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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

La piel del cielo (28 page)

BOOK: La piel del cielo
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Le señaló exactamente el cuadrito de cielo a observar: «No te muevas de aquí y vamos a tomar las placas. Es igual a una fotografía». Al día siguiente, después de revelarlas, le enseñó a cotejarlas. Ninguno tan apasionado ni tan eficaz como Aristarco Samuel.

A la noche siguiente, la Luna en cuarto menguante, Lorenzo y el muchacho subieron a la torre, localizaron la estrella en la inmensidad del cielo y permanecieron tomando placas de un minuto, tres minutos, seis minutos, nueve minutos, veintisiete minutos. «Tienes que triplicar el tiempo de observación para llegar a las magnitudes más débiles». Con una expresión de asombro indescriptible, Aristarco Samuel afocaba el telescopio a la región indicada. A pesar de sus quince años, permanecía despierto toda la noche. Tenía energía de sobra y Lorenzo le advirtió: «Vamos a trabajar sobre estrellas de alta luminosidad y tú vas a ayudarme a clasificarlas». «Quisiera ver más lejos», se impacientaba Aristarco. «Mi cuate, tienes que esperar a que la luz te llegue. Si tuvieras una pupila de cuatro metros de diámetro, verías cuarenta veces más que este telescopio, pero como no la tienes, vas a sacar un espectro».

—O sea que quien dice lejano dice joven —comentó Aristarco.

Lorenzo le mostró cómo descubrir si las estrellas eran tardías o tempranas según sus índices de color. «Desde ahora tú eres el encargado de registrar la posición de la estrella, el tipo de placa, la zona del cielo en la que se harán las observaciones mañana en la noche».

Aristarco era de una devoción conmovedora. Preguntaba cómo estaban hechas las estrellas, qué cosa era el material oscuro, el gaseoso, y se apasionó por las estrellas rojas.

—Odio la Luna.

—¿Por qué?

—Porque apenas aparece en cuarto creciente, ya no podemos observar. Ahora le rezo a la Virgen por que nos regale noches sin Luna.

Lorenzo adaptó con un tornillo una Rolleyflex al telescopio y la ajustó con el obturador abierto de manera que aprovechara el movimiento del telescopio.

Una noche, enfermo de gripa, Lorenzo le preguntó al muchacho si se sentía capaz de observar sin él. Todavía antes de la medianoche fue a darle una vuelta, subió tosiendo la escalera al telescopio y al verlo tan atento y responsable le dijo:

—Mañana superviso tu material.

Para su sorpresa, Aristarco le respondió:

—Ojalá y tuviéramos una cámara de mayor tamaño.

Al día siguiente lo encontró barriendo el jardín:

—¿Cuál es tu mayor ambición en la vida?

—Ser astrónomo.

—Si sigues así, lo serás.

—¿Cómo se hace un descubrimiento, doctor?

—Un gran descubrimiento no es sino la finalización del trabajo de mucha gente. En un momento dado, al trabajo individual de varios hombres se concentra en un solo cerebro más organizado y distinto a los demás. Newton, y más tarde Einstein, reorganizaron lo que ya se sabía y lo enunciaron de modo distinto. Ése es el descubrimiento, Aristarco, pero todos los conocimientos necesarios para dar el paso ya estaban allí.

Lorenzo hacía que Aristarco apuntara los nombres: Herschel, Kant, Laplace, el astrónomo inglés Thomas Wright, y finalmente Hubble, quien tomó los primeros espectros de galaxias y demostró que estaban muy lejos de nosotros, tanto que ni siquiera pertenecían a nuestra galaxia.

«La distancia, Aristarco, se mide a través de otras estrellas más pequeñas o de determinada luminosidad. Con su maravilloso telescopio, Hubble tuvo acceso a otras galaxias e hizo sus mediciones a partir de estrellas variables. La luz toma un cierto tiempo para llegar hasta nosotros, además las distancias se cuentan en años luz. Andrómeda, que es una galaxia cercana a la nuestra, está a dos millones de años luz. Recibimos la luz de galaxias enviada hace diez, veinte, treinta, cuarenta millones de años. Entre más lejos ve el astrónomo, más ve objetos tal y como estaban en el momento en que fueron creados y la finalidad última es comprender las primeras galaxias, las que se formaron en el principio».

