—¿La libreta la tiene usted?
—Sí, señor. Ahora se la enseño. La tengo escondida porque Nenè me dijo que mi marido no tenía que saber nada.
Y, de esta manera, el comisario averiguó que Enea Silvio Piccolomini, jubilado, tenía una libreta a la vista con un saldo de ciento doce millones de liras.
—¿Qué tengo que hacer, señor Panzeca?
—Siga guardándola. Y no le diga nada a su marido.
Corrió al puerto, justo a tiempo para subir a bordo del barco correo de vuelta.
A la mañana siguiente, después de una noche de profundo sueño, se presentó en la comisaría a primera hora de la madrugada. Llamó en primer lugar a Galluzzo.
—¿Fuiste tú el que recogió en casa de Piccolomini el bastón, la muleta y el perro?
—Sí. Y por la tarde se lo entregué todo al chofer del ingeniero Di Stefano, ¿recuerda?
—¿Pesaban mucho?
Galluzzo pareció dudar.
—La verdad es que no tuve ocasión de llevar en brazos al perro .
—Galluzzo, ¿ahora te pones a hacer de Catarella? Me refiero al bastón y a la muleta. ¿Pesaban mucho?
—Ya lo creo que pesaban. Es más, al cogerla, la muleta se me cayó al suelo y el ruido fue como el de una barra de hierro.
—Lo cual significa, en tu opinión, que no podía ser hueca.
—¿Hueca? En absoluto. ¿Por qué hubiera tenido que ser hueca?
—Muy bien. Mándame a Fazio.
Entró Fazio y comprendió enseguida que su jefe estaba funcionando a pleno rendimiento.
—Fazio, como muy tarde a las once de esta mañana quiero saberlo todo acerca de la organización benéfica Amor y Fraternidad. También quiero saberlo todo acerca del ingeniero Di Stefano y su chofer. No te retrases ni un minuto. Mándame a Augello.
—Aún no ha llegado.
—Era de esperar. En cuanto llegue, dile que lo quiero ver en mi despacho.
Augello se presentó sobre las diez, muerto de sueño y bostezando de tal forma que parecía que estuvieran a punto de rompérsele las mandíbulas.
—¿Qué ha ocurrido, Mimì? ¿La puta con quien has pasado la noche te ha exigido demasiado? ¿Quieres prepararte un
zabaglione
de doce huevos?
—Déjame en paz, Salvo. ¡He tenido un dolor de muelas como para volverse loco! ¿Qué fuiste a hacer a Sampedusa?
—Ya lo he comprendido todo, Mimì. ¿Sabes cuánto dinero tenía en el banco de Sampedusa aquel pobre jubilado muerto de hambre, ciego y sin una pierna que se llamaba a Enea Silvio Piccolomini? Ciento doce millones de liras.
—¡Coño! ¿Y cómo los había ganado?
—Transportando droga. Actuaba de correo para el ingeniero Di Stefano.
—¡Anda ya! ¿Y dónde metía la droga?
—En la muleta y el bastón de metal, que estaban huecos. He hecho un cálculo aproximado: cada viaje le proporcionaba al ingeniero por lo menos dos kilos de cocaína.
—¿Y quién se la facilitaba en Sampedusa?
—Un tal Recca, también difunto, que se reunía cada semana con Piccolomini. Han simulado un accidente. Debió de ocurrir algo que indujo al ingeniero a liquidarlos a los dos.
—A ver si lo entiendo, Salvo. O sea, que Recca llevaba la coca, le pedía a Piccolomini que le diera el bastón y la muleta, los rellenaba...
—No, Mimì. Yo creo simplemente que Recca le entregaba a Piccolomini un bastón y una muleta ya rellenos, como dices tú. Se producía un intercambio. Y el asesino de Piccolomini, cuando se fue tras haber cometido el homicidio y dejado en su sitio la bombona vieja...
—¿Qué es esa historia de la bombona vieja?
—Después te la cuento, Mimì. Decía que después cambió el bastón y la muleta.
—Ya no entiendo nada.
—Dejó en la casa de Piccolomini un bastón y una muleta exactamente iguales que los que utilizaba el ciego, pero de metal macizo. Para que nosotros, al encontrarlos, no pudiéramos sospechar nada.
—Virgen santa, ¡estás haciendo que me vuelvan a doler las muelas! ¿Y el perro? ¿Por qué quiso salvar al perro?
—Porque un perro como ése tiene un valor incalculable. ¡Imagínate que atacaba a los otros perros!
—Y eso ¿qué significa?
—Significa que
Rirì
, cuando veía en el muelle de Sampedusa o en el de Vigàta un perro antidroga que se acercaba a su amo, lo atacaba. Piccolomini participaba también en la escena, caía al suelo, se ponía a gritar. En resumen, lo más probable era que los agentes se compadecieran de él y lo dejaran en paz. El perro les podía seguir siendo útil.
—Pero ¿como te las arreglarás para demostrarlo?
—Espero un informe de Fazio; después acudiré al juez suplente y le pediré una orden de registro. Seguro que encuentro algo, pongo la mano en el fuego.
