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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (13 page)

BOOK: La paciencia de la araña
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—¿Te has quedado en casa esperándome?

—No. Me ha llamado Beba para decirme que Mimì estaba en el hospital, y he ido a verlo.

Diez

Una súbita punzada de celos. Absurda, sin duda, pero no podía evitarlo. ¿Sería posible que Livia estuviera triste porque Mimì se encontraba en el hospital?

—¿Cómo está?

—Tiene dos costillas rotas. Mañana le dan el alta. Se restablecerá en casa.

—¿Has cenado?

—Sí, no he podido esperarte —dijo levantándose.

—¿Adónde vas?

—A calentarte...

—No, deja. Cogeré algo de la nevera.

Regresó con un plato de aceitunas, higos secos y queso picante de Ragusa en una mano, y en la otra un vaso y una botella de vino. El pan lo llevaba bajo el brazo. Se sentó. Livia estaba contemplando el mar.

—No hago más que pensar en la chica secuestrada —dijo sin volverse—. Y no consigo quitarme de la cabeza una cosa que me dijiste la primera vez que hablamos del tema.

En cierto sentido Montalbano se tranquilizó. Livia no estaba triste por Mimì sino por Susanna.

—¿Qué te dije?

—Que la tarde en que fue secuestrada, la chica había ido al apartamento de su novio para hacer el amor.

—¿Y qué?

—Me contaste que siempre era el chico el que le pedía que fuera, pero esa vez fue ella quien tomó la iniciativa.

—¿Y eso qué significa en tu opinión?

—Que tal vez tuvo como un presentimiento de lo que iba a ocurrir.

Montalbano prefirió no contestar, pues no creía en los presentimientos ni en los sueños premonitorios ni en nada por el estilo.

Tras una breve pausa, Livia preguntó:

—¿En qué punto estáis?

—Hasta hace un par de horas andaba sin brújula ni sextante.

—¿Y ahora los tienes?

—Eso creo.

Y empezó a contarle lo que había averiguado. Al final del relato, Livia lo miró perpleja.

—No comprendo qué conclusiones puedes extraer de esa historia.

—Ninguna, Livia. Pero hay muchos puntos de partida que antes no tenía.

—¿Cuáles?

—Por ejemplo, y de eso estoy convencido, que no querían secuestrar a la hija de Salvatore Mistretta, sino a la sobrina de Antonio Peruzzo. El que tiene el dinero es él. Y no está demostrado que se haya realizado sólo por el dinero del rescate; también puede ser por venganza. Cuando Peruzzo quebró, debió de poner en apuros a mucha gente. Y la estrategia que están utilizando los secuestradores es la de atraerlo poco a poco para no mostrar desde el principio que querían llegar hasta él. El que lo ha organizado todo sabe lo que ocurrió entre Antonio y su hermana, sabe que Antonio tenía ciertas obligaciones con los Mistretta, sabe que Antonio, como padrino de Susanna...

De repente se detuvo; habría querido morderse la lengua. Livia lo miró dulcemente, parecía un ángel.

—¿Por qué no continúas? ¿Acabas de recordar que tú también has aceptado ser el padrino del hijo de un delincuente y que tendrás que asumir unas obligaciones bastante duras?

—Por favor, ¿quieres dejar ese asunto?

—No; quiero que sigamos.

Siguieron, discutieron, hicieron las paces y se fueron a dormir.

A las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos el resorte del tiempo se disparó. Pero esta vez el «clac» sonó lejano y lo despertó sólo a medias.

Fue como si el comisario hubiera hablado con las
ciàule
. En Vigàta y los alrededores existe la creencia de que las urracas, aves muy parlanchinas, comunican a quien sabe entenderlas las últimas novedades de lo que les ocurre a los hombres, pues ellas, desde las alturas, tienen una visión privilegiada del conjunto. El caso es que a las diez de la mañana, mientras Montalbano se encontraba en su despacho, estalló literalmente la bomba. Lo llamó Minutolo.

—¿Sabes algo de Televigata?

—No, ¿por qué?

—Porque han interrumpido la emisión. En pantalla sólo aparece un letrero que dice que dentro de diez minutos ofrecerán una edición extraordinaria del telediario.

—Se ve que le han cogido gusto a la cosa.

Colgó y llamó a Nicolò Zito.

—¿Qué es esa historia de la edición extraordinaria?

—No sé nada.

—¿Los secuestradores se han puesto en contacto con vosotros?

—No, como ayer no les hicimos caso...

Cuando Montalbano llegó al bar, aún se veía el letrero en el televisor. Había unas treinta personas a la espera de la edición extraordinaria. Era evidente que la voz se había corrido en un abrir y cerrar de ojos. Desapareció el texto y salió el logotipo del telediario con las palabras «edición extraordinaria». A continuación se materializó la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese.

