¿de qué tipo? Quizá lo más indicado para la ocasión fuera una de aquellas novelas inglesas, preferentemente escritas por una mujer, llenas de enrevesados sentimientos, que, al cabo de tres páginas, te aburren mortalmente. Alargó la mano para coger una que todavía no había leído y, justo en aquel momento, sonó el teléfono. ¡Jesús! Había olvidado telefonear a Livia y seguro que era ella, que le llamaba preocupada. Levantó el auricular.
—¿Oiga? ¿Es la casa del comisario Montalbano?
—Sí. ¿Con quién hablo?
—Soy Orazio Genco.
¿Qué querría Orazio Genco, el casi septuagenario desvalijador de viviendas? A Montalbano le caía bien aquel ladrón que jamás en su vida había cometido una acción violenta, y el otro intuía su simpatía.
—¿Qué ocurre, Orà?
—Tengo que hablar con usted,
dottore
.
—¿Se trata de algo serio?
—No sé explicarlo,
dottore
. Es una cosa muy rara que no me deja tranquilo. Pero es mejor que usía lo sepa.
—¿Quieres venir a mi casa?
—Sí, señor.
—¿Cómo vendrás?
—En bicicleta.
—¿En bicicleta? Aparte de que vas a pillar una pulmonía, cuando llegues aquí ya habrá amanecido.
—Pues entonces ¿cómo lo hacemos?
—¿Desde dónde me llamas?
—Desde la cabina que hay delante del monumento a los caídos.
—No te muevas de ahí, por lo menos estarás resguardado. Cojo el coche y me planto en un cuarto de hora. Espérame.
Llegó un poco más tarde porque, antes de salir, se le había ocurrido una buena idea: llenar un termo con café muy caliente. Sentado dentro del vehículo al lado del comisario, Orazio Genco se bebió el contenido de un vaso de plástico lleno hasta el borde.
—Menudo frío he pasado.
Chasqueó la lengua, complacido.
—Y ahora lo que yo necesitaría es un buen cigarrillo.
Montalbano le ofreció la cajetilla y le encendió el pitillo.
—¿Necesitas algo más? Orà, no me habrás hecho venir corriendo hasta aquí porque te apetecían un café y un cigarrillo, ¿verdad?
—Comisario, esta noche he ido a robar.
—Pues ahora yo voy y te detengo.
—No me he explicado bien, comisario: esta noche tenía intención de ir a robar.
—¿Y has cambiado de idea?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Ahora se lo digo. Hasta hace unos cuantos años yo trabajaba en los chaletitos que hay en primera línea de playa, cuando los propietarios se iban porque llegaba el mal tiempo. Ahora las cosas han cambiado.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que los chaletitos ya no están deshabitados. Ahora la gente se queda hasta en invierno; total, con el coche van a donde quieren. O sea que ahora a mí me da lo mismo robar en el pueblo que en los chaletitos.
—¿Adónde has ido esta noche?
—Aquí mismo, al pueblo. ¿Conoce usía el taller mecánico de Giugiù Loreto?
—¿El de la carretera de Villaseta? Sí.
—Justo encima del taller hay dos apartamentos.
—¡Pero si son viviendas de gente muy pobre! ¿Qué vas a robar allí? ¿Un televisor en blanco y negro descacharrado?
—Disculpe, comisario. ¿Sabe quién vive en uno de los apartamentos? Tanino Bracceri. Seguro que usía lo conoce.
¡Vaya si conocía a Tanino Bracceri! Un tipo cincuentón, cien kilos de mierda y de manteca rancia, en comparación con el cual un cerdo cebado para la matanza parecería un figurín, un modelo de alta costura. Un miserable usurero que, según se decía, algunas veces se hacía pagar en especie, chiquillos o chiquillas, el sexo no importaba, desventurados hijos de sus víctimas. Montalbano jamás había conseguido echarle el guante, cosa que habría hecho con gran satisfacción, pero nunca se había producido ninguna denuncia formal. La idea de Orazio Genco de ir a robar a la casa de Tanino Bracceri recibió la aprobación incondicional del guardián de la ley y el orden señor comisario Salvo Montalbano.
—¿Y por qué no lo has hecho? Por una cosa así, soy capaz de no detenerte.
