La pasión según Carmela
es una atrapante historia de amor entre una médica cubana y un economista argentino. Sus peripecias eróticas e ideológicas son manejadas por una realidad que no controlan, como les pasaba a los personajes homéricos. Invisibles dioses intervienen para enredar atracción física y admiración intelectual, coraje y miedo, secretos y complicidad inesperada. Construyen su amor duro y bello en uno de los escenarios más sísmicos y románticos de la historia latinoamericana. Nadan con la corriente, la gozan y agrandan. Pero también son arrastrados por remolinos que quitan el aire y ponen el mundo al revés. Los títulos de Aguinis suelen ser paradójicos. En esta obra, en cambio, ha preferido acentuar la polisemia del vocablo "pasión". La pasión que remite al amor y también a la fuerza de los ideales, el sufrimiento, el goce, la salvación y el anhelo de libertad. El combate afectivo de los protagonistas corre paralelo al mareante fulgor de situaciones concretas. Por eso el suspenso tironea desde la primera hasta la última página. En el texto prevalece un ritmo a la vez fluido, envolvente y estremecedor, como el de las pasiones musicales. No debería sorprender que esta obra —donde se alternan las voces de la protagonista, su amante y el narrador omnisciente— haya sido escrita según el modelo contrapuntístico de Bach. A lo lejos, inefable, resuena la épica de otra guerra donde los libertadores cantaban a otra Carmela, también antorcha, también pasión. Aguinis dibuja con arte a sus criaturas y las torna imborrables. Su destreza en el manejo de los afectos no deja renglón sin poesía o consecuencias. Un estilo certero como ballesta convierte a esta obra —ambientada en tiempos excepcionales— en una de las mejores historias de amor que jalonan el curso de la literatura.
Marcos Aguinis
La pasión según Carmela
ePUB v1.0
GONZALEZ20.10.11
Título: La pasión según Carmela
© 2009, Marcos Aguinis
Editorial: Ed. Sudamericana
ISBN: 9788401336997
¡AY CARMELA!
El Ejército del Ebro,
rumba la rumba la rumba lá [bis]
Una noche el río pasó,
¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! [bis]
Y a las tropas invasoras,
rumba la rumba la rumba lá [bis]
buena paliza les dio,
¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! [bis]
El furor de los traidores,
rumba la rumba la rumba lá [bis]
lo descarga su aviación,
¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! [bis]
Pero nada pueden bombas,
rumba la rumba la rumba lá [bis]
donde sobra corazón,
¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! [bis]
Contraataques muy rabiosos,
rumba la rumba la rumba lá [bis]
deberemos resistir,
¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! [bis]
Pero igual que combatimos,
rumba la rumba la rumba lá [bis]
prometemos combatir,
¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela! [bis]
A Nory,
que con amor impulsó
la redacción de esta novela
Carmela partió antes del amanecer, muy tensa y silenciosa, tras escribir una ambigua carta a sus padres. Decía que iba a tomarse un descanso junto al mar porque no terminaba de poner en orden la baraja de sentimientos encontrados que le había producido su ruptura con Melchor. Fue en taxi hasta una distante parada de buses que se dirigía a Oriente. Debía viajar en una guagua común, tal como exigía el mensaje clandestino que apareció en sus manos días antes. Ella, princesa de la burguesía cubana, iba a introducirse en una aventura propia de las novelas con suspenso.
Todavía estaba oscuro, pero ya se amontonaban hombres, mujeres y niños con talegos de lona y valijas atadas con cuerdas de diferente grosor. Empezó a sentir entusiasmo por la novedad de tomar contacto con el pueblo llano. La trepada al vehículo fue un combate en el que docenas de personas querían meterse al mismo tiempo. Comprimida por un compacto de músculos y esqueletos experimentó la magia de la levitación. Algunos conversaban a grito pelado, compitiendo con el ruido salvaje que petardeaba la guagua. Otros bostezaban. Ella se sentía flotar. Sus pies no tocaban el piso, porque el entorno la sostenía y bamboleaba. La presión olorosa y firme parecía un acolchado asfixiante.
