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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (15 page)

BOOK: La paciencia de la araña
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Consiguió dominarse, cruzó el umbral e inició su descenso personal a los infiernos. De inmediato lo acometió el mismo tufo insoportable que había percibido en la habitación del hombre sin piernas, el marido de la mujer que vendía huevos, sólo que éste era mucho más intenso. Notó que se le pegaba a la piel y tenía un color amarillento estriado por unos relámpagos de fuego. Un color en movimiento. Jamás le había ocurrido semejante cosa. Los olores solían tener sus colores correspondientes, como si estuvieran pintados e inmovilizados en un cuadro. Esta vez, en cambio, las estrías rojas dibujaban una especie de lodazal. Estaba empapado en sudor. La cama había sido sustituida por otra de hospital, cuya blancura dividía en dos la memoria de Montalbano y lo empujaba hacia atrás, a los días en que había estado ingresado. A su lado había bombonas de oxígeno, un gotero, una complicada maquinaria sobre una mesita y un carrito (¡también de color blanco, maldita sea!) literalmente cubierto de frascos, botellines, gasas, vasos milimetrados y recipientes de distintos tamaños. Desde el lugar en que se había detenido, le pareció que la cama estaba desocupada. Bajo la tensada colcha no se veía ningún bulto de cuerpo humano, ni siquiera las dos puntas a modo de colinas de los pies. Y aquella especie de pelotita gris olvidada sobre la almohada era demasiado pequeña para ser una cabeza; quizá fuese una vieja y gruesa pera de lavativa que había perdido el color. Avanzó dos pasos y el horror lo paralizó. Aquella cosa sobre la almohada era una cabeza humana que, sin embargo, ya nada tenía de humana, una cabeza sin cabello, reseca, un amasijo de arrugas tan profundas que parecían excavadas con un taladro. La boca estaba abierta, un agujero negro sin la más mínima blancura de los dientes. Una vez había visto en una revista algo similar, el resultado del trabajo que los cazadores de cabezas llevaban a cabo en sus presas. Mientras miraba sin poder moverse, sin poder dar crédito a lo que veía, a través del agujero de la boca brotó un sonido que procedía de la garganta ardiente y quemada:

—Ghanna...

—Llama a su hija —dijo la enfermera.

Montalbano se echó hacia atrás con las piernas rígidas; sus rodillas se negaban a doblarse. Para no caer, se recostó en la consola.

Y ocurrió lo inesperado. «Clac.» El disparo del resorte atascado en el interior de su cabeza resonó como el de un revólver. ¿Por qué? No eran en absoluto las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos, de eso estaba seguro. ¿Entonces? El pánico lo asaltó con la intensidad de un perro enfurecido. El rojo desesperado del olor se convirtió en un remolino que lo aspiraba. La barbilla empezó a temblarle, las piernas se le volvieron como de requesón, y para no desplomarse apoyó los brazos en el mármol de la consola. Por suerte, la enfermera, ocupada en atender a la moribunda, no se daba cuenta de nada. Después, la parte de su cerebro aún no dominada por aquel ciego temor reaccionó y le permitió hallar la respuesta oportuna. Había sido una señal. Aquel «algo» que lo había marcado mientras el proyectil le perforaba la carne le decía que también estaba allí, en aquella habitación, agazapado en un rincón, listo para comparecer en el momento preciso y de la manera más adecuada: bala de revólver, tumor, fuego que quema, agua que inunda. Era sólo una manifestación de presencia. No iba dirigida a él, no lo afectaba a él. Y eso bastó para infundirle un poco de fuerza. Entonces vio encima de la consola una fotografía con marco de plata. Un hombre, el geólogo Mistretta, tomaba de la mano a una chiquilla de unos diez años, Susanna, la cual sujetaba a su vez la mano de una hermosa mujer sonriente, sana y llena de vida, su madre, la señora Giulia. El comisario contempló un rato aquel rostro feliz para intentar borrar la imagen del otro sobre la almohada, si es que se podía llamar así todavía. Después dio media vuelta y salió, olvidando despedirse de la enfermera.

Condujo como un desesperado hacia Marinella, detuvo el coche a la entrada, bajó y echó a correr hacia la orilla del mar; se quitó la ropa, dejó un instante que el aire frío de la noche le helase la piel y se metió lentamente en el agua. A cada paso el frío lo cortaba con cien hojas, pero necesitaba limpiarse la piel, la carne, los huesos y más adentro, hasta el interior del alma.

Se adentró un poco más y dio unas brazadas, pero un puñal surgido de las oscuras aguas se le clavó en la herida. Al menos eso le pareció, tan repentino y violento fue el dolor que se le extendió por todo el cuerpo, insoportable, paralizador. El brazo izquierdo se le bloqueó y a duras penas consiguió volverse boca arriba y hacer el muerto.

¿Acaso se estaba muriendo de verdad? No, ahora intuía vagamente que su destino no era morir ahogado.

Poco a poco pudo moverse.

