La pasión según Carmela (9 page)

Read La pasión según Carmela Online

Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

BOOK: La pasión según Carmela
13.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

Escampó al atardecer. El aire se llenó de la púrpura que se expandía desde los retazos de nubes carbonizadas. Se dispusieron a preparar la cena y armar carpas. Lázaro vio que Lucas y Horacio se alejaban hacia unos matorrales. ¿Iban a realizar sus necesidades? ¿Juntos? No, no era posible. Algo tramaban. Decidió seguirlos, disimulándose entre los arbustos.

Pudo verlos arrodillarse hasta desaparecer. ¿Urdían una traición? ¿Qué era ese secreto? No tenían nada en común: Horacio era un bruto y Lucas un patroncito convertido en guerrillero. Se abrió paso entre las ramas húmedas evitando hacer ruido. Los pudo distinguir y descubrió que, en lugar de defecar, se abrazaban y besaban mientras sus manos se introducían bajo las ropas mojadas del otro. A Lázaro le tembló la mandíbula. ¡El delicado Niño Lucas es un puto comemierda! Una basura que vino a posar de héroe, de rebelde. ¡Falso! ¡Mentiroso! Avanzó en cuclillas dejándose arañar la piel. Esto era un trofeo para vengarse de viejas humillaciones. Vio que se bajaban los pantalones y tendían sobre el pasto. Se acercó hasta casi tocarlos y contempló el obsceno episodio. Olvidó la prudencia y se acercó más, con impulsos de golpear al negro con el caño de su fusil y hacerlo morir de vergüenza a Lucas. Pero Horacio era un mastodonte que le rompería la cabeza de una trompada. Las comisuras de Lázaro se blanquearon de espuma y regresó tiritando.

Al ordenar Camilo Cienfuegos la reanudación de la marcha, Lázaro hizo lo posible por mantenerse lejos de Lucas y Horacio; imaginaba que le echaban miradas interrogantes, como si hubiesen advertido su descubrimiento. Tal vez no, tal vez sí, pero era mejor evitarlos. A los tres los enlazaba un secreto con dinamita. ¿Corría peligro? Sí, era de idiotas negarlo: Horacio o Lucas le meterían un tiro en cualquier momento para que no contase lo que había visto. ¿Qué hacer? Pensó soluciones que no se sostenían y optó por referirle a Camilo la escena con la excusa de pedirle protección.

Camilo lo escuchó perplejo. Le preguntó tres veces si era exacto lo que contaba. Tuvo rabia por Lucas, a quien apreciaba de corazón. «Es un muchacho capaz y bien dispuesto —lamentó con voz arrugada—, y no puedo privarme de él.» «Pero es un puto —insistió Lázaro—, los putos son traidores, tienes que expulsarlo o fusilarlo.» «Mira —cerró Camilo—, no debes mencionar el hecho a nadie, ¿entiendes? ¡A nadie! No es momento para distraernos con estas cosas.» Lázaro retrocedió con una aguja de fuego en la garganta. ¿Cómo era posible que su comandante protegiera a un señorito metido a rebelde y no le prestase atención a su denuncia? Camilo se alejó pensando distinto: Lázaro tiene demasiado resentimiento y se alegrará si matan a Lucas; se acerca nuestra victoria, pero también la explosión de nuevos conflictos.

Dos días después se encontraron con dos grupos armados que disputaban porciones de la fragmentada oposición. Uno pertenecía al Partido Socialista Popular, nombre que encubría al viejo Partido Comunista; el otro era del Movimiento 26 de Julio. No quisieron unirse bajo el mando de Camilo, pero éste echó hacia la nuca su cabellera y abrazó a los cabecillas con efusión de hermano. Los indujo a sumergirse en charlas estratégicas. Es el mejor remedio para disminuir inquinas, dijo. La negociación, con chistes y bravuconadas, se pareció a la de truhanes en un garito, pero al final consiguió unir los tres grupos. ¡Ahora sí que la columna tenía consistencia y podía meter algo de miedo al oficialismo!

