La Nochevieja de Montalbano (3 page)

Read La Nochevieja de Montalbano Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
10.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Regresó a casa en taxi y menos mal que tenía un duplicado de las llaves porque, tan cierto como la muerte, Livia jamás le hubiera abierto la puerta. Como no le abrió la puerta del dormitorio ni contestó a sus llamadas. Montalbano se quitó tristemente la ropa y se tumbó en el sofá del saloncito.

No consiguió pegar ojo y no paró de dar vueltas de un lado para otro. Hacia las cinco de la madrugada oyó que se abría la puerta del dormitorio y la voz de Livia:

—Ven a la cama, cabrón.

Se levantó a toda prisa. En parte porque le apetecía abrazar a su chica, y en parte porque estaba deseando tumbarse cómodamente.

—¿Por qué has vuelto antes de lo previsto? —le preguntó recelosamente Mimì Augello en cuanto lo vio aparecer en el despacho.

—Pues mira, Livia no le pudo decir que no a una amiga que la había invitado a pasar el fin de semana con ella, a mí no me apetecía y entonces... ¿Qué hacía yo solo en Boccadasse? ¿Hay alguna novedad?

—¿No la sabes?

Mimì aún se mostraba receloso, pues el repentino regreso de su jefe no lo convencía.

—¿Quién me la hubiera tenido que contar?

Augello lo miró; el rostro del comisario parecía tan inocente como el de un recién nacido.

—Han matado a una mujer.

—¿Cuándo?

—El mismo día que te fuiste.

—¿Quién era?

—Una puta. De setenta años.

El asombro de Montalbano fue tan auténtico que disipó la desconfianza de Mimì.

—¿Una puta septuagenaria? ¿Estás de guasa?

—¡De ninguna manera! A los setenta años aún seguía trabajando. Una buena mujer.

—Explícate mejor.

—Se llamaba Maria Castellino, maridada, dos hijos mayores.

Montalbano se quedó estupefacto.

—¿Qué quiere decir maridada?

—Salvo, la palabra no ha cambiado de significado durante los tres días que has estado en Boccadasse. Significa casada. Y tú conoces al marido. Es Serafino, el que trabaja de camarero en el bar Pistone.

—Aclárame una cosa. ¿Serafino se casó con ella antes o después de que se pusiera a hacer de puta?

—Durante. La empezó a tratar como cliente, descubrieron que estaban enamorados y se casaron. Un matrimonio feliz. Tienen dos hijos varones. Uno...

—Espera. Y este Serafino, después de la boda, ¿permitió que su mujer siguiera haciendo lo que hacía?

—Serafino me ha dicho que eso ni siquiera lo comentaban. A los dos les parecía natural que la mujer siguiera trabajando.

—¿Ejercía en su domicilio en ausencia del marido?

—No, señor. Serafino dice que la suya es una casa honrada y respetable. Ella se había buscado un
catojo
en el callejón Gramegna, una callecita de cuatro casas, casi en el campo. El
catojo
, una pequeña habitación de planta baja con una ventanita al lado de la puerta, estaba impecablemente limpio. ¡Y no te digo el cuarto de baño! Como los chorros del oro. Cuando la puerta del
catojo
estaba abierta, quería decir que ella estaba libre; en cambio, cuando estaba cerrada, significaba que estaba atendiendo a un cliente. La señora Gaudenzio dice que...

—Un momento. ¿Quién es la señora Gaudenzio?

—Una mujer que vive en el piso de encima del
catojo
.

—¿Otra puta?

—¡No, hombre, no! Es una mujer de treinta y tantos, madre de dos niños, uno de siete y otro de cinco años. Le tenían mucho cariño a la difunta, la llamaban la tía Maria.

—No empieces a divagar, Mimì. ¿Qué te ha dicho la señora Gaudenzio?

—Que la Castellino, cuando hacía buen tiempo, sacaba una silla y se sentaba en la calle al lado de la puerta, pero nunca montó ningún escándalo. Era muy discreta y reservada.

