La Nochevieja de Montalbano (19 page)

Read La Nochevieja de Montalbano Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
3.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando terminó de hablar, puso una cara cuyo significado Montalbano no comprendió en aquel momento. Después se dio cuenta de que el hombre esperaba unas palabras de alabanza. Que a él no le salieron. Entonces levantó la mano derecha y la apoyó en el hombro del ingeniero.

—No, no —dijo Di Stefano—. La caridad tiene valor cuando se practica en silencio y sin que nadie lo sepa. Y yo no aspiro a ningún tipo de reconocimiento.

«Y todos los periodistas que convocas, ¿qué me dices de ellos?», hubiera querido preguntarle el comisario, pero se abstuvo de hacerlo.

—Habrá que avisar a la familia.

—Ya me he encargado de ello esta mañana nada más enterarme de la trágica noticia del accidente... Porque ha sido un accidente, ¿verdad?

—Sí. Se olvidó de apagar el gas.

—¡Y pensar que era un hombre tan ordenado y meticuloso! Cosa, por otra parte, que un ciego tiene que ser a la fuerza. Estaba diciendo que esta mañana me he encargado de avisar a su hermano de Pordenone y a su hermana de Sampedusa. Como es natural, nosotros nos haremos cargo del entierro, en cuanto sea posible. Le doy las gracias por todo, señor comisario.

No supo por qué razón se le ocurrió decir:

—Lo acompaño.

Delante de la comisaría se encontraba estacionado un impresionante automóvil azul de la entidad benéfica.
Rirì
estaba sentado en el asiento de atrás con la cabeza gacha. Un rechoncho cuarentón, también con la cabeza gacha, abrió la portezuela.

—Éste es nuestro imprescindible factótum, chofer, celador y adiestrador —explicó el ingeniero.

Se saludaron efusivamente. El comisario regresó pensativo a su despacho. Había oído o visto algo que lo había dejado momentáneamente extrañado. Pero no conseguía darle una formulación concreta, una imagen definida. Reanudó de mala gana la tarea de las firmas.

Al día siguiente llamó el doctor Pasquano, el cual, en lugar de comunicarle los resultados de la autopsia, le hizo una pregunta.

—¿Cómo es posible que el perro no muriera?

—No lo sé —mintió Montalbano.

Le resultó muy fácil porque hablaba por teléfono. En persona le hubiera sido más difícil: no conseguía contar trolas a las personas a las que apreciaba.

—Bueno, el caso es que Piccolomini había tomado un somnífero. Murió por intoxicación. ¿Está seguro de que fue un accidente?

—En un noventa por ciento.

Ni siquiera por teléfono conseguía mentir al cien por cien.

—En fin —dijo Pasquano.

Y colgó.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, a los cinco minutos llamó Jacomuzzi, el jefe de la Policía Científica.

—No hemos encontrado nada anormal. El pobre hombre debió de olvidarse de verdad de apagar el gas.

—¿Huellas?

—Todas de Piccolomini. Sólo había una distinta y la he sacado.

—¿Dónde estaba?

—En el interruptor, junto a la puerta. Muy evidente porque el interruptor estaba cubierto de polvo. ¿Y sabes una cosa? Ni siquiera había una bombilla en el portalámparas del comedor, el único de toda la casa.

Un gesto instintivo del asesino al entrar de noche en medio de la oscuridad. O bien al salir, tras haber cometido el asesinato. El segundo error; el primero fue el del perro.

Y como, por lo visto, el destino había querido que todas las cosas confluyeran en aquella mañana, Fazio llamó a la puerta, pidió permiso, entró, se sentó delante del escritorio y sacó del bolsillo una hoja de papel llena de una escritura muy apretada.

—Ya estoy preparado, comisario.

—Dime.

Fazio empezó a leer.

—Enea Silvio Piccolomini, hijo de Luigi y de la difunta Antonietta Catanzaro, nacido en Vigàta el veintisiete de abril de...