A las once en punto, Fazio se presentó con su informe. La organización benéfica Amor y Fraternidad no recibía subvenciones del Estado, todo funcionaba con el dinero del ingeniero, el cual era uno de los personajes más activos en dos campos que a un profano le hubieran podido parecer contradictorios: el sector de la construcción tanto privada como pública y la beneficencia.
—¿De dónde ha sacado el dinero?
—Se lo dejó en herencia su padre, que también era un político importante, antes de morir de un infarto hace unos quince años. El hijo ha quintuplicado el capital. Dicen las malas lenguas, es decir, que son simplemente rumores, que buena parte del dinero que pasa por sus manos no es suyo.
—¿Blanqueo?
—Son simples rumores, señor comisario. Ante la ley, el ingeniero está tan limpio como el culito de un bebé recién bañado.
Montalbano lo miró con admiración.
—¡Qué comparación tan bonita! ¿Acaso te ha dado ahora por escribir poesías, así, por las buenas? Sigue.
—La organización benéfica tiene su sede en un chalet rodeado de jardín, en Montelusa, en Via Nazionale, catorce.
—¿Una especie de clínica?
—¡Qué va! La organización benéfica presta asistencia a domicilio, ¿me explico? Los asistidos son en este momento doce personas, repartidas por todos los pueblos de la provincia. Se trata de gente que necesita sillas de ruedas, muletas, bastones...
—¿O sea, no son enfermos propiamente dichos que están postrados en la cama?
—Ésos no entran en la organización. Los asistidos por la organización benéfica son personas que pueden moverse sin ayuda. Ah, tienen que cumplir un requisito: vivir solas y sin familiares que las acojan en su casa. Exactamente como Nenè Piccolomini.
—¿Hay mujeres?
—Ninguna. Ni como asistidas ni como enfermeras. Un día a la semana los visita el chofer del ingeniero, «el redimido», como lo llama Di Stefano, pero su nombre es Carmelo Aloisio, hijo del difunto Alfonso y de Rosalia Lopresti, nacido en...
Fazio captó al vuelo la mirada del comisario y se detuvo a tiempo.
—Perdón —dijo, y añadió—: Este Carmelo Aloisio tiene cuarenta y cuatro años y, desde hace diez, trabaja con el Ingeniero...
—¿Por qué Di Stefano lo llama «el redimido»?
—Estaba a punto de llegar a ello. A los veinte años mató a un hombre, un estanquero, para robarle. Fue condenado y diez años más tarde fue puesto en libertad por buena conducta, pero no tenía ni oficio ni beneficio. El ingeniero lo cogió a su servicio. Desde entonces Aloisio ya no ha tenido nada que ver con la justicia. El ingeniero visita a los asistidos una vez al mes.
—Seguramente para hacer las cuentas. Di Stefano ha montado una estupenda red de tráfico de droga, pero se ha visto obligado a liquidar a dos correos por mediación de su factótum Aloisio. ¿Es él quien se encarga de adiestrar a los perros?
—Sí, señor. Al parecer, tiene una habilidad especial.
Montalbano permaneció un momento en actitud pensativa.
—A lo mejor le perdonó la vida a
Rirì
porque se había encariñado con él —dijo casi para sus adentros—. Otra cosa, Fazio. En ese chalet de Via Nazionale, ¿vive también el ingeniero?
—No, señor. El ingeniero duerme en otro chalet. En la sede de la organización sólo vive Aloisio.
Mimì Augello con Fazio, Gallo, Galluzzo y otros dos hombres de la comisaría llamaron a la puerta de Via Nazionale, 14, tras saltar la verja. En la caseta situada al lado del chalet había tres perros, pero no ladraron. En respuesta a la llamada de Augello, una voz masculina preguntó desde el interior:
—¿Quién es?
—La policía —contestó el subcomisario.
Y aquí Aloisio cometió otro error. Reaccionó disparando. Fue capturado al cabo de dos horas. En el interior de la vivienda encontraron veinte kilos de cocaína de la máxima pureza.
Era un campesino de verdad, pero parecía una figurita de belén, con la boina puesta incluso en la comisaría, las deformadas prendas de fustán y unos zapatones de suela claveteada como los que se llevaban hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Era un enjuto septuagenario ligeramente encorvado a causa de su trabajo con la azada, uno de los últimos ejemplares de una raza en vías de extinción. A Montalbano le gustaron sus ojos azul claro.
—¿Deseaba hablar conmigo?
—Sí, señor.
—Siéntese —dijo el comisario, indicándole una silla delante del escritorio.
—No, gracias. Termino enseguida.
Menos mal, había prometido que la entrevista sería breve: debía de ser hombre de pocas palabras, como los campesinos auténticos.
—Me llamo Consolato Damiano.
¿Cuál sería el apellido, Consolato o Damiano? Montalbano tuvo una duda fugaz, pero después pensó que, de conformidad con las normas de conducta en presencia de un representante de la autoridad, el campesino habría dicho, como era costumbre, primero el apellido y después el nombre.