—Pero ¿cómo lo hacía para conseguir clientes?

—Hay una explicación. La señora Gaudenzio dice que eran todos ancianos, antiguos clientes, evidentemente.

—¿Jamás ningún muchacho?

—Algunas veces. Pero ¿por qué razón tendría un chaval que desahogarse con una mujer mayor, con la de putas guapísimas que andan sueltas por ahí?

—Eemm... Mimì, razones sí las hay. Tú no las puedes comprender porque tienes un fusil que no falla jamás, pero muchos de esos chavales que parecen tan chulos, a la hora de la verdad suelen mostrarse tímidos e inseguros. Y entonces una mujer mayor, comprensiva... ¿Me explico?

—Te explicas muy bien. Y algunas veces pudo haber sido algún chaval que no buscaba comprensión, como tú dices, sino que era simplemente un degenerado.

—¿Qué ha dicho el doctor Pasquano?

—El doctor ha dicho que, en su opinión, el asesino aturdió a la mujer con un puñetazo en la cara y después se quitó el cinturón de los pantalones, se lo colocó alrededor del cuello y tiró de él. Pasquano dice que se distingue la señal de la hebilla sobre la piel. Después se volvió a colocar el cinturón en su sitio y abandonó la casa. Y adiós muy buenas.

—¿Falta algo?

—Nada. El bolso en el que la mujer guardaba el dinero estaba sobre la mesita de noche, al lado de la cama.

—¿Cuál era la tarifa?

—Cincuenta mil liras.

—¿Y cuánto dinero había en el bolso?

—Doscientas cincuenta mil liras.

—¿Cuánto llevaba a casa al día? ¿Te lo ha dicho Serafino?

—Entre trescientas y trescientas cincuenta mil.

—O sea, que el que la mató debió de ser uno de los últimos clientes del día.

—Pasquano dice también que la muerte se produjo después de la digestión del almuerzo. Ah, ¿y sabes una cosa? Pasquano dice que no ha encontrado ningún indicio de relación sexual con el asesino.

—¿La víctima estaba vestida?

—Totalmente. Sólo se había quitado los zapatos para tumbarse. El hombre se tumbó a su lado, puede que también vestido, y, de pronto, le arreó un puñetazo.

—Está claro que el hombre fue a verla no para follar sino para hablar.

—Pero ¿de qué?

—Aquí está el quid de la cuestión —contestó Montalbano.

Tras haber descansado un par de horas en su casa de Marinella, el comisario cogió el coche para regresar a Vigàta. Le habían explicado muy bien dónde estaba el callejón Gramegna, pero, aun así, le costó un poco encontrarlo. Cuatro casas, había dicho Mimì, y eran efectivamente cuatro casas. Tres de ellas se utilizaban como viviendas y eran todas iguales, con un
catojo
en la planta baja y un minúsculo apartamento en el piso de arriba. El cuarto edificio era un almacén, cerrado con un candado oxidado. Estaba justo frente al
catojo
de Maria Castellino. En el suelo, delante de la puerta cerrada, había un ramo de flores. Dos chiquillos doblaron la esquina gritando y persiguiéndose. Al ver al forastero, se detuvieron en seco.

—¿La señora Gaudenzio es vuestra madre?

—Sí, señor —contestó el mayor de los dos.

—¿Está tu padre en casa?

—No, señor, mi padre trabaja hasta la noche.

—Y tu madre, ¿está?

—Sí, señor, ahora la llamo.

Cruzó corriendo el portal. El menor lo miraba fijamente.

—¿Me dices una cosa? —le preguntó el niño.

—Pues claro.

—¿Es verdad que la abuela se ha muerto?

Mimì se había equivocado, no la llamaban tía sino abuela. No le dio tiempo a buscar una respuesta, pues al pequeño balcón del piso de arriba se asomó una joven treintañera justo en el momento en que su hijo salía por el portal y se alejaba otra vez corriendo, seguido por su hermanito, que se había puesto a llorar cualquiera sabía por qué.

