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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

La piel del cielo (8 page)

BOOK: La piel del cielo
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—¿Cuál?

—Nunca dejó de temblar, lloró a moco tendido, se fue hecha un verdadero asco. Un inocente no se sacude en esa forma. Ella, que es prieta, se puso hasta blanca cuando le dije que iba a llamar a la policía…

—Lucía, vamos a buscarlo tú y yo, lo que has hecho es muy grave.


All right, darling
, pero te repito que estoy segura, chiquito, segura…
I’m positive, okey? Positive
. Lo que más me duele es que esa joya me la regaló el duque de Albuquerque en Madrid.

Lorenzo sacudió alfombras, removió roperos y cómodas. Al tercer cajón, en una esquina, sacó el broche.

—Mira tu broche robado.

—¡Ay qué bueno,
darling
, tenías que ser tú quien lo encontrara!

—Debes ir por Felipa.

—¿Qué te pasa, mocoso? ¿Te has vuelto loco?

—Lucía, si no reparas esta injusticia, con todo y lo que te amo, no vuelvo a verte.

Esa noche no hicieron el amor. Ni el día siguiente ni al tercero, aunque Lorenzo estuvo a punto de romper su promesa y correr a Insurgentes. Al cuarto día, Lucía vino a dejarle un recadito con su letra puntiaguda de alumna del Sagrado Corazón en un sobre perfumado. «He hecho todo lo posible por localizar a Felipa, se ha vuelto un personaje de Welles, invisible.
Love
. Lucía». Lorenzo no respondió. El jueves su amante se presentó a jugar bridge, y aunque Lorenzo juró no estar en Lucerna a la hora en que la tía Tana gritara «Lorencito», bajó a acompañarla temblando. Ella le contó que se había puesto su vestido más viejo y recorrido setenta y siete muladares sin hallarla. Lorenzo alegó que así como había sabido emplearla, siguiera buscándola. En la puerta, Lucía lo invitó a pasar, ándale,
darling
, no seas payaso. Mordiéndose los labios le dijo que no y se fue llorando de rabia. Al otro jueves pasó lo mismo, Lucía le hizo un recuento pormenorizado de sus penosas gestiones en la colonia Guerrero. «Hice el ridículo por ti, corazón, sólo por ti, olvida a la dichosa escuincla. Se la tragó la mugre. Ahora pásale,
love
, ya lo ves, hice todo lo humanamente posible,
really, this is ridiculous
», pero Lorenzo no entró y no entraría más. Hacerlo habría significado traicionar a su madre.

Volvió a ver a los cuates y cuando el recuerdo de Lucía se hizo apremiante, buscó a Cocorito. Una tarde después de la comida, la tía Tana informó que Lucía había salido intempestivamente a España.

—Así lo hace cuando tiene un contratiempo, se va sin avisar.

Una llamada telefónica sacudió la casa de los De Tena: «La señorita Lucía Arámburu y González Palafox, asesinada». Estremecida, Cayetana le ordenó a su sobrino:

—Por favor, ve corriendo a Insurgentes, yo la hacía en España, seguro es una equivocación. ¿Qué haces allí parado como tonto? Regresa apenas sepas algo.

Un mundo de gente le impidió el paso al número 18 de la avenida Insurgentes, comprobando la verdad de la noticia. Aturdido, Lorenzo pudo reconstruir el crimen a través de las frases de unos y otros. La luz encendida de día y de noche había intrigado al barrendero Arcadio Diazmuñoz, que trepó al balcón y por el vidrio sucio vio tirado a un lado del piano un bulto negro alargado que parecía ondular. En el suelo, una mancha de aceite. Le llegó un hedor a cadáver que ahora, según él, abarcaba toda la cuadra. «¡Inconfundible, yo sé de eso!». Hacía varias semanas que nadie respondía al timbre en la casa de dos pisos y un sótano. Al acercarse, pudo ver que moscas verdosas y panzudas salían por las junturas de la puerta. Corrió en busca de la policía. «Allí adentro está pasando algo raro, se lo digo yo que sé de basura». A la hora, se presentaron el agente del Ministerio Público, Efrén Benítez, y el director de Criminalística e Identificación, Alfredo Santos. Fue preciso romper uno de los vidrios de la ventana para entrar. «¡Qué barbaridad, qué cosa tan más horrible, una persona de la mejor sociedad!». «¡Dicen que era soltera!». «¡Llevan mucho tiempo adentro, los familiares también ya pasaron!».

Una mujer se le acercó a Lorenzo: «¿Es usted familiar? Como que les da un parecido a los que entraron».