—Distinguidos telespectadores, hace una hora ha llegado a nuestra redacción, a través del correo normal, un sobre franqueado en Vigàta sin indicación del remitente y con la dirección escrita en letras mayúsculas. Contenía una instantánea polaroid. Era una fotografía de Susanna en el lugar donde la tienen recluida. No podemos mostrarla porque, por imperativo legal, la hemos entregado de inmediato al magistrado que se encarga de las investigaciones. Sin embargo, consideramos nuestro deber dar a conocer públicamente este hecho. La muchacha está en el fondo de una especie de pozo seco y lleva una pesada cadena alrededor de los tobillos. No está vendada ni amordazada. Aparece sentada en el suelo sobre unos trapos, con los brazos rodeándose las rodillas, y mira hacia arriba con los ojos arrasados en lágrimas. En el reverso de la fotografía, también en letras mayúsculas, se lee esta enigmática frase: «A QUIEN CORRESPONDA.»

Hizo una pausa y la cámara lo enfocó de cerca. Primerísimo plano. Montalbano tuvo la sensación de que de la boca de Ragonese iba a salir un huevo de un momento a otro.

—Nada más recibir la noticia del rapto de la pobre chica, nuestra diligente redacción se puso en marcha. Nos preguntamos: ¿qué sentido tiene secuestrar a una muchacha cuya familia no puede pagar el rescate? Y de esa manera encauzamos de inmediato nuestras pesquisas en la dirección adecuada.

«¡Y una mierda, grandísimo cornudo! —saltó para sus adentros Montalbano—. ¡Tú en lo que has pensado de inmediato ha sido en los inmigrantes ilegales!»

—Y hoy tenemos un nombre —añadió Ragonese, poniendo voz de película de terror—, el nombre de quien está en condiciones de pagar el rescate exigido, que no es el del padre, sino quizá el del padrino. A él va dirigida la frase que aparece en el reverso de la fotografía: «A QUIEN CORRESPONDA.» Nosotros, por el respeto que siempre hemos tenido y seguimos teniendo a la intimidad de las personas, no facilitaremos el nombre. Pero le suplicamos que intervenga, tal como debe y puede, in-me-dia-ta-men-te.

El rostro de Ragonese desapareció y el bar se sumió en un profundo silencio. Montalbano regresó a la comisaría. Los secuestradores habían conseguido lo que deseaban. Acababa de entrar cuando volvió a llamar Minutolo.

—¿Montalbano? El juez acaba de enviarme ahora mismo la fotografía de la que ha hablado ese cornudo. ¿Quieres verla?

En el salón sólo estaba Minutolo.

—¿Y Fazio?

—Ha bajado al pueblo, tenía que firmar no sé qué papel para su cuenta corriente —contestó, entregándole la fotografía.

—¿Y el sobre?

—Se lo ha quedado la Policía Científica.

La instantánea presentaba algunas diferencias con respecto a la descripción de Ragonese. En primer lugar, resultaba evidente que no se trataba de un pozo, sino de una especie de piscina de unos tres metros de profundidad y revestida de cemento, que con toda certeza no se utilizaba desde hacía mucho tiempo, pues a la izquierda se veía una grieta de unos cuarenta centímetros que bajaba desde el borde y se ensanchaba en la parte final.

Susanna se encontraba en la posición descrita, pero no lloraba. Al contrario. Montalbano vio en su rostro una fuerte determinación. No estaba sentada sobre unos trapos, sino sobre un colchón viejo.

Y no llevaba ninguna cadena alrededor de los tobillos. Eso se lo había inventado Ragonese, una nota de color, como suele decirse, ya que la muchacha jamás habría conseguido salir de allí ella sola. A su lado, pero casi fuera del campo visual, había un plato y un vaso de plástico. La ropa era la misma que vestía cuando la secuestraron.

—¿La ha visto el padre?

—¿Estás de guasa? No, no se la he mostrado. Ni siquiera le he permitido ver la televisión. Le he dicho a la enfermera que no lo dejara salir de su dormitorio.

—¿Has avisado al tío?

—Sí, me ha dicho que no podría venir antes de dos horas.

Mientras hacía preguntas, el comisario seguía contemplando la fotografía.

—Probablemente la tienen en un depósito de agua de lluvia que ya no se utiliza —dijo Minutolo.

—¿En el campo?

—Eso parece. No creo que en Vigàta quede ni un solo depósito de ésos. Además, no está amordazada. Podría ponerse a gritar, y en una zona habitada sus gritos se oirían.

—Ni siquiera se han molestado en vendarle los ojos.

—Eso no significa nada, Salvo. A lo mejor, cuando van a verla, se cubren la cabeza con una capucha.

—Para bajarla tuvieron que utilizar una escalera, que deben de colocar cuando ella lo necesita. Y quizá le den la comida en una cesta que descienden con una cuerda.

—Bien, le pediré al jefe superior que ordene intensificar la búsqueda en los alrededores —concluyó Minutolo—. Sobre todo en las casas de los campesinos. Por lo menos la fotografía ha servido para saber que no la esconden en el interior de una cueva.

Montalbano hizo ademán de devolverle la fotografía, pero se lo pensó mejor y continuó estudiándola.

