La Nochevieja de Montalbano (33 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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—¿Quién era?

—Antonio Lojacono era un aparejador, dos años más joven que ella, que había trabajado primero en la empresa de Giacomo y Rocco y después en la de Giacomo. En el transcurso del segundo juicio, la actitud indiferente de Rocco se acentuó. Fíjese, durante el alegato del fiscal, atrapó una mosca al vuelo.

—Alto ahí —dijo bruscamente Montalbano.

—¿Cómo? —preguntó el director, estupefacto.

—Repítame exactamente lo que ha dicho.

—¿Qué he dicho?

—Eso de la mosca.

—Atrapó una mosca al vuelo justo cuando todos lo miraban porque el fiscal, el del segundo juicio, estaba hablando en aquel momento de la premeditación. Y precisamente en aquel gesto, que todos pudieron ver, se basó el magistrado para demostrar lo cínico y despreciable que era Rocco. Si quiere que le diga la verdad, señor comisario, todo el mundo vio en aquel gesto una confesión. Nos quedamos helados.

—¡Hábleme de la mosca!

—¿Cómo?

—Señor director, no es una broma. ¿Volaba? ¿Estaba quieta?

—Pero ¿qué importancia tiene eso, por Dios?

—Usted no se preocupe y conteste.

—Creo que estaba quieta. O volaba, no sé. Porque él, Rocco, llevaba un rato paralizado, no se movía, contemplaba la barandilla que rodeaba el banco en el que estaba sentado... A lo mejor la mosca se encontraba allí y él la estaba observando...

—¿Quién estaba presente?

—¿Dónde?

El director estaba perplejo, no comprendía las preguntas de Montalbano. ¿Qué sentido tenían? Y además el comisario había cambiado de actitud, se asemejaba a un perro de caza con la mirada clavada en un matojo de sorgo.

—En la sala. ¿Quién estaba presente en la sala, aparte de usted?

—¿Se refiere a los amigos? ¿A los curiosos? Bueno, exactamente no...

—Piénselo y dígame: ¿estaba presente Renata?

—No hace falta que lo piense: no estaba.

Montalbano pareció decepcionarse.

—Pero...

Esta vez el comisario inclinó la cabeza hacia delante en dirección al director; el perro había olfateado la presa.

—Pero estaba el marido —añadió el director Burgio—, el segundo marido, el aparejador Lojacono.

Montalbano se relajó respirando hondo como si acabara de salir a la superficie del agua tras haberse zambullido.

—Siga —dijo.

—No hay mucho que añadir. Los abogados hicieron todo lo que se tenía que hacer, pero por propia iniciativa. Rocco los seguía pasivamente. Fue condenado. En la primera conversación que tuve con él en la cárcel, me dijo dos cosas: que él no había matado a Giacomo y que cuidara de Nicola, su hijo. Y yo así lo hice, procurando mantener vivo el amor del niño, que iba creciendo y pasando de muchacho a joven y a hombre adulto, por su padre injustamente encarcelado. Y eso por lo menos lo conseguí.

Se estaba emocionando, pero las palabras del comisario lo dejaron estupefacto:

—Volvamos a la mosca.

El director Burgio no logró articular ni siquiera una sílaba.

—¿Qué hizo con la mosca tras haberla atrapado?

—N... nada —balbució el otro.

—¿Cómo que nada?

—Bueno..., abrió muy despacio el puño y la dejó volar.

El director le había explicado dónde estaba el chalet en el que había sido asesinado Giacomo Alletto. Tras su boda con el aparejador, Renata ya no quiso volver allí y lo vendió a un comerciante de Vigàta a quien Montalbano conocía. D'Arrigo, el comerciante, al recibir la llamada del comisario, le contestó que podía ir a verlo cuando y como quisiera. Y Montalbano le dijo que en media hora estaría allí.

—No —dijo D'Arrigo—, dejé el chalet como estaba. Sólo lo hice pintar por dentro y por fuera. Y arreglé el cuarto de baño, la cocina y, naturalmente, el depósito de agua.