Lorenzo hizo el esfuerzo de controlarse y con su credencial de
Milenio
subió con los demás a la recámara. Recordó el ajuar «gris horizonte» como decía Lucía, de estilo francés y miró la habitación por primera vez, porque en realidad de Lucía lo único que importaba era su cuerpo. Su casa siempre le pareció igual a la de la tía Tana, a la de Kiki Orvañanos, a la de Tolita Rincón Gallardo, a la de Mimí Creel; los mismos muebles de marquetería poblana, las sillas de pera y manzana, los espejos coloniales, las porcelanas de la Compagnie des Indes, los grabados de Catherwood, casas en serie, cortadas con las tijeras del buen gusto. Eso sí, Lorenzo notó el desorden, la gran confusión de objetos tirados en la alfombra, los vestidos en los roperos abiertos, las chalinas y las bolsas de mano revueltas, los cajones a la vista y las joyas expuestas, un anillo de enorme brillante, no menos de doce quilates de peso, pero falso, una esmeralda envuelta en papel de china, falsa como el brillante; estuches con perlas de papelillo, pulseras cuajadas de piedritas titilantes. Recordó a Lucía:
«C’est du toc, mon cher
, lo que llevo se ve fino pero es pacotilla. Mi buena facha legitima cualquier bastardía. Dignifico la bisutería,
darling
. En el banco guardo lo que me pongo sólo en Madrid. En México, son tan payos que no conocen la diferencia. A nadie es más fácil darle gato por liebre que a la sociedad mexicana».

Según ella, Dios la había dotado de una inteligencia superior que tenía que emplear en restaurar en el trono a su majestad Alfonso XIII y para ello escribió numerosas cartas que ahora esperaban inútiles. Otra carta dirigida a su abogado era una queja interminable contra el Monte de Piedad: «Soy perfectamente capaz de hacerles un escándalo. Tengo amigos influyentes en la prensa…». Quería a toda costa que le devolvieran un bargueño empeñado hacía un año, cuyas refrendas estaban agotadas. Sobresalía, escrito en tinta verde, un recado de Miguel Maawad Tovalín, agente de una casa de amplificaciones fotográficas: «Sentí mucho no encontrarla. Volveré mañana entre diez y doce». A juicio del perito en Criminalística e Identificación, la fecha era la víspera del crimen.

«Va a ser el escándalo del año», oyó Lorenzo decir a un reportero. Incapaz de hablar, seguía a sus colegas como fantasma. A través de los cristales de la puerta de la sala podía verse, tendido cerca del taburete al pie del piano, el cadáver «en decúbito dorsal», como lo asentó el perito. Todos se detuvieron horrorizados al abrir la puerta y ver la espantosa cantidad de moscas verdes, gordas, con sus alas torpes y ruidosas zumbar encima del cadáver. Si se movía era porque zumbaban también dentro de sus entrañas bajo un fondo de seda negra. Dos colchas dobladas y con las puntas quemadas escondían el rostro. El cadáver tenía los brazos abiertos, una mano cubierta con un guante viejo, rotas las puntas de los dedos, la otra desnuda lucía una
chevalière
con armas de familia.
«Darling
, leo
El Universal
con guantes, es tan sucio el periódico».

Cuando el perito descubrió el rostro, un ¡Oh! de espanto recorrió a la concurrencia. Los gusanos formaban una masa blanquecina y movediza, las larvas negras y rojas caían produciendo un ruido inolvidable. Algo más horrible aún los aguardaba: un rayo de sol hirió las muelas de oro de la mandíbula. El pelo esparcido sobre la alfombra de Bujara era lo único reconocible.

—Lleva por lo menos un mes de muerta —se escuchó la voz del perito.

Lorenzo sintió el impulso de echarle una sábana encima, o ¿no cubrían así a los machucados en la calle? Lucía yacía a la vista de todos.

—Ojalá la haya matado sin hacerla sufrir —Lorenzo sorprendió al perito, que lo miró con extrañeza.

—¿La conocía, verdad? —preguntó al ver su rostro descompuesto.

Lorenzo respondió con un sollozo.

—Joven, mejor vaya y serénese, usted no tiene estómago para ser reportero de «Criminales».

Lorenzo caminó todo el día sin dejar de repetirse: «Yo la maté, yo la maté». Si él no la hubiera abandonado, Lucía estaría viva. Caminó hasta muy entrada la noche, el cadáver frente a sus ojos, cubriéndolo, extendido sobre su vientre. Con ese cuerpo se había acostado; esas medias negras que ahora yacían derribadas en un montón de porquería, las había visto subir lentamente sobre los muslos de Lucía. Paso tras paso, Lorenzo hizo resonar en su cabeza el
ritornello
: «Yo la maté, yo la maté», hasta perder la cabeza. «Era una loquita maravillosa, yo la maté, muchas veces tuve ganas de matarla, la odié tanto que deseé su muerte. No debí juzgarla; si hubiera seguido con ella, seguramente la mato, entonces, por lógica, yo la maté, nunca se fue a España, no salió a ningún lado, se encerró a solas con su dolor y quiso sacarse una fotografía para enviármela, pinche Lucía, no debí condenarla, pobre mujer, inconsciente, absurda, avara, parásito».

