—¿Cómo?
—Lo dice Pasquano. A lo mejor les entraron ganas cuando se fue el maestro de obras. Tenían una casa amueblada a su disposición. Apagaron el móvil. Quizá se quedaron dormidos. Cuando ya había oscurecido, emprendieron el camino de vuelta. Y ocurrió lo que ocurrió. Puede ser una explicación, la más verosímil.
—Ya —dijo en tono pensativo el comisario.
—Además, Pasquano me ha revelado un detalle que podría explicar la secuencia del accidente —prosiguió Augello—. La pobre Stefania tenía las uñas de las manos rotas. Seguramente intentó abrir la portezuela. Quizá experimentó un ligero mareo, se recuperó, vio lo que estaba pasando y trató de abrir la portezuela, pero ya era demasiado tarde.
—Buf —dijo Montalbano.
—¿Por qué dices «buf»?
—Porque una chica tan atlética como tú dices, con cursillo de supervivencia y demás, tiene unos reflejos muy rápidos. Si se recupera de un pequeño mareo y se da cuenta de que el coche está a punto de caer por un barranco, no intenta abrir la portezuela, sino que se limita a frenar. Y los frenos, por lo que me has dicho, estaban bien.
—Buf —dijo a su vez Mimì Augello.
A la hora de comer, en lugar de coger la carretera que conducía a Marinella («Mañana le dejare unas sardinas
a becaficco
», le había escrito la víspera su asistenta Adelina) y zamparse las sardinas, el comisario cogió la que subía a Montelusa y, en determinado momento, se desvió hacia el barrio de San Giovanni, donde había ocurrido el accidente. En la segunda curva, tal como había hecho el BMW de los Pagnozzi, siguió en línea recta y frenó al llegar al borde del barranco. Se veían muchas huellas de neumáticos, entre ellas las de un camión grúa especial que había sacado los restos del vehículo. Montalbano se pasó un buen rato fumando y pensando, de pie al borde del barranco. Después llegó a la conclusión de que se había ganado las sardinas
a beccafico
, subió al coche, dio la vuelta y se dirigió a Marinella. El plato estaba exquisito: después de comer, le entraron deseos de ronronear como un gato.
Pero, en lugar de eso, cogió el teléfono y llamó a su amiga Ingrid Sjostrom, de casada Cardamone, sueca, que en su país había trabajado como mecánico de coches.
—¿Tiga? ¿Tiga? ¿Guién es gue habla?
En casa de los Cardamone estaban especializados en sirvientas exóticas y aquélla debía de ser una aborigen australiana.
—Soy Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?
—Szí.
Oyó sus pasos acercándose al teléfono.
—¡Salvo! ¡Qué alegría! Hace un siglo que...
—¿Nos podemos ver esta noche?
—Pues claro. Tenía un compromiso, pero que se vaya al carajo. ¿A qué hora?
—A las nueve en el bar de costumbre de Marinella.
Ingrid en versión otoñal estaba espléndida, chaqueta, pantalones, elegantísima. Tomaron un aperitivo y Montalbano percibió con toda claridad, como si las hubieran expresado en voz alta, las maldiciones de repentina impotencia que los varones presentes en el local le lanzaban mentalmente.
—Oye, Ingrid, ¿dispones de tiempo?
—De todo el que tú quieras.
—Entonces, vamos a hacer una cosa. Nos terminamos el aperitivo y nos vamos a cenar a una
trattoria
de la parte de Montereale, donde dicen que se come bastante bien. Después pasamos por mi casa, hay que esperar a que oscurezca...
Ingrid esbozó una pícara sonrisa.
—Salvo, no es necesario que sea de noche. Sólo hay que cerrar bien los postigos, ¿o es que no lo sabes?