Y se rió como si le hiciera gracia el comentario.

—¿Puedo ver cómo se sube al tejado?

—Por supuesto.

Al llegar a la puertecita del altillo, D'Arrigo se detuvo.

—Tenga cuidado, es muy peligroso. Si usted quiere ir hasta el depósito, vaya, pero yo no voy. Y, además, ha llovido y las tejas están muy resbaladizas.

Montalbano cruzó la puertecita fuertemente agarrado a la jamba. No se atrevió a dar un paso. El depósito se encontraba a unos diez metros de distancia, y a cada metro, alguien que no tuviera mucha práctica corría el peligro de estrellarse en el suelo.

Volvieron a bajar al salón. Y aquí D'Arrigo decidió finalmente preguntar al comisario el motivo de su visita. Pero dio un gran rodeo.

—Me he enterado de que estos días ha estado en Vigàta el ingeniero Pennisi.

—Sí —dijo Montalbano.

—¡Pobrecillo! ¡Veinticinco años de cárcel son muchos!

—Pues sí —dijo Montalbano.

Entonces, D'Arrigo añadió algo que sobresaltó al comisario.

—Según Agustinu, no pudo ser él.

—¿Quién es Agustinu?

—Agustinu Trupia, el maestro de obras, el que hizo las reformas del chalet cuando yo lo compré.

—¿Y por qué estaba Agustinu convencido de que no había sido el ingeniero?

—Porque Agustinu, hace treinta años, trabajaba de albañil en la empresa de Alletto y Pennisi. En la obra se burlaban del ingeniero. A su espalda, naturalmente.

—¿Por qué?

—Porque no podía subirse a los andamios, le daba vueltas la cabeza, sufría de vértigo. Agustinu me dijo que ni siquiera podía subir a una escalera de mano. Y por eso no comprendía cómo se las había arreglado el ingeniero, tras haber matado a su socio, para cargárselo sobre los hombros, subir al altillo, recorrer diez metros caminando sobre las tejas, levantar la tapa del depósito, arrojar el cadáver dentro, volver a colocar la tapa y regresar.

—Disculpe, D'Arrigo, ¿Agustinu vive todavía?

—¡Pues claro! Lo vi anteayer en el mercado de pescado. Ya no trabaja porque tiene más de setenta años. Pero está muy bien.

—¿Tiene usted su dirección?

La conversación entre el comisario y el maestro de obras Agustinu Trupia tuvo lugar a la mañana siguiente en el domicilio de la hija de Agustinu, Serafina, que, con la colaboración de su marido Martino, había producido ocho hijos. El mayor tenía veinte años, y la más pequeña, cinco. El maestro de obras jubilado se dedicaba a ser abuelo a tiempo completo y disponía de una pequeña habitación en la que recibió a Montalbano. Pero, aun así, el diálogo resultó un poco difícil a causa del ruido procedente de las restantes estancias de la casa. Tras haber oído las palabras de Montalbano, Trupia insistió en señalar que D'Arrigo no le había repetido exactamente lo que él había dicho.

—¿El ingeniero no sufría de vértigo?

—Por supuesto que sí. Pero no es verdad que nos cachondeáramos de él.

—¿No se burlaban de él?

—No, señor. La primera vez que ocurrió, estábamos presentes cuatro personas, además del ingeniero Pennisi. Estábamos yo, Tanu Ficarra, Gisue Licata y el ingeniero Alletto. El ingeniero Pennisi llegó tarde, cuando nosotros ya estábamos encaramados a los andamios. Entonces el ingeniero Alletta le dijo que subiera también. Sin embargo, en cuanto subió, Pennisi empezó a tambalearse hacia uno y otro lado como si estuviera borracho. Después se agarró a un palo y ya no se movió. Se le habían puesto los pelos de punta y tenía los ojos muy abiertos. Entonces lo sujetamos, estaba más tieso que un bacalao, y lo acompañamos abajo. Nos echamos a reír cuando vimos que el ingeniero se había meado encima. Pero el ingeniero Alletto nos dijo que, como nos riéramos otra vez, nos despediría. Y a partir de entonces, no tuvimos ocasión de reírnos porque el ingeniero Pennisi ya no se atrevió a volver a subir a los andamios.