El ejército de Batista ya había recibido informes sobre esa concentración y ordenó al capitán Antonio Bom Lui que les picara la nuca hasta exterminarlos. Pero el ingenio de Camilo Cienfuegos pudo confundir al persistente Bom Lui. El capitán chino era serio y Camilo un bromista. Le hizo creer que la guerrilla había infiltrado hasta su ropero del cuartel. Para salvar la vida de sus hombres, Bom Lui decidió rendirse; era un oficial, no un irresponsable. Pero resultó ser un imbécil y tuvo ganas de suicidarse. La noticia de esta victoria se extendió con la furia de un incendio.

Mientras, el Che había podido cercar el cuartel de Santa Clara y esperaba su caída. Era posible que ocurriese pronto, debido a que en el país se estaba produciendo un giro sensacional: las fuerzas armadas empezaban a dudar de su misión represora. ¿Debían sostener a un tirano? ¿Debían seguir matando opositores? Camilo ofreció su ayuda, pero el Che le aconsejó seguir hacia Matanzas, cuyo regimiento tenía cuatro mil soldados.

¿Cuatro mil soldados?, se asombró Lucas. ¿Vamos a desafiar a cuatro mil soldados? Sólo en sueños alguien podía alucinar que unos centenares de combatientes mal comidos podían conquistar un bastión semejante. El Che le había pedido un absurdo; ¿quería el fin de Camilo? Pero a Camilo no le disgustó la idea y dijo que pensaría cómo transformarla en realidad. Lucas sospechó que terminarían en una matanza.

El regimiento de Matanzas se rindió sin pelear. Nadie entendía, ni siquiera el mismo Cienfuegos. ¿A quién le importaba entender? El gobierno de Batista se había desprestigiado y los militares ya no querían sacrificarse por algo que la sociedad repudiaba. Andanadas de júbilo agitaron las filas rebeldes, protagonistas de un milagro. Era un milagro, sin duda. Camilo añadió que ese milagro ya se extendía al resto de la isla, porque llegaban noticias de que varios generales se entregaban sin resistencia. La victoria asomaba como un sol.

Cienfuegos se aplicó a la redistribución de su gente. Debía hacerse cargo de los cuarteles, sus militares y el arsenal de armas. Ahora ya no alcanzaba con empuñar rifles, había que administrar. El cambio era vertiginoso y no había tiempo para perder. Lucas le pareció el individuo indicado para la tarea central y le asignó una oficina en el extremo sur del regimiento. Lázaro tuvo ganas de asesinar a Camilo.

14

Para facilitar el avance de Cienfuegos y del Che hacia La Habana se debían realizar acciones que hicieran pensar a Batista que el grueso del Ejército Rebelde aún permanecía en los alrededores de Sierra Maestra. Correspondió a Húber Matos organizar un grupo de combatientes, entre los que figurábamos Ignacio y yo, para provocar combates cerca de la montaña. El pueblo de Jibacoa era un buen objetivo: permitiría traer víveres y hacer correr la voz de nuestra presencia en el Oriente.

Vestidos de guajiros llegamos al pueblo y entramos en la primera tienda bien provista. El dueño nos recibió feliz; pocas veces ingresaban tantos compradores juntos, pero no podía entender nuestra impaciencia por adquirir rápido los víveres e irnos a la disparada. Escuchamos la aproximación de un caballo al galope. Salí de la tienda, el caballo echaba espuma y lo montaba a pelo un niño casi desnudo que hacía enfáticas señas con las manos.

—¿Usted es el jefe de la guerrilla? —preguntó a Húber con voz aflautada.

—Sí, ¿qué ocurre?

—El ejército está aquí, acaba de llegar.

—¿Cómo?

—Sí, el ejército acaba de llegar —repitió el niño y agregó fuerte—: ¡Con camiones!

Desapareció a la carrera tras el polvo de los cascos. A trescientos metros doblaba hacia nosotros una columna con jeeps y camiones militares. Húber regresó de un salto a la tienda y ordenó:

—¡Tenemos el enemigo encima! ¡A replegarse!, ¡rápido!