Ingrid lo provocaba siempre y él siempre tenía que fingir no darse por enterado. Cuando era pequeño e iba a las «cosasdediós», es decir, a las clases de catecismo, el cura le explicó que para pecar no era necesario cometer el pecado, bastaba con pensar en él. Por consiguiente, en cuanto a las palabras y las obras, como se solía decir, con Ingrid, cero absoluto: hubiera podido presentarse ante el Señor tan puro como un angelito. En cuanto a los pensamientos, la situación cambiaba radicalmente: sería arrojado a los abismos del infierno. No era por Ingrid por lo que las cosas no terminaban como era lógico que terminaran entre un hombre y una mujer; era por él, que no conseguía traicionar a Livia. Y la sueca, con femenina malicia, no lo dejaba en paz.
En la
trattoria
no había casi nadie, por lo que Montalbano pudo explicarle a Ingrid lo que se proponía hacer sin necesidad de interpretar el papel de conspirador. En casa del comisario, Ingrid se cambió de ropa; los pantalones que le dio Montalbano le llegaban a media pantorrilla. Volvieron a subir al coche y se dirigieron al barrio de San Giovanni, donde Ingrid hizo lo que el comisario le había dicho que hiciera: lo consiguió a la primera. Regresaron a Marinella, Ingrid se desnudó, se duchó y no quiso que el comisario la acompañara al cercano bar en el que ambos se habían reunido, donde ella había dejado su coche. Abandonó la casa canturreando. ¡Virgen santa, qué mujer! No le hizo ni siquiera media pregunta sobre la razón por la cual él le había pedido que se sometiera a aquella peligrosa prueba; nada, ella era así: si un amigo de verdad le pedía un favor, ella lo hacía y sanseacabó. Si en lugar de la sueca aquella noche hubiera estado Livia, a Montalbano se le habría secado la garganta de tanto contestar y dar explicaciones.
Se durmió de golpe, casi sin tiempo para cerrar los ojos.
A pesar de que la mañana estaba un poco fea y de que las nubes ocultaban de vez en cuando el sol, a los hombres de la comisaría les pareció que Montalbano estaba de buen humor.
—Mandadme al sub comisario Augello y no me paséis ninguna llamada.
Mimì se presentó de inmediato.
—Siéntate, Mimì, y escúchame bien. Si por casualidad Pagnozzi hubiera muerto él solo por el motivo que fuera, ¿su herencia a quién le habría correspondido?
—A la mujer. Y un poco de calderilla al hijo. El
commendatore
y él no se llevaban bien.
—¿Es un patrimonio muy grande?
—Estamos hablando de miles de millones.
—¿Y a quién va a parar ahora que la esposa ha muerto?
—A Giacomino, el hijo. Si no existe un testamento en contra.
—¿Y existe?
—Hasta este momento, no ha aparecido ninguno.
—Y no creo que jamás aparezca.
—¿Por qué me haces estas preguntas?
—Porque se me ha ocurrido una idea, confirmada en cierto modo por los hechos. Yo te digo lo que pienso, de lo demás te encargas tú.
—Muy bien. Habla.
—La, llamémosla así, señora Stefania va con su marido a recoger el coche revisado por Parrinello. Después se dirigen a la casa de campo para hablar con el maestro de obras. Cuando éste se va, la señora finge tener ganas de hacer el amor y se van al dormitorio. Pagnozzi debe de estar contento, pues no creo que las relaciones entre ambos fueran muy frecuentes, sobre todo porque, según me has dicho tú, ella estaba enamorada del hijastro. ¿Y sabes por qué lo hace, Mimì?
—Dímelo tú.
—Porque necesitaba que se hiciera de noche. Se vuelven a vestir y emprenden el camino de regreso a Vigàta. La carretera está desierta. Antes de llegar a la segunda curva, pone fuera de combate al marido propinándole un golpe en la cabeza con algo que no lo mata, pero lo deja aturdido. Avanza muy despacio hacia el barranco, no hace falta que corra, somos nosotros los que nos imaginamos un automóvil circulando a gran velocidad; cuando el BMW ya está suspendido en el aire, ella intenta abrir la portezuela y arrojarse fuera.