21.

Después de Harvard, Lorenzo se encontró con un sueldo de miseria, pero era un hombre frugal: al acabarse su par de zapatos, seguramente tendría con qué comprar otro. «Se puede vivir con muy poco». «¿Cuándo vas a manejar tu propio automóvil? No me digas que te has aficionado al transporte público». «Sí, Chava, estoy en contacto con la gente». «¿Te gusta el olor del pueblo?». Lorenzo blandía su puño contra la cara burlona de Zúñiga. «¿No piensas casarte, Lencho?» «Sí, cuando encuentre a una mujer que me deje trabajar. Es lo único que le pediría yo: que-me-de-je-tra-ba-jar». «Si te lo propusieras, podrías tener una buena situación». «Quiero hacer ciencia, Chava, serle útil a mi pobre país». «A tu hermano menor Santiago le va a ir mucho mejor que a ti, es más realista. Tal parece que tú y Juan tienen una radical incapacidad para adaptarse al mundo. ¿En qué planeta giran ustedes?».

La mención de Juan lo cimbró. Juan, ahora en libertad, tocaba a la puerta de su departamento en la calle de Tonalá:

—Hermano, eres el único al que puedo recurrir. Préstame 579 pesos, si no me van a cortar el teléfono.

—¿Qué hiciste para deber semejante cantidad?

—Hablar larga distancia por Ericsson para pedir de urgencia unos conductores que no hay en México.

La mención de Ericsson le recordó a su padre, que solía preguntar a sus invitados: «¿Tienes Mexicana o Ericsson?». Y si tenían Mexicana los hacía menos.

Juan se emocionaba, ahora sí estaba a punto de lograr el invento, el refrigerador mexicano. «¿Para qué, si importamos los de la General Electric?» «Sí, pero el mío tendrá un costo mucho menor y será óptimo, es el invento del siglo, lo único que necesito es apoyo mientras lo termino». Lorenzo no lo podía creer, Juan iba de mal en peor, insistía como pordiosero.

—¿No puedes vender un mueble de la tía Tana, Lencho?

—¿Cuál? Si no me quedé con ninguno.

—Leticia me dijo que a lo mejor tu tenías el armario.

—Leticia es una mentirosa y tú lo sabes igual que yo.

—Podrías pedirle un préstamo a alguno de tus cuates.

—¿A cuál, hermano, a cuál? A diferencia tuya, yo sí tengo vergüenza.

—A Beristáin, para él 579 pesos no son ni un tostón.

Al acusar a funcionarios de nepotismo y clamar por una ley que prohibiera emplear a parientes, Lorenzo le cerró la puerta a su hermano en Tacubaya y empezó a resentir su presencia. Cada vez que lo veía llegar se decía a sí mismo: «Allí viene el sablazo». Más le aterró darse cuenta de cómo vivía Juan cuando éste lo convidó a ver su invento en la colonia Guerrero. En un terreno baldío, dentro de una covacha de muros y techo de lámina, no sólo se entronizaba el refrigerador sino fragmentos de herrería de todo tipo, rejas y balcones diseñados y fundidos por él, que mostraban su sentido artístico porque eran muy bellos. Lorenzo sostuvo una reja en el aire: «Hermano, está a todo dar». Caminaba entre la estufa, el refrigerador, el motor desarmado, la turbina en el piso sin saber qué decir, con la certeza de que la mayoría de sus inventos no tenían el menor futuro porque ¿quién financiaría un automóvil mexicano cuando resultaba más barato importarlo? A la mitad del patio, un cochecito rojo como una hemorragia atrajo su mirada. «Es eléctrico, hermano, no gasta gasolina». También las estufas eran eléctricas. Con Juan trabajaban tres muchachos, «mis ayudantes», que lo escuchaban con atención. «Algún día voy a descubrir el origen del universo antes que tú», le dijo palmeándole la espalda, «y te voy a dar en la torre, hermano», y Lorenzo se retuvo para no decirle que estaba chalado, que ya no descubriría nada. Sintió unas inmensas ganas de llorar. Con Juan habría podido discutir durante horas problemas abstractos de astrofísica, él era su interlocutor verdadero, tenía mucho más que decir que Luis Enrique Erro, pero ¿cómo decirlo desde este basurero de fierros viejos, reducido a la nada? En cajas de cartón se apilaban varios libros desgastados. Una vida de Edison, otro volumen de cálculo, el Semat,
Una modesta proposición
de Jonathan Swift, una pila de hojas, las esquinas dobladas cubiertas con su escritura nerviosa, tres mapas celestes probablemente extraídos de Tonantzintla.

