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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (9 page)

BOOK: La paciencia de la araña
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Nicolò lo miró con admiración.

—¡Eres un auténtico maestro de la astucia!

—Ya verás como entre las medidas adoptadas por el juez y el registro ordenado por el jefe superior no tendrán tiempo ni de ir a mear. ¡Y un cuerno van a emitir la edición extraordinaria!

Ambos se echaron a reír, pero inmediatamente Nicolò volvió a ponerse serio.

—Esto parece un diálogo de sordos —dijo—. El padre asegura que no tiene una lira y los secuestradores insisten en que prepare el dinero. Aunque el hombre vendiera su chalet, ¿cuánto podría sacar?

—¿Tú eres de la misma opinión que tu eximio colega Pippo Ragonese?

—¿Qué quieres decir?

—Que el secuestro es obra de unos ingenuos inmigrantes ilegales que ignoran que tienen todas las de perder.

—En absoluto.

—Quizá los secuestradores no tengan televisor y no hayan visto el llamamiento del padre.

—Puede que... —empezó Nicolò, pero se detuvo, presa de la duda.

Siete

—¿Y bien? —lo animó Montalbano.

—Se me acaba de ocurrir una idea, pero me da vergüenza decírtela.

—Te aseguro que cualquier chorrada que digas no saldrá de esta habitación.

—Es una idea de película americana. Corren rumores por el pueblo de que los Mistretta se encontraban en muy buena situación económica hasta hace unos cinco o seis años, pero que tuvieron que venderlo todo. ¿No podría ser que el organizador del secuestro fuera alguien que ha regresado a Vigàta después de una larga ausencia y, por tanto, ignora el estado actual de la familia Mistretta?

—Esa idea me parece más propia de Totò y Peppino que de una película americana. ¡Piensa un poco, hombre! Un secuestro de este tipo no lo prepara una sola persona, Nicolò, y cualquier cómplice que hubiera escogido le habría dicho que los Mistretta casi no tienen ni para comprar pan.

»Por cierto, ¿quieres explicarme cómo lo perdieron todo?

—Pues la verdad es que no tengo ni idea. Creo que se vieron obligados a malvender de repente...

—Malvender ¿qué?

—Terrenos, casas, almacenes...

—¿Obligados has dicho? ¡Qué extraño!

—¿Por qué te parece extraño?

—Porque suena a que también entonces tuvieron una urgente necesidad de dinero para pagar algo, qué sé yo, un rescate o algo por el estilo.

—Pero hace seis años no hubo ningún secuestro.

—No lo hubo o nadie lo supo.

A pesar de que el juez había actuado de inmediato, Televigata consiguió emitir otra edición extraordinaria antes de recibir la orden de bloqueo por parte del magistrado. Y esa vez no sólo toda Vigàta, sino la provincia entera de Montelusa se quedó hechizada ante la pantalla, mirando y escuchando: la voz se había corrido como un relámpago. Si los secuestradores tenían el propósito de dar a conocer a todo el mundo la situación, lo lograron de lleno.

Una hora después, en lugar de emitir por tercera vez la edición extraordinaria, en la pantalla apareció Pippo Ragonese con unos ojos que se le salían de las órbitas. Se sentía impelido, dijo con una voz enronquecida por la furia, a comunicar a la opinión pública que la cadena estaba siendo sometida a «una vejación inaudita que presentaba todos los síntomas de un atropello, una intimidación y un principio de persecución». Explicó que, por orden de la magistratura, les habían requisado la cinta de la llamada de los secuestradores y que las fuerzas del orden estaban procediendo a un registro en la sede de la emisora en búsqueda de no se sabía qué. Terminó asegurando que jamás de los jamases conseguirían ahogar la voz de la libre información representada por él y Televigata, y anunció que mantendría constantemente informado a su público acerca del desarrollo de la «grave situación».

Montalbano disfrutó durante un rato del jaleo que había organizado en la oficina de Nicolò Zito y regresó a la comisaría. Acababa de entrar cuando recibió una llamada de Livia.

—¿Salvo?

—¡Livia! ¿Qué ocurre? —Si ella lo llamaba al despacho, significaba que la cosa era seria.

—Me ha telefoneado Marta.

Marta Gianturco era la mujer de un oficial de la Policía Portuaria, una de las pocas amigas de Livia en Vigàta.

—¿Y qué?

—Me ha dicho que encendiera el televisor para ver la edición extraordinaria de Televigata. —Pausa—. Ha sido horrible... la voz de esa pobre chica... desgarradora...

¿Qué se podía decir?

—Ya... pues sí —dijo Montalbano, aunque sólo fuera para que viese que la escuchaba.

—Después Ragonese ha dicho que estáis registrando sus despachos.

—Bueno... la verdad es que...

—¿En qué situación estáis?

«Con el agua al cuello», habría querido responder, pero dijo:

—Nos estamos moviendo.

—¿Sospecháis que ha sido Ragonese el que ha secuestrado a la chica? —ironizó.