—¿Hay algo que no encaja?

—La luz —contestó Montalbano.

—¡Habrán utilizado una lámpara!

—Sí, pero no una cualquiera.

—No me dirás que han empleado un reflector...

—No; es una lámpara de esas de cable largo que usan los mecánicos para revisar los motores... ¿Ves estas sombras regulares que se entrecruzan? Son de la malla metálica que protege el foco de los golpes.

—¿Y qué?

—No, no es la luz lo que no encaja. Tiene que haber otra fuente luminosa, la que proyecta esa sombra en el extremo opuesto. ¿Lo ves? El que ha hecho la fotografía no está de pie, sino tumbado en el borde para enfocar a Susanna en el fondo. Eso quiere decir que los bordes del depósito son bastante anchos y se encuentran ligeramente elevados por encima del terreno. Para proyectar una sombra de esa clase es necesario que el fotógrafo tenga una luz detrás. Pero cuidado: si fuera una luz concentrada, la sombra sería más fuerte y definida.

—No entiendo adónde quieres ir a parar.

—A que tenía una ventana abierta a su espalda.

—¿Y qué?

—¿Te parece lógico que fotografíen a una chica secuestrada con la ventana abierta y sin amordazarla?

—¡Eso avala mi hipótesis! Si la tienen en una casa de campo aislada, puede gritar todo lo que quiera. Nadie la oirá, aunque estén todas las ventanas abiertas de par en par.

—En fin —dijo Montalbano, volviendo la fotografía.

A QUIEN CORRESPONDA

Escrito con bolígrafo, en letras mayúsculas, por una persona acostumbrada sin duda a escribir en italiano. Pero en la caligrafía se notaba algo extraño, forzado.

—Yo también lo he observado —dijo Minutolo—. No han querido falsear la letra, más bien parece un zurdo que trata de escribir con la mano derecha.

—A mí se me antoja una escritura ralentizada.

—¿Qué quieres decir?

—No sé cómo explicarme. Es como si uno que tiene muy mala letra, casi ilegible, se hubiera aplicado en trazar las letras claramente y, por tanto, hubiera tenido que ralentizar su ritmo natural de escritura. Además, hay otra cosa. La C de «corresponda» presenta una corrección. Antes, se ve con toda nitidez, había una I. Pretendía poner «a quien interese» y lo cambió por «a quien corresponda», que es más apropiado. El que ha secuestrado o ha mandado secuestrar a Susanna no es un memo cualquiera, sino alguien que conoce el valor de las palabras.

—Muy perspicaz —dijo Minutolo—. Pero ¿adónde nos llevan estas deducciones tuyas?

—De momento a ninguna parte.

—Entonces, ¿qué tal si pensamos en nuestro próximo paso? En mi opinión, lo primero es establecer contacto con Antonio Peruzzo. ¿De acuerdo?

—Totalmente. ¿Tienes su número?

—Sí. Mientras te esperaba he buscado información. Veamos. En este instante Peruzzo posee tres o cuatro sociedades que convergen en una especie de sede central en Vigàta que se llama Progresso Italia.

Montalbano soltó una carcajada.

—¿Qué pasa?

—Nada, que el nombre me parece muy apropiado para los tiempos que corren. ¡El progreso de Italia confiado a un estafador!

—Bueno, oficialmente todo está a nombre de su mujer, Valeria Cusumano, aunque estoy convencido de que ella jamás ha puesto los pies en ese despacho.

—Bien, llama.

—No, llama tú y pide una cita. Aquí tienes.

En el papel que le entregó Minutolo había cuatro números de teléfono. Montalbano eligió el correspondiente a «Dirección General».

—¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el ingeniero.

—¿Cuál de ellos?

—¿Es que hay más de uno?

—Pues claro, el ingeniero Di Pasquale y el ingeniero Nicotra.

¿Y el bueno de Antonio qué era? ¿Un fantasma?

—La verdad es que yo quería hablar con el ingeniero Peruzzo.

—Lo siento, pero está fuera.

A Montalbano le dio un ataque de nervios.

—¿Fuera del despacho? ¿Fuera de la ciudad? ¿Fuera de sí? ¿Fuera de...?

—Fuera de la ciudad... —lo cortó la secretaria con tono pausado y formal.

—¿Cuándo regresa?

—No sabría decirle.

—¿Adónde ha ido?

—A Palermo.

—¿Sabe dónde se aloja?

—En el Excelsior.

—¿Tiene móvil?

—Sí.

—Démelo.

—La verdad es que no sé si...

—Pues entonces, ¿sabe qué voy a hacer? —repuso Montalbano con la voz sibilante de quien desenvaina un puñal en la oscuridad—. Iré a pedírselo personalmente.

—¡No, no, ahora mismo se lo doy!

En cuanto lo tuvo, llamó al Excelsior.

—El ingeniero no se encuentra en este momento en el hotel.

—¿Sabe cuándo regresará?

—Pues no. Ni siquiera ha pasado la noche aquí.

El móvil estaba apagado.

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