Volvió a la calle y disparó su M–3 para detener a los soldados y alertar a quienes aún seguían en la tienda. El fuego fue respondido de manera brutal. Disparé también, pero creo que no daba en el blanco. Teníamos que desaparecer. Dos viejos sentados contra una tapia indicaron con el índice la alta reja que estaba a la vuelta de la manzana. Corrimos hacia allí, saltamos la valla y nos hundimos en un cañaveral. Vi a Ignacio empeñado en ayudar al compañero que no podía trepar. La balacera junto a la tienda aumentaba su fragor. Varios combatientes habrían caído bajo su inclemencia, pensé frustrada. No podíamos quedarnos ahí, donde nos alcanzarían los soldados, y tratamos de abrirnos camino entre las cañas como lagartijas, sin aire en los pulmones. Miraba ansiosa para descubrir a Ignacio, que no podía haberse quedado prendido a la reja. Divisamos un área umbrosa, que parecía lejana, inalcanzable. Jadeamos con ruido de aserradero para alcanzarla cuanto antes. Teníamos la lengua afuera y el terror pintado en la cara. Por fin nos refugiamos en la densidad del bosquecillo. Llegó Evelio con retraso; traía la buena noticia de que casi todos los que estaban en la tienda pudieron correr hasta el río y se salvaron. Todos menos uno: Orestes, el de las orejas en pantalla. Tropezó en la calle y fue capturado por el ejército, que lo asesinó allí mismo.

—¡Hijos de puta! —maldijo Húber.

—¿Adonde fue Ignacio? —pregunté intranquila.

—También pudo cruzar el río y corrió hacia aquel otro monte.

—¡Vamos a buscarlo! —pedí.

—Que te acompañe Evelio —dispuso Húber—; nosotros seguiremos hacia Cayo Espino por el contorno del cañaveral; nos reuniremos en la tiendita El Bucanero.

Palpé mis armas y, junto a Evelio, trepé hacia el monte donde debía haberse escondido Ignacio. Desde la lejanía pude contemplar cómo los esbirros incendiaban la tiendita de Jibacoa. Columnas de humo se alzaban y revolvían contra la metálica plancha del cielo.

Buscamos a Ignacio durante horas. ¿Habrá vuelto al campamento? «Dudo», replicó Evelio. Dormimos a la intemperie y antes de amanecer reiniciamos la marcha, con presentimientos tenebrosos sobre su suerte. Por fin, cuando el sol se había despegado del horizonte descubrimos la columna de Húber. Corrimos a su encuentro y Húber frunció el ceño al enterarse de que no lo habíamos encontrado. Yo no podía ocultar mi angustia. Húber trató de consolarme, pero la conversación fue cortada por el ruido de unos aviones. «¡A tenderse en tierra!», ordenó. Desde los árboles saltaron gruesas flechas negras que se lanzaron en picada contra nosotros. Nuestra esperanza era que nos confundiesen con la tierra o que pareciéramos muertos. Aguantamos con la boca pegada al pasto mientras los proyectiles rebotaban cerca y algunos hacían saltar trozos de piedras reventadas. El campo fue sembrado de balas. Cuando por fin la escuadrilla dio por terminada su tarea volamos hacia el pueblo. Suponíamos que la aviación se abstendría de ametrallarla, pero nos equivocamos. Ya lo había hecho para liquidar presuntos rebeldes. Encontramos gente que deambulaba con pavor, dedicada a recoger heridos y apagar el fuego. Espectros llenos de humo se movían y gemían en desorden. Unos chicos aterrorizados me miraron con insoportable intensidad. No supe qué hacer. Pronto me recibiría de médica, pero no había practicado esta clase de emergencias. Algunas mujeres con los hijos en brazos gritaron: «¡Vamos a la Sierra!, ¡vamos a la Sierra!». Suponían que allí les iban a brindar seguridad. Yo me di golpecitos en la sien: ¿cuál es la responsabilidad de nuestras acciones en esta tragedia?

—¿En qué piensas? —me interpeló Ulises con su mirada cítrica.

Torcí la boca, lo consideraba un asesino.