Con la mano abierta, el comisario descargó un fuerte golpe sobre la mesa.

—¡Vete al carajo con tu complejo de funcionario del Registro Civil! ¡Te he dicho una y mil veces que esas chorradas no me interesan!

—¡Bueno, bueno! —replicó tranquilamente Fazio, volviendo a guardar la hoja de papel en el bolsillo. Pero no añadió nada más.

—¿Y bien?

—Señor comisario, hágame usted las preguntas. Y yo, lo que sepa se lo digo.

—Vamos a tomarnos un café.

Tras haberse tomado el café y hecho las paces, el comisario se enteró de que en el pueblo Piccolomini no tenía amigos, sólo conocidos. Le ingresaban la pensión en la Banca dell'Isola. Había conseguido ahorrar seis millones trescientas mil liras. No fumaba, no bebía, no mantenía tratos con las putas históricas de Vigàta, no era ni homosexual ni pederasta. Simplemente, un pobre diablo.

«Nadie mata a un pobre diablo», pensó el comisario, recordando un título de Simenon.

—Desde hace cuatro años —añadió Fazio—, tanto en invierno como en verano, todos los viernes por la noche tomaba el barco correo que hace la línea de Sampedusa. Regresaba el lunes.

—¿Iba a ver a su hermana?

—Sí. La hermana Gnazia está casada con un tal Silvestro Impallomeni, que trabaja de albañil. Gnazia era doce años más joven que Piccolomini, el cual estaba muy encariñado con sus sobrinos, Giacomo, de diez años, y Marietta, de ocho.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Montalbano miró a Fazio, decepcionado. Éste extendió los brazos.

—No puedo inventarme que era un gángster para darle gusto a usted.

—Resérvame un camarote en el barco correo de esta noche. Y dame la dirección de la hermana.

Fazio lo miró, perplejo.

—¿Lo dice en serio? Si quiere, puedo ir yo.

—No.

El barco zarpó del muelle a las doce de la noche. Iba cargado hasta los topes, sobre todo de chicos y chicas, de grandes grupos armados con sacos de dormir que iban a la isla para disfrutar de los últimos, y mejores, baños de mar. Montalbano permaneció un buen rato apoyado en la barandilla para aspirar el aire impregnado de sal. Después el viento de alta mar lo obligó a irse al camarote. Llevaba consigo «La cuerda loca», de Sciascia, que releía muy a menudo, quizá para comprenderse un poco mejor a sí mismo. De repente, durante la lectura, descubrió lo que le había preocupado la víspera. Había sido una pregunta del ingeniero Di Stefano, formulada en mitad de la conversación: «Porque ha sido un accidente, ¿verdad?» Unas palabras muy normales, pero el tono con el que el ingeniero las había pronunciado no encajaba. Se percibía en ellas un regusto de temor e inquietud que se había disipado al confirmarle él que efectivamente había sido un accidente. Una tontería, una bobada. «Eso se llama buscarle tres pies al perro», le había dicho muchos años atrás en tono de reproche un jefe superior milanés. «Usted, querido Montalbano, tiene el vicio de buscarle tres pies al gato». Eso era. Se había equivocado: el pie era de los gatos, no de los perros. Se durmió casi de golpe, con la luz encendida y el libro entre las manos. Lo despertaron las llamadas de los camareros a la puerta: «Llegaremos dentro de media hora». Consultó el reloj: las siete. Demasiado pronto para dirigirse a Via Cordova, 12, donde vivía la señora Gnazia. Tomó una rápida decisión y se puso el bañador que llevaba en el maletín. Subió a cubierta e inmediatamente lo recibió el abrazo de una mañana tan despejada, abierta y templada que hasta lo indujo a mirar con simpatía a un muchacho alemán, un gigante con mochila, que le pisó de mala manera el pie y ni siquiera le pidió perdón. Dos marineros estaban terminando de acoplar la escalerilla de desembarco. Oyó desde dentro los agudos gritos de una mujer y volvió a entrar: una cincuentona enjoyada estaba discutiendo con el sobrecargo porque, por lo visto, un camarero le había contestado con muy malos modos. Cuando la mujer terminó, Montalbano se acercó al sobrecargo.