—¡Pero, en tal caso, ella también habría muerto!
—No, Mimì, es aquí donde todos os equivocáis. Es cierto que hay un barranco, pero después de una especie de terraza de cinco o seis metros de longitud por dos de profundidad. La señora tenía previsto caer ahí mientras el coche, con su marido dentro, se precipitaba al vacío. Pero la portezuela no se abrió, a pesar de que ella se rompió las uñas en su intento de abrirla.
—Pero ¿qué me estás diciendo?
—Este detalle de la autopsia me ha inducido a sospechar. ¿Por qué no frenó? ¿Por qué sólo trató de arrojarse fuera?
—Pero ¿estás seguro de lo que dices?
—Anoche Ingrid hizo la prueba.
—¡Estás loco! ¡Has puesto en peligro la vida de esa mujer! ¡Sois un par de inconscientes, tú y ella!
—¡Qué va! Ayer por la tarde después de comer fui a comprar cuatro barras de hierro y veinte metros de cuerda, y, antes de hacer la prueba, Ingrid y yo cercamos el límite exterior de la terraza. ¿Quieres saber una cosa? Ingrid se quedó en el suelo mucho más acá de la valla, y la señora Stefania, con tanto gimnasio y tantos cursillos de supervivencia, seguramente lo habría hecho mucho mejor. Y, si después se hubiera presentado llena de cardenales y magulladuras, tanto mejor: las heridas habrían confirmado su relato. Es decir, que había sufrido un mareo, se había dado cuenta demasiado tarde de lo que estaba ocurriendo, había abierto la portezuela, y listo. Y, a continuación, se habría echado a llorar por la desgraciada muerte de su pobre maridito. Para, inmediatamente después, irse a disfrutar de la herencia con el hombre de su corazón, su amadísimo Giacomino.
Mimì Augello permaneció un rato en silencio mientras el cerebro le daba vueltas; después decidió hablar.
—O sea, que, a tu juicio, ha sido un homicidio premeditado, no un momentáneo mareo o un fallo mecánico.
—Exactamente.
—Pero, si el coche se encontraba en perfectas condiciones, ¿por qué no se abrió la portezuela?
Montalbano miró fijamente a su sub comisario sin decir nada. «Ahora lo comprenderá —pensó— porque él también tiene una buena mente policial.»
Mimì Augello se puso a pensar en voz alta.
—El que manipuló la portezuela no pudo ser el mecánico Parrinello.
—Dime por qué.
—Porque, al llegar a la casa de campo, ellos bajaron, ¿no? Si la portezuela hubiera tenido algún fallo, Stefania, para evitar poner en peligro su vida, lo habría dejado para mejor ocasión. Y tampoco pudo ser el maestro de obras.
—Por consiguiente, tú mismo, Mimì, me estás diciendo que al plan se añadió otro plan. Alguien que estaba al corriente de la forma en la cual Stefania pensaba liquidar a su marido intervino para alterar el funcionamiento de la portezuela. Haz un pequeño esfuerzo, Mimì.
—¡Dios mío! —exclamó Augello.
—Justamente, Mimì. El querido Giacomino no se quedó en casa esperando el regreso de su padre y de su amante. El plan lo urdieron él y Stefania. Pero cuando, como en un guión, la mujer se va a la cama para follar con su marido, Giacomino, escondido en las inmediaciones de la casa, sale de su escondrijo y se encarga de que la portezuela, una vez cerrada, no se pueda volver a abrir. Has dicho que estamos hablando de miles de millones. ¿Por qué repartirlos con una mujer que en cualquier momento te puede someter a un chantaje? Stefania, cuando sube al coche para ir a matar a su marido, no sabe que, al cerrar la portezuela, cierra también su tumba. Y ahora, Mimì, arréglatelas tú solito.
Al cabo de tres días de duro interrogatorio, Giacomino Pagnozzi confesó el homicidio.