Nuevas ideas e impulsos habían empezado a quitarle el sueño desde que se hicieron indiscutibles las infidelidades de Melchor. La sorprendió sentirse ridícula en su papel de «señora» y comenzó a despreciar a sus amigas huecas, que no salían del chisme o la moda. Todo parecía artificial. Le faltaban dos materias para recibirse de médica y había iniciado las prácticas de neurocirugía con el doctor Eneas Sarmiento. La especialidad la había fascinado por los recientes prodigios de las neurociencias y, además, la cirugía era una disciplina sofisticada, carente de mujeres. La atrajo el desafío. Como ahora la atraían los barbudos de Sierra Maestra.
En el bus, muy cerca, se bamboleaba un joven que pretendía acercársele, pero el amazacotamiento lo impedía. En cambio ella pudo aprovechar la lubricación de las espaldas pegajosas para acercarse a los asientos de un costado. El ómnibus pegó una sacudida y lanzó los pasajeros como melones hacia delante y atrás. Carmela se instaló cerca de los asientos, aunque tenía que esperar. Escuchó que llegaban a una parada, pero nadie hizo gesto de descender hasta que de súbito se encendió la conciencia y del portaequipajes empezaron a caer los bolsos. El frenesí impulsaba hacia la puerta mientras algunos chillaban «¡permiso!», repetían «¡permiso!» y hasta golpeaban hombros y barrigas con su irritante «¡permiso!». El chofer podría encajar de nuevo la marcha, soltar el embrague, provocar otro terremoto y arrastrarlos sin freno hasta la parada siguiente.
Carmela se había concentrado en una mujer que se levantó de golpe mientras con una mano sostenía en el vértice de su cabeza un cómico rulero que le domaba las mechas. Aprovechó el aluvión, presionó hacia un costado y pudo ganar su asiento. De pronto descubrió algo tan simple y tierno como un par de ojos color miel. Masculinos y profundos en medio de esa multitud. Los húmedos ojos se mantuvieron adheridos a su cara mientras decenas de hombros y cabezas oscilaron como marionetas.
Creyó sonrojarse por ese roce, como si los ojos tuviesen yemas que la acariciaran. Bajó los párpados por unos segundos y, al abrirlos, advirtió que los ojos seguían en el mismo lugar, fijos, como si no fuesen humanos. Se sintió rara, porque ya había experimentado con otros hombres los escarceos de la conquista y las lidias sexuales, pero nunca algo así.
Esa mirada contenía fulgor, agitaba las vísceras. La pudibundez de burguesita (estaba cansada de ser burguesita) continuaba circulando por su sangre. ¿Qué diablos le pasaba? Esos ojos provistos de misterio tendían hacia ella un puente de caliente vidrio.
Se alisó los pantalones de brin y acomodó su blusa; los nervios ordenaban a los músculos realizar movimientos de disimulo. Sus dedos frotaron la cuerina color vino del asiento y percibió la herida que le había hecho el cuchillo de un depredador. Por supuesto que nadie se ocuparía de repararla: ya había escuchado que rajaduras parecidas afeaban todos los asientos del transporte público manipulado por el corrupto gobierno de Batista.
Mientras divagaba, sus pupilas no dejaban de girar hacia la izquierda, tentadas por esos ojos profundos que mantenían tenso el puente. Los miraba con la fugacidad del rayo, pero con la delectación de una abeja que se sumerge asustada en el polen de una flor.
Dos paradas antes de Santiago de Cuba los ojos cambiaron de dirección, como el bauprés de un navio, y se encaminaron hacia la salida. Antes de bajar volvieron a mirarla con la tristeza de las despedidas. Ella pegó su nariz a la ventanilla semiabierta. Una ráfaga con olor a eneldo le llenó los pulmones cuando los distinguió en la vereda, siempre fijos, siempre tiernos. La guagua reanudó sus convulsiones y se alejó hacia el este. Los ojos no dejaron de mirarla, cada vez más lejanos.