Regresó a la orilla, recogió la ropa, se olió el brazo y le pareció percibir todavía el terrible hedor de la habitación de la moribunda. El agua del mar no había conseguido borrarlo; tendría que lavarse uno a uno todos los poros de la piel. Subió jadeando los peldaños de la galería y llamó a la puerta cristalera.

—¿Quién es? —preguntó Livia desde dentro.

—Ábreme, me estoy congelando.

Ella se lo encontró desnudo, empapado, morado de frío, y rompió en sollozos.

—Vamos, Livia...

—¿Te has vuelto loco, Salvo? ¿Es que quieres matarte? ¿Y quieres matarme a mí también? Pero ¿qué has hecho? ¿Por qué? ¿Por qué?

Desesperada, lo siguió al cuarto de baño. Él se untó todo el cuerpo con gel, y cuando estuvo todo amarillo, se metió en la ducha, abrió el grifo y se restregó con piedra pómez. Livia ya no lloraba, pero lo miraba petrificada. El agua corrió largo rato y el depósito del techo estuvo a punto de vaciarse. Nada más salir de la ducha, Montalbano preguntó con mirada alterada:

—¿Quieres olerme, por favor? —Y él mismo se husmeó el brazo como un perro de caza.

—Pero ¿qué te ha dado? —preguntó Livia angustiada.

—Huéleme, te lo suplico.

Ella obedeció y desplazó la nariz por su pecho.

—¿Qué notas?

—El olor de tu piel.

—¿Seguro?

Al final quedó convencido. Se puso ropa interior limpia, una camisa y unos tejanos.

Fueron al comedor. Montalbano se sentó en un sillón y Livia en el otro, a su lado. Después de un buen rato sin abrir la boca, ella preguntó con voz todavía vacilante:

—¿Se te ha pasado?

—Se me ha pasado.

Más silencio. Y otra vez Livia:

—¿Te apetece comer algo?

—Espero que dentro de un poco.

Otro silencio. Y después Livia se atrevió:

—¿Me lo cuentas?

—Me cuesta mucho.

—Inténtalo, por favor.

Y se lo contó. Tardó lo suyo porque le resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas para describir lo que había visto. Y sentido.

Al final Livia hizo una pregunta, sólo una, pero clave:

—¿Por qué has ido a verla? ¿Qué necesidad tenías?

«Necesidad.» ¿Era la palabra adecuada o la palabra equivocada? No había ninguna necesidad, cierto, pero inexplicablemente la había habido. «Pregúntaselo a mis manos y pies», debería haber contestado, pero mejor dejarlo; aún se sentía demasiado conmocionado. Extendió los brazos.

—No sabría explicártelo, Livia. —Y mientras pronunciaba esas palabras, comprendió que eran sólo una parte de la verdad.

Continuaron hablando un rato, pero a Montalbano no le entraba el apetito; seguía con el estómago encogido.

—¿Crees que el ingeniero pagará? —preguntó Livia cuando se iban a dormir.

Era la pregunta del día, inevitable.

—Pagará, seguro que pagará.

«Ya está pagando», habría querido añadir, pero se abstuvo.

* * *

Mientras la abrazaba y besaba y acababa de penetrarla, Livia sintió que Montalbano estaba transmitiéndole una desesperada petición de consuelo.

—Pero ¿no te das cuenta de que estoy aquí? —le susurró al oído.

Doce

El comisario despertó cuando ya era de día. A lo mejor el «clac» no había sonado aquella noche, o el ruido no había sido tan fuerte como para empujarlo a abrir los ojos. A pesar de que ya era hora de levantarse, se quedó un rato tumbado. No se lo dijo a Livia, pero le dolían los huesos, consecuencia sin duda del baño de la víspera. Y la cicatriz del hombro estaba morada y le dolía. Livia notó que algo no marchaba, pero prefirió no hacer preguntas.

Entre una cosa y otra, llegó con un poco de retraso al despacho.

—¡
Dottori
, ah,
dottori
! ¡Las ampliaciones
futugráficas
que le encargó a Cicco de Cicco sobre su mesa están! —dijo Catarella en cuanto lo vio entrar, mirando a un lado y otro con cara de conspirador.

De Cicco había hecho un trabajo excelente. Montalbano descubrió que la grieta que partía del borde de la piscina no era tal. Era un efecto engañoso de luz y sombra. En realidad se trataba de una cuerda atada a un clavo que sujetaba un termómetro de gran tamaño, de los que servían para medir la temperatura del mosto. Tanto la cuerda como el termómetro se habían vuelto de color negro, en primer lugar por el uso y después por el polvo acumulado encima.

A Montalbano ya no le cupo ninguna duda: los secuestradores habían arrojado a la chica al interior de un depósito donde antaño se recogía el mosto. Por consiguiente, junto a él y en un lugar más elevado debía de haber también un lagar, el receptáculo donde se pisa la uva. ¿Por qué no se habían tomado la molestia de retirar el termómetro? Quizá no le habían prestado atención por estar demasiado acostumbrados a su presencia. Uno acaba por no ver lo que tiene siempre delante de los ojos. En cualquier caso, aquello reducía el área de investigación. Ya no había que buscar una apartada casita rural sino una auténtica finca, aunque estuviera medio en ruinas.