También a Lorenzo le había dado por releer obsesivamente a Swift. Por Swift, y no por Joyce, quiso conocer Irlanda. Claro, Joyce tenía páginas maravillosas sobre la astronomía en su
Ulises
pero Joyce —estaba seguro— no habría existido sin
Una modesta proposición
. Tampoco sin
La historia de una barrica
. Lorenzo seguía impresionado por
Los viajes de Gulliver
y muchas veces comparó a los mexicanos con los habitantes de Liliput. La presencia de Swift entre los libros ajados de su hermano lo inquietaba. «Leemos lo mismo en el mismo momento». Las afinidades entre los dos se acentuaban. ¿Con quién podría Juan hablar de Swift, sino con él? ¿De qué tamaño era el infierno de su soledad? Él, Lorenzo, tenía a Diego, pero Juan, ¿a quién tenía?

Sus ayudantes no lo dejaban solo. Ninguno entendía las ecuaciones que garabateaba en hojas y más hojas, pero su devoción lo hacía sentirse respetado. Con ellos, Juan compartía desayuno, comida y cena, la madre del Chufas le lavaba su ropa. ¿Cuál? Pensó Lorenzo al verlo tan perdido. Y sus diversiones, si es que las tenía, eran las cervezas al borde de la acera el domingo en la tarde. Lorenzo salió con la desolada sensación de que Juan, convertido en un Ciro Peraloca, una vez totalmente perdida la brújula, se iría despeñando a pesar de sus chispazos de genio. Le habría ofrecido vivir juntos, pero su hermano se había amoldado a esta marginación, era su elemento. No tener un centavo era parte de su impotencia, pero también de su degradación. Vivir al día, darse cuenta en la noche de que no se ha comido es tolerable en la juventud, pero ¿qué sucedería con los años? Juan vestía como indigente, tenía cara de pobre, cicatrices de pobre, manos de pobre, ojos de pobre. Desgastado prematuramente, se veía mucho más viejo que su hermano mayor. No es que él, Lorenzo, tuviera dinero, hace apenas un año todavía vivía con los Toxqui en el pueblo de Tonantzintla, pero esta permanencia de Juan en la penuria lo aterraba: «Si yo estoy fuera de la realidad, como dicen los amigos, mi hermano gira en una órbita desconocida». Pensó que a lo mejor los De Tena tenían un grano de locura. Leticia y su inconsciencia, Juan y su irresponsabilidad, él y sus obsesiones. «¡Qué mal hizo mi madre en morirse —se repitió—, porque al irse se llevó nuestra estabilidad!». Allí estaban los cuatro para demostrarlo. La única a salvo de la demencia era Emilia.

Finalmente decidió recurrir a la mayor. «Escríbele, Juan, ella puede salvarnos». Quizá a Juan le impresionó que su hermano utilizara el plural. La respuesta positiva de Emilia no se hizo esperar. Con la intervención generosa de su marido, mandaría un giro. A los dos meses, Juan necesitaba otro préstamo y Lorenzo empezó a vivirlo como una amenaza. Verlo llegar le causaba una desazón tremenda porque Juan sólo se aparecía cuando tenía la soga al cuello. «Hermano, hasta Leticia es más responsable que tú».