—¿Quién es usted?

—Soy el comisario Montalbano.

—Si quiere hablar conmigo, suba.

La casa estaba limpia y ordenada. Muebles baratos pero resplandecientemente abrillantados. Montalbano fue invitado a sentarse en un sillón del saloncito.

—¿Le apetece algo?

—No, gracias, señora. No la entretendré mucho.

—¿Qué quiere saber? Ya se lo he dicho todo al señor Augello.

Montalbano tuvo la impresión de que, al pronunciar aquel nombre, la joven y agraciadísima señora Gaudenzio se ponía ligeramente colorada. ¿Qué te apuestas a que el infalible Mimì ya había entrado en acción?

—He sabido que usted conocía muy bien a la pobre señora Maria.

Inmediatamente, dos lagrimones. La señora Gaudenzio era de las que no ocultaban sus sentimientos.

—Era como de la familia, señor comisario. Mis hijos la consideraban su abuela. El día de Reyes le gustaba que los niños dejaran los calcetines en el
catojo
. Y los encontraban siempre llenos de cosas que sólo su fantasía sabía inventar, unas cosas que les encantaban...

—¿La conocía desde hace tiempo?

—Desde hace ocho años. Vine a vivir aquí recién casada. Attilio, mi marido, trabaja en la central eléctrica. Mi segundo hijo, Pitrinu, el que tiene cinco años... Lo estaba esperando, faltaban pocos días para el parto, pero yo me caí por la escalera..., me puse a dar voces... La abuela Maria me oyó, vino corriendo... De no haber sido por ella, yo habría muerto, y Pitrinu, conmigo...

Se echó a llorar sin hacer el menor esfuerzo por reprimir las lágrimas.

—¡Era tan buena! Jamás armaba jaleo, jamás oímos una discusión con ninguno de sus clientes...

—¿Le hablaba a usted de sus clientes, señora?

—Nunca. Era tan muda como una tumba.

—O sea, que usted no está en condiciones de decirme nada.

—No, señor, pero tengo que contarle una cosa. Hoy mismo me la ha dicho mi hijo Casimiru, el mayor...

—¿Qué le ha dicho?

—Es algo que ocurrió hace diez días. La puerta del
catojo
estaba cerrada, Casimiru pasaba por delante al volver a casa y, de repente, oyó que la abuela Maria lo llamaba desde detrás de la ventanita medio cerrada. Le dijo que fuera corriendo al final del callejón y comprobara si había un hombre que se estaba alejando... Casimiru echó a correr y vio a un hombre que se iba. Regresó y se lo dijo a la abuela. Entonces ella abrió la puerta del
catojo
.

—Seguramente era alguien a quien no quería ver. Lo debió de ver acercarse y cerró la puerta como hacía cuando atendía a un cliente.

—Lo mismo pensé yo. Pero ¿qué hacemos, le cuenta usted la historia o se la cuento yo?

—¿A quién?

—Al señor Augello.

—Pues mire, yo lo aviso y usted se la cuenta a él con todo detalle.

—Gracias —dijo la señora Gaudenzio, enrojeciendo como un tomate.

Montalbano se levantó para marcharse.

—He visto delante de la puerta del
catojo
un ramo de flores. ¿Sabe usted quién lo ha traído?

—El señor Vasalicò.

—¿El director del instituto?

—Sí, señor. Venía una vez a la semana. Tanto cuando estaba casado como cuando se quedó viudo. Eran amigos.

—¿Has ido a hablar con la señora Gaudenzio? —preguntó enfurecido Mimì.

—Sí. ¿Está prohibido?

—No. Pero aquí y ahora vamos a aclarar una cosa de una vez por todas. ¿Quién lleva esta investigación, tú o yo?

—Tú, Mimì. Lo cual significa que, si yo me entero de algo útil, no te lo digo. ¿Te parece bien así?