—Livia, no es momento para sarcasmos. Te he dicho que nos estamos moviendo.

—Eso espero —replicó con entonación tormentosa, similar a la que habría tenido un bajo y oscuro nubarrón.

Y colgó.

Bueno, ahora Livia se dedicaba a hacerle llamadas ofensivas y amenazadoras. ¿No era excesivo calificarlas de amenazadoras? No, no lo era. Era susceptible de denuncia. Vamos, no seas cabrón y deja que se te pase la rabia. ¿Ya te has calmado lo suficiente? ¿Sí? Pues entonces a lo tuyo. Llama a quien tengas que llamar y deja correr lo de Livia.

—¿Oiga? ¿El doctor Carlo Mistretta? Soy el comisario Montalbano.

—¿Hay alguna novedad?

—No, ninguna, lo lamento. Quisiera hablar con usted, doctor.

—Esta mañana estoy muy ocupado. Y esta tarde también. Estoy descuidando un poco a mis pacientes. ¿Qué le parece a última hora de la tarde? ¿Sí? Pues entonces podríamos vernos en casa de mi hermano hacia las...

—Disculpe, pero desearía hablar con usted a solas.

—¿Quiere que vaya a la comisaría?

—No es necesario que se moleste.

—Muy bien. Entonces pásese por mi casa hacia las ocho de la tarde. ¿De acuerdo? Vivo en... verá, es un poco difícil de explicar. Hagamos una cosa. Podemos encontrarnos en el primer surtidor de gasolina que hay en la carretera de Fela, justo a la salida de Vigàta. A las ocho.

El teléfono volvió a sonar.


Dottori
? Hay una señora que quiere hablar con usted personalmente en persona. Dice que es una cosa personal de persona.

—¿Ha dicho su nombre?

—Piripipò me ha parecido,
dottori
.

¡No era posible! Movido por la curiosidad de saber cómo se llamaba en realidad la señora del teléfono, se puso al aparato.

—¿Es usía,
dutturi
? Soy Adelina Cirrinciò.

¡Su asistenta! No la veía desde la llegada de Livia. ¿Qué podía haberle ocurrido? A lo mejor ella también quería lanzarle una amenaza del tipo: «Si no liberas a la chica dentro de dos días, dejo de ir a tu casa a prepararte la comida.» La perspectiva lo aterrorizó. Entre otras cosas porque recordó una de las frases preferidas de la mujer:
«Tilífuno
y
tiligrama
traen
disgracia.»
De modo que si había echado mano del teléfono, significaba que el asunto era grave.

—Adeli, ¿qué sucede?


Dutturi
, quería participarle que Pippina ya parió.

Pero ¿quién era Pippina? ¿Y por qué tenía que contarle a él que había parido? La asistenta se percató del fallo de memoria del comisario.


Dutturi
, ¿es que lo ha olvidado? Pippina es la mujer de mi hijo Pasquali.

Adelina tenía dos hijos delincuentes que se pasaban la vida entrando y saliendo de la cárcel. Y Montalbano había ido a la boda del menor, Pasquale. ¿Ya habían transcurrido nueve meses? ¡Virgen santa, cómo pasaba el tiempo! Y se entristeció por dos razones: la primera, porque la vejez estaba cada vez más cerca; y la segunda, porque la vejez le llevaba a la mente ideas triviales y frases hechas como la que acababa de formular. Y la rabia por el hecho de haber pensado semejante trivialidad le impidió conmoverse.

—¿Niño o niña?

—Niño,
dutturi
.

—Felicidades y enhorabuena.

—Espere,
dutturi
. Pasquali y Pippina dicen que el padrino del bautizo tiene que ser usía.

Vaya, hombre, había hecho una concesión yendo a la boda y ahora le exigían que encima fuera el padrino del recién nacido.

—¿Y cuándo será el bautizo?

—Dentro de unos diez días.

—Adeli, dame dos días para pensarlo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Cuándo se va la
siñurita
Livia?

Cuando llegó a la
trattoria
de costumbre, vio a Livia sentada a una mesa. Se notaba de lejos, por la mirada que le dirigió, que no estaba el horno para bollos.

—¿En qué situación estáis? —le soltó.

—¡Pero, Livia, hemos hablado de eso hace menos de una hora!

—¿Y qué? En una hora pueden ocurrir muchas cosas.

—¿Y te parece éste el lugar adecuado para tratar esos temas?

—Sí. Porque cuando vuelves a casa no me cuentas nada de tu trabajo. ¿O acaso quiere que vaya a hablar de ello a la comisaría,
dottore
?

—Livia, la verdad es que estamos haciendo todo lo que podemos. En este momento casi todos mis hombres, incluido Mimì, están batiendo junto con los de Montelusa la campiña de los alrededores en busca de...

—¿Y cómo es posible que, mientras tus hombres baten la campiña, tú estés comiendo tranquilamente conmigo en una
trattoria
?

—Así lo ha querido el jefe superior.

—¿El jefe superior ha querido que, mientras tus hombres trabajan y esa chica vive en el horror, tú te vayas a una
trattoria
?