—Quisiera pedirle una información.

—Si es sobre los horarios, diríjase a la oficina de tierra.

—No se trata de horarios. Quisiera saber si usted conoce a una persona que...

—Ahora no tengo tiempo. Espere a que todos los pasajeros hayan desembarcado. Mire, vamos a hacer una cosa: a las nueve nos vemos en el despacho de la compañía, justo enfrente del lugar donde hemos atracado.

Había conseguido fastidiarle el baño que tenía intención de darse. Paciencia. Bajó, vio un bar, se sentó junto a una mesita de la terraza y pidió un granizado de café y un bollo. Pasó el rato observando a la gente. Pidió otro granizado y otro bollo. Después, a la hora convenida, se dirigió a su cita con el sobrecargo.

—¿Qué desea? Le advierto que dispongo de muy poco tiempo.

—Soy el comisario Montalbano.

El otro se golpeó la frente con la mano.

—¡Ya me parecía a mí que conocía su cara! Perdóneme por lo de antes. Mire, es que hay algunos pasajeros que... Dígame.

—Quería saber algo acerca de un pasajero que cada semana tomaba el barco el viernes por la noche... Era ciego.

—¡El señor Piccolomini! —lo interrumpió el sobrecargo—. Claro que lo conocía. Ha muerto a causa de un accidente, ¿verdad?

El tono de la pregunta: éste sí que era normal, no como el que había utilizado inconscientemente el ingeniero Di Stefano.

—Sí. El gas. ¿Habló alguna vez con él?

—¿Con Piccolomini? Era un milagro que contestara a un saludo. Pero mire, tuvimos una discusión hace años, creo que fue la primera vez que hacía el viaje. Después ya no hubo más problemas...

—¿Por qué la primera vez?

—Por el perro. No podía tenerlo consigo, como él quería.

—¿Tenía camarote?

—Nunca reservaba camarote, le hubiera salido demasiado caro. Reservaba una butaca en el puente. El perro lo llevaban a la perrera especial que hay a bordo.

—¿Ocurrieron alguna vez hechos extraños o insólitos durante las travesías estando Piccolomini a bordo?

—¿Qué quiere usted que ocurriera? Oiga, comisario, si Piccolomini ha muerto a causa de un accidente, ¿por qué me hace estas preguntas?

Montalbano se libró de contar una mentira, pues en aquel momento pasó un marinero y el sobrecargo lo llamó:

—¡Matteo! —Mientras el marinero se acercaba, añadió—: Se llama Matteo Salamone. Él es el que solía atender a Piccolomini.

Matteo Salamone era un cuarentón muy delgado de ojos muy vivos. El sobrecargo le explicó lo que deseaba Montalbano y se retiró porque, según dijo, tenía muchas cosas que hacer.

—¿Qué quiere que le diga, señor comisario? Yo lo ayudaba cuando subía y cuando bajaba porque la escalerilla puede ser peligrosa para un ciego al que, encima, le falta una pierna. Lo acompañaba a la butaca y llevaba el perro a la perrera. Al llegar hacía lo mismo, pero al revés. Me daba unas cuantas liras, pero yo lo hacía porque me inspiraba pena el pobrecillo.

—¿Ocurrió alguna vez algo en particular, algo que...

—Nada, jamás. Ah, sí, el año pasado, pero es una tontería...

—Dígamela de todas maneras.

—Bueno, era una travesía Vigàta-Sampedusa. Yo lo vi al pie de la escalerilla, bajé, él me reconoció por la voz, tomé al perro por la correa y él empezó a subir. A medio camino, no sé cómo pero el bastón se le cayó al agua entre el costado del buque y el muro del muelle. Se puso a gritar como un loco. «¡El bastón! ¡El bastón!» Estaba desesperado, cualquiera habría dicho que se le había caído un niño. Yo miré hacia abajo y vi que el bastón flotaba. Conseguí subirlo a bordo como pude, con un arpón que pedí, pero él estaba fuera de sí. Los demás pasajeros no entendían nada y estaban preocupados. Cuando lo tuvo entre las manos, por poco lo besa como si fuera un hijo perdido y encontrado. ¡Cincuenta mil liras me dio!