—Yo sabía que Tanino se acuesta cada noche a las diez en punto. En el otro apartamento y en el mismo rellano vive una pareja de ancianos a los que jamás se ve por la calle. Llevan una vida muy retirada. Dos jubilados, marido y mujer. Se apellidan Di Giovanni. Por eso yo estaba tranquilo, porque entre otras cosas sé que Tanino se atiborra de somníferos para poder dormir. Llegué al taller mecánico, esperé un poco, con este tiempo de perros no pasaba ni un alma, y entonces abrí el portal de al lado y entré. La escalera estaba a oscuras. Encendí la linterna y subí rápidamente. Al llegar al rellano, saqué las herramientas. Pero entonces vi que la puerta de los Di Giovanni sólo estaba entornada. Pensé que los dos viejos habrían olvidado cerrada. Temí que éstos, con la puerta abierta, pudieran oír algún ruido. Me acerqué para cerrarla con cuidado. Entonces vi que en ella habían clavado un trozo de papel como esos que dicen «Vuelvo enseguida» o cosas de este tipo.
—Pero ése ¿qué decía?
—Ahora no me acuerdo. Sólo me ha quedado en la memoria una palabra: general.
—El que vive allí, Di Giovanni, ¿es un general?
—No lo sé, puede que sí.
—Sigue.
—Fui a cerrarla muy despacio, pero la tentación de una puerta medio abierta era demasiado fuerte. El recibidor estaba a oscuras, lo mismo que el comedor y la sala de estar. En cambio, en el dormitorio había luz. Me acerqué a la habitación y casi me da un ataque. Sobre la cama de matrimonio, vestida de punta en blanco, había una muerta, una anciana.
—¿Cómo sabes que estaba muerta?
—Comisario, la mujer tenía las manos cruzadas sobre el pecho, le habían entrelazado un rosario en los dedos y después le habían anudado un pañuelo alrededor de la cabeza para que no se le abriera la boca. Pero lo mejor viene ahora. A los pies de la cama había un hombre sentado en una silla, de espaldas a mí. Lloraba el pobrecillo, debía de ser el marido.
—Orà, has tenido mala suerte, ¿qué se le va a hacer? El hombre estaba velando el cadáver de su mujer.
—Sí. Pero, en un momento dado, cogió una cosa que tenía sobre las rodillas y se apuntó con ella a la cabeza. Era una pistola, comisario.
—Dios mío. ¿Y qué has hecho?
—Afortunadamente, mientras yo estaba allí sin saber qué hacer, parecía que el hombre se arrepentía y dejó caer el brazo con el arma; puede que, en el último momento, le faltara el valor. Entonces retrocedí sin hacer ruido, regresé al recibidor, salí de la casa y di un portazo tan fuerte como un cañonazo. Para que se le pasara la idea de matarse durante un buen rato. Y llamé a usía.
Montalbano tardó un poco en hablar, estaba pensando. A esas horas lo más probable era que el viudo ya se hubiera matado. O a lo mejor aún estaba allí, debatiéndose entre el deseo de vivir y el de abandonar este mundo. Tomó una decisión y se puso en marcha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Orazio Genco.
—Al taller de Giugiù Loreto. ¿Dónde has dejado la bicicleta?
—No se preocupe, está atada con una cadena a un poste.
Montalbano se detuvo delante del taller.
—¿Has cerrado tú el portal?
—Sí, señor, cuando he ido a telefonear a usía.
—¿Te parece que se ve luz a través de las ventanas?
—Creo que no.
—Presta mucha atención, Orà: baja, abre el portal, entra y ve a ver qué ocurre en la casa. Veas lo que veas, procura que no te oiga nadie.
—¿Y usía?
—Daré el agua.
De tanto como se rió, Orazio tuvo un acceso de tos. Cuando se calmó, descendió del vehículo, cruzó la calle, abrió en un abrir y cerrar de ojos el portal y lo cerró a su espalda. Ya no llovía, pero, en cambio, el viento soplaba con más fuerza que antes. El comisario encendió un cigarrillo. Al cabo de menos de diez minutos, volvió a aparecer Orazio Genco, cerró el portal, cruzó la calle corriendo, abrió la portezuela y subió al coche. Temblaba, pero no de frío.
—Vámonos de aquí.