—Dígame una cosa, Trupia: ¿por qué no contó eso durante el juicio?

—Porque nadie me lo preguntó. Y, además, yo no quería tratos con la ley. El que se enreda con la ley, tanto si tiene razón como si no, acaba siempre pagando los platos rotos.

—¿Y por qué me lo cuenta ahora? Yo soy un representante de la ley. Y usted lo sabe muy bien.

—Distinguido señor, usía no se da cuenta de que tengo ya más de setenta años. Y por eso puedo mandar al carajo tanto a usía como a la ley que usía representa.

Distinguido ingeniero Pennisi:

Soy el comisario Montalbano. Tuvimos ocasión de cenar juntos hace unos días en casa de su primo, el director Burgio. Al día siguiente, su primo me reveló que nuestro encuentro lo había organizado él. El director está sincera y absolutamente convencido de su inocencia a pesar de la condena: quizá esperaba de mí una especie de confirmación oficial de su convencimiento, con pruebas seguras. Pero usted, en el transcurso de la cena, se negó a pedirme esa confirmación: en algún momento, debió usted de pensar que cualquier intervención por mi parte sería ya inútil. Inútil quizá no ante la ley, sino ante la irreparable destrucción de su existencia. Yo jamás le podré devolver la juventud que le robaron, los afectos perdidos, las alegrías y tristezas no vividas o vividas a través del filtro de los barrotes. Usted debió de pensar en la inutilidad, a estas alturas, de la inocencia.