—Leticia es mujer, a ella la mantienen.

Al reunirse Lorenzo con sus cuates, lo avasalló el entusiasmo de Diego Beristáin por el futuro del país.

—Somos ricos, tenemos petróleo, minerales, bosques, agua, kilómetros de litorales y un pasado mucho más antiguo que el de la mayoría de los países del cono sur, y desde luego de Estados Unidos. Todo nos conduce a ser el líder de América Latina. Nuestros héroes populares son más originales y creativos que los de cualquier otro país del continente.

—Por favor, Diego, a Zapata se lo han apropiado el PRI, la clase política, los vividores, no aquéllos a los que verdaderamente pertenece, y lo han deteriorado y envilecido al usarlo para sus sucios negocios. Me enferma esta demagogia zapatista en los discursos del PRI. Igual han hecho con Juárez, lo han usado como un gran referente histórico aunque el presidente y su gabinete vivan una doble vida, patente en las secciones de Sociales de los periódicos. Mueren con la bendición papal y todos los auxilios de su Santa Madre Iglesia, casan a sus hijas en catedral, van al Vaticano y su indefinición se extiende a todos sus actos. ¡Qué gran vergüenza!

—Por la guerra, los europeos vienen a México. Vas a ver el progreso que obtendremos a partir de esta derrama económica, la de empleos que van a poder crearse. Por ellos la epopeya del acero es un hecho. Fundidora de Monterrey y La Consolidada alimentan los hornos con carbón mineral en vez de vegetal. Tamsa, la American Smelting, son empresas que rinden altos dividendos.

—¿Altos dividendos para quiénes, Diego? La corrupción es parte inherente de la administración pública. El PRI es un monopolio y no pierde una elección porque no tiene contendientes. Si los tuviera, la oposición nos daría una fuerza extraordinaria. Necesitamos aire fresco y aunque tú dices que van a crearse millones de empleos, por lo pronto los mexicanos más pobres no tienen capacidad de compra, sigo viendo la misma miseria.

—Trato con Harold Pape y en las reuniones de Altos Hornos de México veo cómo toma medidas para que los pobres eleven su poder adquisitivo. Vamos a alcanzar la formación de capital de los Estados Unidos y podremos racionalizar el sistema de impuestos.

—¡No te hagas! —lo interrumpió Lorenzo—. Aquí para variar los ricos están exentos y el PRI-gobierno ahorca a los pobres. ¿Cómo van a adquirir capacidad de compra si apenas sobreviven?

—Hay que liberalizar las prácticas comerciales y eso sólo se logra con el fomento de las inversiones extranjeras. Deberías conocer a Gómez Morín, un financiero excepcional, creador de la banca mexicana. Vamos a llenarnos de divisas…

—Y de descontento social.

Lorenzo insistía en proclamarse republicano, socialista, materialista y ateo. «¡Es un poseso!», reía Chava Zúñiga. La pandilla no compartía la furia con la que De Tena defendía sus ideas. Chava alegaba que la jornada de ocho horas era suficiente como en Estados Unidos y la indignación de Lorenzo rayaba en la histeria. ¿Cómo vamos a sacar a este país adelante? ¿Cómo vamos a compararnos con países industrializados? Necesitamos doble turno para vencer nuestro rezago, capacitarnos, volvernos competitivos. Si los demás caminan, tenemos que correr.

—Lorenzo, ¿estuviste en Harvard o en Japón?

—Ojalá y a nosotros nos embargara la mística japonesa. Japón me sacudió hasta la médula. Al ver la cantidad de tierra que le reclamaron al mar, rellenándolo con desechos, me pregunté: ¿por qué los mexicanos con tanta tierra no salimos adelante?

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