—¡Es el hambre, mujer, eso te hace pensar estupideces! Ayunamos demasiado, peor que los presos políticos. Pero no te desanimes, así son las guerras. —Escupió cerca de sus botines.

—¡No necesito lecciones!

—¡Claro que las necesitas! Te conmueves demasiado, no es bueno para ti ni para nadie.

Me dije: «Esta bestia ni siquiera sufre por la gente que ha sido matada o herida, que se ha quedado sin vivienda, que espera ser atacada de nuevo».

—Quiero ayudarte.

—Es lo que menos esperaba de ti.

La tienda El Bucanero fue uno de los blancos más castigados. Entre sus ruinas humeaban los víveres. Pese al hambre, nos dedicamos a ayudar a las víctimas. Ese esfuerzo de samaritanos nos consumió horas en medio del horror. Algunos compañeros estaban anegados de lágrimas y otros —yo entre ellos— mascullábamos con ira si hacíamos la guerra para conseguir frutos como éstos.

También la muerte de Ignacio. Su desaparición continuó generando conjeturas variadas. Los negadores y optimistas decían que estaba marchando hacia Occidente por un sendero lateral. Los realistas imaginaban que se había transformado en un cadáver que picoteaban los cuervos.

15

Los libros de la administración en el cuartel de Matanzas eran densos, pero no ofrecían dificultad al ojo de Lucas. Permanecía concentrado en ellos cuando la puerta de su oficina se abrió bruscamente y entró Lázaro.

A Lucas le incomodó esa aparición no solicitada. Lázaro se arrellanó en una butaca y dijo que también tenía experiencia en esa mierda administrativa. Lucas levantó las cejas. ¿A qué venía eso? El ex chofer introdujo su índice en la nariz, extrajo un pedazo de moco y lo adhirió sobre el vidrio del escritorio.

—Fidel pidió que te ayude, chico, que te aconseje —explicó arrogante—; sabe que nos conocemos desde hace mucho.

—¿Fidel dijo eso?

—Todo el mundo sabe de mi amistá con Fidel.

—Buena credencial.

—¡Muy buena!

—Pero lamento decirte que no alcanza para tareas administrativas.

—Mira chico, el Comandante me pidió que te aconseje, y ¡basta! O tal vez que te controle —agregó—. Hay traidores dando vueltas por aquí.

—¿Qué estás diciendo? —A Lucas le subió la sangre a las mejillas.

Lázaro extrajo otro moco duro y de un tincazo lo hizo rebotar en la frente de Lucas:

—Me verás seguido por aquí, pendejo.

Lucas se puso de pie y señaló la puerta:

—¡Fuera de aquí!

Lázaro se levantó despacio y lo miró con desdén. Apenas quedó solo, Lucas se tomó la cabeza con las manos. ¿Qué significa esto? El hombre que conocía de niño, que parecía sumiso y protector, se había convertido en un volcán de odio. Lo había recibido en la Sierra con simulada humildad, ahora lo veía claro, para demostrarle que había conseguido convertirse en alguien superior a un empleado común. Y no toleraba que ahora él, Lucas, un simple aprendiz, fuera de nuevo quien estuviera por arriba, a cargo de la administración del Ejército Rebelde en el cuartel. No soportaba haber sido un inferior en la escala social y lo enloquecía volver a ser un inferior en la jerarquía revolucionaria.

Al final de la tarde, las oficinas que rodeaban a Lucas se vaciaron. Permaneció ensimismado en su tarea y no advirtió que la gente se marchaba. Encendió la luz de su mesa y prosiguió la revisión de los papeles que habían llegado horas antes. Cuando pidió que vinieran a retirar las carpetas revisadas se dio cuenta de que ya no quedaba nadie y le pareció que se encontraba frente a una amenaza. Trató de averiguar qué había pasado, se sintió estúpido. Llegó a la puerta que conducía al patio y de nuevo apareció Lázaro.

Other books

The War of Art by Steven Pressfield
An Irish Christmas Feast by John B. Keane
The Child's Child by Vine, Barbara
The Coven by Cate Tiernan
Dancing Together by Wendi Zwaduk