Por eso le escribo de mala gana estas líneas. He averiguado su dirección en Roma a través del director, a quien conté una mentira, diciéndole que, aprovechando que muy pronto tendría que viajar a Roma, tendría mucho gusto en volver a verle. Usted me podría preguntar por qué le escribo, si lo hago de mala gana. Soy un policía, ingeniero. Su primo ha puesto en marcha el mecanismo que por desgracia tengo en la cabeza, y este mecanismo ya no puede detenerse si no obtiene algún resultado. Y, por consiguiente, he llevado a cabo algunas investigaciones y he consultado las actas del proceso. ¿Cuándo tuve la primera revelación de la trampa que se urdió aprovechándose de usted? Aventuro una hipótesis que usted podrá, si lo desea, confirmar o negar. Usted declaró que la noche del homicidio se había quedado en casa. Pero era falso. Usted salió para dirigirse al apartamento que había alquilado para sus encuentros con Renata. La víspera, Renata le había dicho que pasaría la noche con usted. Y, por tanto, usted se dirigió al apartamento, pero, inexplicablemente, Renata no apareció. A partir de aquel momento, no tuvieron ustedes ocasión de volver a verse en privado: la desaparición del ingeniero Alletto, con los registros y las pesquisas, alteró necesariamente los ritmos cotidianos de Renata. Por lo demás, los ojos de todo el mundo estaban clavados en ustedes, de modo que tenían que actuar con la máxima prudencia. Ésas creo que debieron de ser las excusas de Renata para evitar reunirse con usted. Después tuvo lugar el descubrimiento del cadáver en el depósito de agua, y usted, oficialmente acusado, fue detenido. Sólo Renata hubiera podido revelar a los investigadores el acuerdo que había entre ustedes, según el cual ella le esperaría en el pequeño apartamento para pasar la noche con usted. Eso no habría sido una coartada perfecta, pero habría aliviado un poco su situación. Como es natural, un investigador caprichoso habría podido acusar a Renata de complicidad. Era un riesgo que usted quizá imaginaba que Renata habría asumido por amor. Pero Renata jamás se refirió a aquella cita, ni durante los interrogatorios ni cuando declaró en el juicio. La amiga confirmó que Renata había pasado la velada y la noche en su casa y que en ningún momento le había comentado la existencia de una cita con usted. Y decía la verdad, pues Renata le había ocultado lo que ella le había escrito o le había dicho a usted por teléfono a propósito de aquella cita nocturna, a la cual no pensaba acudir precisamente porque, según sus planes, usted tenía que encontrarse sin coartada. Puede que su abogado le comentara la ambigua actitud de Renata cuando le hablaba de usted: a veces decía que estaba segura de su inocencia y otras veces se mostraba dubitativa y vacilante. Usted empezó a intuir algo, pero seguramente tardó mucho en comprenderlo: hasta aquel momento no había albergado la menor duda acerca de la entrega, el amor y la pasión de Renata. Entonces decidió jugar una última carta, la prueba del nueve sobre la intención de Renata de hacerlo parecer culpable: omitió deliberadamente decir que usted no estaba en condiciones de llevar a cabo aquellas acrobacias en el tejado con un cadáver sobre los hombros, a las que se había referido en su hipótesis el fiscal. Tenía testigos que hubieran podido jurar ante el tribunal que usted sufría de vértigo. Pero no le reveló los nombres al abogado. Ante su condena, Renata calló. La prueba del nueve funcionó. Puede que usted pretendiera confesar la existencia de esa enfermedad, o lo que fuera, que le impedía encaramarse a los andamios, sólo tras la presentación del recurso. Ciertamente, en presencia de esta novedad, la fiscalía habría podido replicar que usted había contado con la ayuda de un cómplice, que le había echado una mano algún obrero de su empresa. Su inocencia no hubiera quedado inequívocamente demostrada, pero el castillo de naipes de la acusación se habría resentido de ello. Sin embargo, entre el primer y el segundo juicio, usted se enteró de que Renata se había vuelto a casar con el aparejador Lojacono. Éste, a diferencia de usted, podía caminar perfectamente por un tejado, incluso con un cadáver sobre los hombros. En resumen, usted comprendió entonces que Renata y el aparejador eran amantes desde siempre, que usted no había sido más que la rueda principal del engranaje que ellos habían diseñado. ¿Por qué no reaccionó? ¿Herido de muerte por la traición de la mujer a la que amaba? ¿Temeroso de ser considerado un imbécil por la trágica burla de que había sido objeto? ¿Deseoso de expiar los pecados cometidos contra su amigo Alletto, contra su propia esposa y su único hijo? No quiero respuestas, ingeniero, no me interesan, son asuntos suyos. Por uno de estos motivos, o por todos, usted decidió abandonarse pasivamente al curso de los acontecimientos. Pero quiso decirles a Renata y a su flamante marido que había descubierto el engaño. Y aquel día, mientras el fiscal lo acusaba de premeditación, usted, delante de todo el mundo, atrapó una mosca. Dio la impresión de ser un terrible gesto de despectiva indiferencia. Pero, verá usted, ingeniero, yo tengo mucha experiencia. No existe ningún frío asesino que, mientras se le dirigen unas acusaciones tan graves, tenga el valor de hacer un gesto como el suyo. Un gesto, repito, de desprecio e indiferencia. Sólo que aquel gesto era un mensaje dirigido expresamente al aparejador Lojacono, presente aquel día en la sala. Su interpretación era la siguiente: «Vosotros dos, tú y Renata, me habéis atrapado como una mosca». Eso es todo. Y Lojacono lo entendió muy bien. Y temió su represalia. Tanto es así que se fue a Bolivia en cuanto su mujer entró en posesión de la cuantiosa herencia.

Esto, mi querido ingeniero, es todo lo que creo haber comprendido de su trágico caso. No se lo he comentado a nadie y menos aún al director Burgio.

No le pido que confirme mis conjeturas, que, sin embargo, no me parecen demasiado descabelladas. Le pido sólo una cosa: dígame qué debo hacer.

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