—¿Por qué le dolería tanto perderlo? Era un bastón de madera normal, ¿no?

—No era de madera, señor comisario. Tanto el bastón como la muleta eran de metal.

—Si hubiera sido de metal, se habría hundido.

—No, si fuese hueco. Y aquél estaba hueco por dentro con toda seguridad. ¿Por qué tanto interés por ese pobre hombre?

—Por la póliza del seguro.

Pero el otro no le creyó, el brillo de sus ojos lo dio a entender con toda claridad.

—¡Un ángel era! ¡Un ángel! —La señora Gnazia, vestida completamente de negro, se lamentaba, inclinando el torso hacia delante y hacia atrás.

Montalbano, que se había presentado como Panzeca, de la compañía Assicurazioni, comprendió que el dolor era sincero.

—¿Dónde están los niños? —preguntó, casi para distraerla.

—¿Los chiquillos? Los sábados no tienen clase y se pasan fuera todo el día. Se van a pescar con mi marido, que tiene una barca de remos.

—Oiga, señora, cuando su difunto hermano venía a verla, ¿qué hacía, cómo pasaba el día?

—Venía aquí nada más desembarcar. Si estaban mis hijos, cosa extraña, se quedaba con ellos. Quería mucho a los niños. Comía aquí con todos nosotros.

—¿Se llevaba bien con su marido?

—No se tenían mucha simpatía. Y, además, ya le he dicho que mi marido el sábado se va a pescar y el domingo duerme. Trabaja mucho de lunes a viernes. Está cansado. Y no anda muy bien de salud.

—En resumen, que su difunto hermano, cuando venía a verla, no salía nunca de casa.

—Yo no he dicho eso, señor Panzeca. El sábado por la tarde o el domingo por la mañana pasaba Tato Recca con su furgoneta y se lo llevaba a dar un paseo.

—¿Era su único amigo? ¿Tenía otros?

—No, señor. Era el único. Me dijo que se habían conocido en Vigàta.

—¿Puede facilitarme la dirección de Recca?

—El pobrecillo murió.

—¿Murió? ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Hace una semana. Cayó con la furgoneta a un barranco que está en la isla de los Conejos. ¿Sabe usted dónde es?

En la zona sur de Sampedusa, lo sabía. Un soberbio y solitario lugar, un sitio ideal para que lo maten a uno y todo parezca otro accidente.

Comprendió que Gnazia Impallomeni le había dicho todo lo que sabía.

Se levantó para marcharse y la mujer hizo lo mismo, pero le apoyó una mano en el brazo.

—Usía es de la Assicurazioni, ¿verdad, señor Panzeca?

—Sí.

—¿De dinero sabe algo?

—¿En qué sentido, si no le importa?

—Quiero decir el dinero que Nenè guardaba en el banco.

—Bueno, yo no sé exactamente lo que hay en el banco de Vigàta...

—Perdone, no me refería al banco de Vigàta sino al de aquí de Sampedusa.

Montalbano volvió a sentarse y la señora Gnazia lo imitó.

—¿Tenía una cuenta en el banco?

—Una cuenta, no. Una libreta. La primera vez que fue al banco, yo lo acompañé porque él no conocía la calle. Después ya iba solo, Nenè caminaba como si no estuviera ciego.

Other books

Wedding Ring by Emilie Richards
Escape by Dominique Manotti
Beetle Boy by Margaret Willey
Diplomatic Immunity by Grant. Sutherland
That Which Destroys Me by Dawn, Kimber S.
Pegasus in Space by Anne McCaffrey
Surrender Your Love by J.C. Reed