Llamó de inmediato a Minutolo para comunicarle su descubrimiento. El dato le pareció muy importante a su colega. Dijo que eso limitaba considerablemente el campo de las pesquisas y que dictaría nuevas órdenes a los hombres que estaban batiendo la zona.

Después preguntó:

—¿Qué opinas de la novedad?

—¿Qué novedad?

—¿No has visto Televigata esta mañana a las ocho?

—¡Yo no veo la televisión a esas horas!

—Los secuestradores han llamado a Televigata. Allí lo han grabado todo y lo han emitido. La consabida voz falseada. Dice que aquel «a quien corresponda» dispone hasta mañana por la noche. De lo contrario, nadie volverá a ver a la chica.

Montalbano sintió que una fría víbora le subía por la espalda.

—Han inventado el secuestro multimedia. ¿No han dicho nada más?

—Te he repetido palabra por palabra el contenido de la llamada. De todos modos, si deseas escucharla, dentro de poco me enviarán la cinta. El juez está histérico. Quería mandar a la cárcel a Ragonese. ¿Y sabes una cosa? Estoy empezando a preocuparme en serio.

—Yo también —dijo Montalbano.

Los que retenían a la chica ya ni siquiera se dignaban llamar a casa de los Mistretta. Su propósito, implicar a Peruzzo sin nombrarlo, ya lo habían alcanzado. El ingeniero tenía a la opinión pública en contra. Montalbano estaba seguro de que si los secuestradores mataran a Susanna en ese instante, la gente no la tomaría contra ellos, sino contra el tío que se había negado a intervenir en el asunto. ¿Mataran? Un momento. Los captores no habían utilizado ese verbo. Ni siquiera «asesinar». Y tampoco «liquidar». Era gente que dominaba el italiano. Habían dicho que no volverían a ver a la chica. Y dirigiéndose a personas corrientes, no cabía duda de que un verbo como «matar» causa más impresión. Así pues, ¿por qué no lo habían usado? Se aferró a ese detalle lingüístico con toda la fuerza de la desesperación. Era como agarrarse a una brizna de hierba para no caer a un precipicio. A lo mejor, los secuestradores pretendían dejar un margen para las negociaciones y evitaban emplear un verbo definitivo y sin posibilidad de retorno. En cualquier caso, convenía actuar con rapidez. Sí, pero ¿qué hacer?

Por la tarde, Mimì Augello, que se había hartado de dar vueltas por la casa, se presentó en la comisaría con dos noticias.

La primera era que a última hora de la mañana, mientras abría la puerta de su automóvil en un aparcamiento de Montelusa, la señora Valeria, esposa del ingeniero Antonio Peruzzo, había sido abordada por tres mujeres que la increparon y la emprendieron a puntapiés con ella, diciéndole a gritos que no tenía vergüenza y que aconsejara a su marido que pagara el rescate cuanto antes. Entretanto se acercaron otras personas, que se pusieron de parte de las tres mujeres, hasta que una patrulla de carabineros que pasaba por allí salvó a la señora. En el hospital le detectaron contusiones, moretones y desgarros.

La segunda noticia era que habían incendiado dos camiones de gran tamaño de la empresa de Peruzzo. Para evitar equívocos y falsas interpretaciones, en el lugar de los hechos habían escrito en una pared: «¡Paga enseguida, cornudo!»

—Si matan a Susanna, seguro que el ingeniero muere linchado —dijo Mimì.

—¿Tú crees que esto acabará mal? —le preguntó Montalbano.

Mimì Augello contestó de inmediato:

—No.

—Pero supongamos que el ingeniero se niega a pagar ni una lira. Ya han lanzado una especie de ultimátum.

—Los ultimátums nunca acaban siéndolo. Ya verás como terminan poniéndose de acuerdo.

—¿Cómo está Beba? —preguntó, cambiando de tema.

—Bastante bien. Ya es sólo cuestión de días. Por cierto, ha venido Livia a vernos, y Beba le ha contado nuestra intención de pedirte que seas el padrino de nuestro hijo.

¡Pero bueno! ¿Es que todo el pueblo se había empeñado en nombrarlo padrino?

—¡Y me lo dices así! —reaccionó por fin el comisario.

—¿Y cómo quieres que te lo diga? ¿Con papel timbrado? ¿No suponías que te lo pediríamos?

—Sí, claro, pero...

—Por otra parte, Salvo, te conozco bien: si no te lo hubiera pedido, te habrías ofendido.

Montalbano pensó que era mejor dejar para otro momento el tema de su carácter, pues se prestaba a interpretaciones encontradas.

—¿Y qué ha dicho Livia?

—Pues que estarías encantado, sobre todo porque así equilibrarías la balanza. Esa última frase no la he comprendido.

—Yo tampoco —mintió.

Pero la comprendía muy bien: un hijo de delincuente y otro de policía, ambos apadrinados por él. Empate. Livia, cuando se ponía, podía ser tan cabrona o más que él.

* * *

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