Lo peor que le podía pasar a Salvo Montalbano (y le ocurría inexorablemente con cierta frecuencia), en su calidad de máxima autoridad de la comisaría de Vigàta, era tener que firmar documentos. Los odiados documentos eran informes, circulares, memorias, comunicaciones y certificados burocráticos que empezaban siendo simplemente solicitados y después cada vez más amenazadoramente exigidos por «las instancias competentes». Montalbano experimentaba entonces una curiosa parálisis de la mano derecha que le impedía no sólo redactar aquellos documentos (de eso se encargaba Mimì Augello), sino también firmarlos.
—¡Por lo menos, las iniciales! —le suplicaba Fazio. Nada, la mano se negaba a funcionar.
Por consiguiente, los papeles se acumulaban sobre la mesa de Fazio, su altura aumentaba día tras día y, al final, resultaba que los montones eran tan altos que, a la menor corriente de aire, se inclinaban y caían al suelo. Las carpetas se abrían y, por un instante, producían un bonito efecto de nevada. Entonces Fazio, con santa paciencia, recogía las hojas una a una, las ordenaba, formaba una pila que sostenía con los brazos, abría la puerta del despacho de su jefe con el pie y depositaba la carga sobre su escritorio sin decir ni una sola palabra.
Entonces Montalbano gritaba que no quería que nadie lo molestara y, soltando maldiciones, iniciaba la dura tarea.
Aquella mañana, mientras se dirigía al despacho de Montalbano, Mimì Augello no se tropezó con nadie que lo avisara («señor subcomisario, no es el momento apropiado, el comisario está firmando»), así que entró con la esperanza de que Salvo lo consolara de la decepción que acababa de sufrir. Pero no vio a nadie. Ya se disponía a salir, cuando lo detuvo la enfurecida voz del comisario, totalmente oculto detrás de la montaña de papeles.
—¿Quién es?
—Soy Mimì. Pero no quisiera molestarte, ya volveré después.
—Mimì, tú siempre me molestas. Da igual ahora que más tarde. Coge una silla y siéntate.
Mimì se sentó.
—¿Y bien? —preguntó al cabo de diez minutos el comisario.
—Mira —dijo Augello—, es que a mí no me gusta hablar contigo sin verte. Dejémoslo correr.
E hizo ademán de levantarse. Montalbano debió de oír el ruido que produjo la silla al moverse y, de repente, su voz sonó más enfurecida que nunca.
—Te he dicho que te sientes.
No quería que Mimì se le escapara: le serviría de desahogo mientras iba firmando con la mano cada vez más dolorida.
—A ver, dime qué ocurre.
Ahora ya era demasiado tarde para echarse atrás. Mimì carraspeó.
—No hemos conseguido atrapar a Tarantino.
—¿Tampoco esta vez?
—Tampoco esta vez.
Fue como si la ventana se hubiera abierto de golpe y una fuerte ráfaga de viento hubiera hecho volar los papeles. Pero la ventana estaba cerrada y el que arrojaba los papeles al aire era el comisario, ahora finalmente visible a los atemorizados ojos de Mimì.
—¡Mierda! ¡Hostia puta!
Montalbano parecía haber enloquecido de rabia; se levantó, empezó a pasear arriba y abajo por el despacho, se puso un cigarrillo en la boca, Mimì le ofreció la caja de cerillas, él encendió el cigarrillo, arrojó la cerilla todavía encendida al suelo y algunos papeles prendieron fuego de inmediato, como si no hubieran estado esperando otra cosa. Eran hojas muy finas de papel verjurado. Mimì y Montalbano iniciaron una especie de danza de pieles rojas en un intento de apagar el fuego con los pies, y luego, al ver que no lo conseguían, Mimì cogió una botella de agua mineral que había en el escritorio de su jefe y la vació sobre las llamas. Tras haber apagado el conato de incendio, ambos estuvieron de acuerdo en que no podían quedarse allí, con el despacho en esas condiciones.