¡Pero bueno, menuda lata!

—¡Livia, no vengas a
smurritiari
ahora!

—Conque te escondes detrás del dialecto, ¿eh?

—Livia, como agente provocador serías insuperable. El jefe ha repartido las tareas. Yo colaboro con Minutolo, que es el responsable de las investigaciones, mientras que Mimì Augello, junto con otros, se dedica a las pesquisas. Y es un trabajo muy duro.

—¡Pobre Mimì!

Todos eran pobres para Livia. La chica, Mimì... Sólo él no era digno de compasión. Apartó el plato de simples espaguetis con ajo y aceite que había tenido que pedir dada la presencia de Livia, y al verlo Enzo, el propietario de la
trattoria
, se acercó presuroso con expresión preocupada.

—¿Qué sucede,
dottore
?

—Nada, es que no tengo mucho apetito —mintió.

Livia no dijo ni pío y siguió comiendo. En un intento de aliviar la tensión y estar en condiciones de saborear el segundo plato —sargos con una salsita cuyo anticipo le llegaba a través de los efluvios procedentes de la cocina—, decidió contarle la llamada de la asistenta. Pinchó en hueso.

—Esta mañana me ha llamado Adelina al despacho.

—Ah. —Seco, soltado como un disparo de revólver.

—¿Qué significa ese «ah»?

—Significa que Adelina te llama al despacho porque en casa podría contestar yo y eso la alteraría.

—Bueno, pues dejémoslo.

—No; tengo curiosidad. ¿Qué quería?

—Quiere que yo sea el padrino de un nieto suyo, el hijo de su Pasquale.

—¿Y qué le has contestado?

—Le he pedido dos días para pensarlo. Pero reconozco que me inclino a decir que sí.

—¡Tú estás loco! —estalló Livia levantando la voz.

El contable Militello, que estaba sentado a la mesa de la izquierda, se quedó con el tenedor suspendido en el aire y la boca abierta; al
dottor
Piscitello, sentado a la mesa de la derecha, se le atragantó el sorbo de vino que iba a beber.

—¿Por qué? —preguntó sorprendido Montalbano, que no esperaba una reacción tan violenta.

—¿Cómo que por qué? Pasquale, ese hijo de tu amadísima criada, ¿no es un delincuente habitual? ¿Acaso tú mismo no lo has detenido varias veces?

—¿Y qué? Yo seré el padrino de un recién nacido que, hasta que se demuestre lo contrario, no ha tenido tiempo de convertirse en delincuente habitual como su padre.

—No me refiero a eso. ¿Tú sabes lo que significa ser padrino de un niño?

—¡Qué sé yo! Sostenerlo en brazos mientras el cura...

Livia movió el dedo índice como un limpiaparabrisas.

—Ser padrino de un niño, querido, significa asumir unas responsabilidades muy concretas. ¿Lo sabías?

—No —contestó con sinceridad.

—El padrino, en caso de imposibilidad del padre, tiene que sustituirlo en todo lo que respecta al hijo. Se convierte en una especie de suplente del padre.

—¿De veras? —preguntó, impresionado.

—Infórmate si no me crees. Por consiguiente, puede ocurrir que detengas a ese Pasquale y, mientras esté en la cárcel, tengas que preocuparte de las necesidades de su hijo, su educación... ¿Te das cuenta?

—¿Les sirvo los sargos? —preguntó Enzo.

—No —contestó Montalbano.

—Sí —dijo Livia.

Se negó a que la acompañara en automóvil y regresó a Marinella en autobús. Montalbano, visto que no había comido nada, renunció a su paseo por el muelle y volvió al despacho cuando aún no habían dado las tres. Catarella le salió al paso en la entrada.

—¡
Dottori
,
Dottori
, ah,
dottori
! El
siñor
jefe
supirior tilifonió
.

—¿Cuándo?

—¡Ahora mismo está al
tilífono
!

Atendió la llamada desde el trastero que hacía las veces de centralita.

—¿Montalbano? Póngase en acción de inmediato —dijo la autoritaria voz de Bonetti-Alderighi.

¿Y cómo se ponía en acción? ¿Pulsando un botón? ¿Accionando una manivela? Los cojones que empezaban a darle vueltas como hélices en cuanto oía la voz del jefe superior, ¿eso no era ya ponerse en acción?

—A sus órdenes.

—Acaban de comunicarme que el
dottor
Augello ha sufrido una caída en el transcurso de las investigaciones y se ha lastimado. Hay que reemplazarlo de inmediato. Vaya usted con carácter provisional. No tome iniciativas. Yo me encargaré personalmente de enviar lo antes posible a alguien más joven.

¡Ah, qué amable y delicado era el señor jefe superior! ¡Alguien más joven! Pero ¿qué se creía? ¿Que era todavía un bebé con pañales y biberón?

—¡Gallo! —Montalbano pronunció el nombre con toda la rabia que le hervía dentro.

Gallo se presentó como una exhalación.

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