—No seas gilipollas.

—No lo seas tú tampoco. ¿Me contestas a una pregunta?

—Pues claro.

—¿Te interesa más descubrir al asesino o los muslos de la señora Gaudenzio?

Mimì lo miró, reprimiendo una sonrisa.

—Ambas cosas, a ser posible.

—Mimì, tienes un morro que te lo pisas. Por cierto, ¿cómo se llama?

—Teresita.

—Pues bueno, corre a ver a Teresita antes de que el marido regrese de su turno en la central. Te dirá que la señora Maria tenía un cliente con el que ya no quería follar. O no quería empezar a follar.

* * *


Dottori?
¿Me permite una palabra? —preguntó Catarella, entrando en el despacho de Montalbano con pinta de perfecto conspirador.

—De acuerdo.

Catarella cerró la puerta a su espalda. Y se quedó donde estaba.


Dottori
, ¿puedo cerrar con llave?

—Bueno —contestó Montalbano, resignado.

Catarella cerró la puerta con llave, se acercó a la mesa del comisario, apoyó las manos en ella y se inclinó hacia delante. Había comido algo con mucho ajo.


Dottori
, he resuelto el caso. He cerrado porque no quiero que los otros se mueran de envidia al saber que yo he aclarado el asunto.

—¿Qué asunto?

—El de la puta,
dottori
.

—¿Y cómo lo has hecho?

—Anoche vi una pilícula en la tilivisión. Era la historia de uno que en América mataba a putas viejas.

—¿Un serialkiller?

—No,
dottori
, no se llamaba así. Me parece que se llamaba Yoni Uest o algo así.

—¿Y qué motivo tenía ese Yoni para matar a las putas viejas?

—Pues porque le recordaban a su madre, que era una puta. Y entonces yo pensé que la cosa era sencillísima. Basta con que usted,
dottori
, se ponga a buscar y lo resuelva todo.

—¿Y a quién tengo que buscar, Catarè?

—A un cliente de la puta que sea un hijo de puta.

Por teléfono, el profesor Vasalicò no puso ningún reparo, es más, se mostró sumamente amable.

—¿Quiere que vaya a la comisaría?

—Por Dios, señor director. Voy yo a su casa dentro de media hora aproximadamente. ¿Le parece bien?

—Lo espero.

Pero antes decidió acercarse un momento al bar Pistone. Serafino no estaba. El señor Pistone, sentado detrás de la caja, le explicó cómo y por qué le había concedido una semana de permiso al pobrecillo por la desgracia que le había ocurrido. El comisario le pidió la dirección del camarero.

El profesor Vasalicò era un hombre delgado y elegante. Hizo sentar al comisario en un estudio que, en realidad, era una enorme biblioteca cuyas estanterías cubrían todas las paredes de la habitación.

—Usted viene por lo de la pobre Maria, ¿verdad?

—Sí. Pero sólo porque he sabido que usted llevó un ramo de...

—Muy cierto. Y no he hecho nada por ocultarme de la señora que vive en el piso de arriba y a la que, por otra parte, conozco muy bien.

—¿Hacía mucho tiempo que visitaba a la... señora Maria?

—Yo tenía dieciocho años y ella diez más. Fue la primera mujer con la que estuve. Después, cuando me casé, nos seguimos viendo. No por... sino por amistad. Le daba consejos. Mi esposa lo sabía.

—¿Qué consejos le daba a la señora?

—Pues verá, Serafino es un buen hombre, pero es muy ignorante. Yo he guiado a sus hijos en los estudios.

Other books

Ballots and Blood by Ralph Reed
The Secret Knowledge by Andrew Crumey
Vengeance Is Mine by Shiden Kanzaki
The M.D.'s Surprise Family by Marie Ferrarella
Rosemary and Crime by Oust, Gail
Dark Illusion by Christine Feehan
Blood Law by Karin Tabke