—Encantado. Lo escucho, señor Consolato.
—¿Usía me quiere hablar de tú o de usted? —preguntó el campesino.
—De usted. No tengo por costumbre...
—Pues entonces sepa que mi apellido es Damiano.
Montalbano se sintió un poco molesto por no haber acertado.
—Dígame.
—Ayer por la mañana bajé del campo y vine al pueblo porque había mercado.
El mercado se instalaba todos los domingos por la mañana en la parte alta de Vigàta, cerca del cementerio que lindaba con el campo, otrora cubierto de olivos, almendros y viñedos, pero ahora casi enteramente yermo y agredido por manchas cada vez más extensas de cemento, tanto si el plan general de ordenación urbana lo permitía como si no.
Montalbano esperó pacientemente la continuación.
—El pollino me rompió el
bùmmulo
.
El burro le había roto el botijo que los campesinos de antaño llevaban consigo cuando iban a trabajar: este detalle confirmó la impresión de Montalbano de que Consolato Damiano era un campesino de los de antes. A pesar de que la historia del burro y del botijo no parecía que pudiera interesarle demasiado, el comisario no dijo ni pío, pues había decidido seguir el lentísimo curso de las palabras de Consolato.
—Y entonces me compré otro en el mercado.
Hasta aquí, aún no había nada que se saliera de lo corriente.
—Anoche lo llené de agua para probarlo. Quise asegurarme de que el barro estuviera bien cocido, porque, si el
bùmmulo
está crudo, no conserva el agua fresca.
Montalbano encendió un cigarrillo.
—Antes de irme a la cama, lo vacié. Y, junto con el agua, salió un trozo de papel que había dentro.
Montalbano se convirtió de repente en una estatua.
—Yo sé leer un poquito. Estudié hasta tercero de primaria.
—¿Era una nota? —apuntó finalmente el comisario.
—Sí y no.
Montalbano pensó que era mejor escuchar en silencio.
—Era un trozo de periódico. Estaba completamente empapado de agua. Lo puse al lado del fuego y se secó. En aquel momento, Mimì Augello asomó la cabeza. —Salvo, te recuerdo que nos espera el jefe superior.
—Mándame a Fazio.
El campesino esperó educadamente. Entró Fazio.
—Este señor se llama Consolato Damiano. Escucha tú lo que nos tiene que decir. Yo, por desgracia, tengo que irme corriendo. Hasta luego.
Cuando regresó a la comisaría, se había olvidado por completo del campesino y de su botijo. Fue a comer a la
trattoria
San Calogero y se zampó medio kilo de pulpitos que se deshacían en la boca, hervidos y aliñados con sal, pimienta negra, aceite, limón y perejil. Al entrar en su despacho, vio a Fazio y le vino a la mente Consolato Damiano.
—¿Qué quería aquel campesino? El del
bùmmulo
.
Fazio esbozó una sonrisita.
—La verdad es que me ha parecido una chorrada, por eso no se lo he comentado. Me ha dejado el trocito de papel. Es la parte superior de la página de un periódico del año pasado, se lee la fecha: tres de agosto de mil novecientos noventa y siete.
—¿Qué periódico es?
—Eso no lo sé, el nombre no figura.
—¿Eso es todo?
—No, señor. Hay también unas cuantas palabras escritas a mano. Dicen: «¡Socorro! ¡Me asesina!» En fin...
Montalbano se cabreó.
—¿Y eso te parece una chorrada? Deja que lo vea.
Fazio salió, regresó y le entregó a Montalbano una estrecha tira de papel. En letras de imprenta y con caracteres casi infantiles, decía en realidad: «¡Socurro! ¡Masasina!»
—Debe de ser una broma que alguien le ha querido gastar al campesino —apuntó Fazio con obstinación.
A un grafólogo la letra le dice muchas cosas, pero a Montalbano, que no era tal, aquella vacilante escritura llena de errores gramaticales también se las dijo, le dijo que era verdad, que era una auténtica petición de socorro. ¡Nada de una broma, como decía Fazio! Pero se trataba de una simple impresión suya y nada más. Por eso decidió ocuparse personalmente del asunto sin la participación de sus hombres: si su impresión resultaba equivocada, se ahorraría las burlonas sonrisitas de Augello y compañía.
Recordó que la zona en la que se celebraba el mercado estaba marcada y subdividida en unos espacios delimitados en el suelo por unas rayas de cal. Por si fuera poco, cada puesto tenía un número para evitar discusiones y peleas entre los propietarios de los tenderetes. Se dirigió al Ayuntamiento y tuvo suerte. El encargado del asunto, que se llamaba De Magistris, le explicó que los recuadros reservados a los vendedores de cacharros de barro eran sólo dos. En el primero, al que se había asignado el número ocho, exponía su mercancía Giuseppe Tarantino y estaba situado en la parte inferior del mercado. En cambio, en la superior, la más cercana al cementerio, se encontraba el recuadro treinta y seis, asignado a Antonio Fiorello, otro vendedor de
bùmmuli
y
quartare
, unas panzudas jarras con asas.