Luego intentó dormir y apareció alguien con un fusil al hombro. Le causó desasosiego, porque esa figura no armonizaba con el arma. De súbito un carbonizado árbol pegó aullidos de lobo, se quebró y cayó lento sobre la cabeza del hombre. Despertó transpirada. Mientras se restregaba los párpados se dio cuenta de que sólo había registrado una mirada, no a la persona que la contemplaba insistente. Yo estoy trastornada, pensó, porque no puedo recordar el color de su cabello, ni la forma de su nariz, ni el dibujo de sus labios, ni la extensión de su frente. ¿La figura de la pesadilla era acaso ese desconocido? ¿Por qué lo asocio con una tragedia?
Si hubiera sido la remota jovencita que pergeñaba narraciones inquietantes, Carmela habría abierto su cuaderno de tapas azules y escrito un cuento minúsculo, tal como le salían en aquella época. Se referiría a unos ojos sueltos y voraces, como monstruos extraterrestres que flotaban en el interior de la guagua, deseosos de succionarla como al contenido de una ostra.
Descendí en la populosa Santiago de Cuba, como me había indicado la orden. Di vueltas bajo la calcárea luz del mediodía, pese a que se anunciaba lluvia para la tarde. Caminé entre trabajadores que transportaban carretillas llenas de escombros, mientras por sus sienes chorreaba la grasa del calor. Una mujer se me acercó lento y pronunció «tollina», que significa azote o correazo; ¿serán las tollinas que íbamos a descargar sobre el déspota? La seguí por una calle sombreada de almendros. Recorrimos esquinas donde policías con los párpados a media asta ni siquiera percibieron nuestra presencia. Nos metimos en un barrio anestesiado por la siesta y penetramos en un corredor de ladrillos, cuyo final torcía hacia un garaje con autos chatarra. Allí, dentro de un camión, me esperaba Haydée Santamaría en ropa de guajira y, sin darme tiempo a decirle que me alegraba volver a encontrarla, indicó que me sentara junto al chofer de bigote erecto y un flequillo partido al medio que le ocultaba casi toda la frente. Me tendió su mano callosa: Soy Bartolomé, dijo.
Por el espejo retrovisor vi que Haydée y nueve hombres trepaban a la parte posterior, enseguida cerrada con pasadores, de modo que el camión se transfiguró en un vehículo cargado de mercaderías inocentes. Ignoraba en ese momento que el camión pertenecía a la familia de Húber Matos y que, además de las personas escondidas, un cargamento ilegal de armas atestaba su interior. Si nos descubrían, yo, la hija del abogado Emilio Vasconcelos, respetado por el poder y sentada junto al chofer, debería exhibir el documento de identidad que me habían ordenado traer, para que los policías o soldados de Batista desistieran de revisar la caja. Era un operativo peligroso y yo no había sido informada de la verdad para que no me doblase el temor. Habían decidido bautizar mi ingreso al Ejército Rebelde con esta maniobra iniciática, para después hablar sobre mi primera e inconsciente victoria.
Tierra y aceite grueso cubrían el nombre de la razón social que estaba escrito a ambos lados del vehículo. Al caer la noche empezó a llover y el lodo del camino fue una bendición adicional porque mantenía a las tropas resguardadas bajo el tamborileante cinc de los cuarteles. El camión podía quedar atrapado en las banquinas. Sólo tenía prendida la luz baja para no ser advertido por los largavistas de un militar. La lluvia aumentó su furia, y hubo que prender las luces altas y avanzar a paso de hombre. Bartolomé carajeaba cada vez que el camión se deslizaba hacia los costados y giraba el volante en sentido opuesto hasta que una de las ruedas se hundió en un bache. Casi volcamos. Enseguida los once pasajeros nos pusimos a juntar manojos de paja y rocas sueltas, pero fue imposible sacarlo de la trampa. Cada aceleración del motor hundía más esa rueda y también las otras.