Cuando le dolieron los pies y las piernas, Lorenzo se preguntó cuántos kilómetros habría caminado. Enloquecido, llegó a la puerta de la casa de Lucerna tan parecida a la de Lucía y subió a su buhardilla. Lo acometió un sueño pesado y despertó al alba. Salió a primera hora, no quería ver a su familia. Al tercer día, regresó a la casa iluminada por la atroz noticia y oyó que la tía Tana gritaba:

—Lorenzo, ¿eres tú? Aquí en la sala tenemos los periódicos, ven. La mejor información es la de
El Universal
.

—Ya saben quién la mató —informó el tío Manuel—; andan tras de la pista de un tal Miguel Maawad Tovalín.

—Tenía una vida secreta que ninguno de nosotros sospechó. ¡Quién lo hubiera creído! Tan decente… —murmuró Joaquín.

—Mira quién lo dice. Sucede en las mejores familias —repuso sarcástica Tana—. Durante el gobierno de Porfirio Díaz figuró entre las mujeres más bellas de México y en los bailes del Centenario se hizo proverbial su hermosura.

—¿En los bailes del Centenario? —preguntó Lorenzo azorado.

—Sí, era de mi edad. También yo destaqué en los bailes del Centenario y don Porfirio escribió su nombre en mi carnet de baile.

—A pesar de su físico y de su talento, sus cóleras y excentricidades, sus salidas de tono impidieron que se casara. Ningún galán se decidió a ser su marido —insistió don Joaquín.

—Lucía era un buen partido y si hubieras querido, hoy los huérfanos tendrían madre. De tanto esperarte, Lucía fue mirando pasar su juventud hasta llegar a los cincuenta, edad que tenía al morir.

Lorenzo sintió el impulso de taparse los oídos pero no pudo impedir que retazos de conversación siguieran hiriéndolo como saetas.

—Todos morían por ser invitados a su salón Luis XV.

—Circuló el rumor de que Lucía sería secretaria del rey de España porque logró varias audiencias con Alfonso XIII, quien se impresionó con su fervor. ¡De ahí tantos viajes a Madrid!

—Odiaba a los republicanos, decía que eran sus enemigos personales y luchó por hacerlos expulsar de todos los centros sociales.

—Era totalmente desequilibrada —volvió a comentar don Joaquín—. Estaba histérica. Cuando Julio Álvarez del Vayo visitó por primera vez el Casino Español en Puebla, salió a su paso y gritó: «Viva el rey Alfonso». «Sí, señora, en Fontainebleau, el tiempo que guste», respondió el embajador de la República Española. Este episodio fue comentado durante meses en el Jockey.

Lorenzo nunca había escuchado a su padre hablar con tanta volubilidad. Otros incidentes daban fe de la excentricidad de Lucía y el muchacho iba recogiéndolos, dolido. Se trataba de una neurasténica de desplantes intolerables, no tenía criados, los echaba a la calle. Sí, era Lucía. «Sus rentas ascendían a mil doscientos pesos mensuales». ¡Y ella que siempre se quejaba de falta de dinero!

¿Qué tipo de vida llevaba la que había sido su amante? Lorenzo pidió
El Universal
y subió a su buhardilla. El periódico aseguraba que el autor del crimen era un hombre y que ese hombre, por la huella delgada y larga de su pie junto al cadáver, usaba calzado elegante.

En los días que siguieron la pesadilla fue acentuándose. A lo mejor Lucía lo había seducido a él porque no pudo tener a su padre, pero no, Lucía era parte de su ser: su yo íntimo, el verdadero. Podía ser todo lo inútil, snob y tacaña que la pintaran pero habían compartido una vida secreta y él la conoció dulce, a veces risueña, sincera, una Lucía limpia, una niña-vieja, una vieja-niña. «Adiós, Lorenzo, gracias y cuídate», le gritó una noche somnolienta, al oírlo bajar la escalera. «Adiós, niño, me haces feliz», vino la dádiva inesperada del reconocimiento. Sólo Lorenzo había visto algo patético y desconsolado en ella, que ahora lo abatía. A solas, Lucía lo miró muchas veces como si quisiera fijar sus rasgos para siempre y él pudo leer el amor en sus ojos.

De nuevo Lorenzo caía en la sensación de doble vida iniciada el día en que entró a la casa de Lucerna; todo lo que para él era esencial era secreto, lo demás, la cotidianidad, tenía que tolerarla. Escondía lo que de veras lo apasionaba. Nadie estaba a la altura de su vida interior, hasta Diego desconocía su quintaesencia.

Tirado en su cama oyó que alguien tocaba a la puerta. Era Leticia. Al verlo llorando, se sentó al borde de la cama a sollozar también y cuando recuperó su respiración le dijo con humildad:

—Hermano, hermano, sólo te tengo a ti, hermano. Hermanito, estoy embarazada y ya se me va a notar.

En ese instante, Lorenzo resolvió dejar la buhardilla asignada por la tía Tana, tomar un departamento y hacerse cargo de Leticia.

7.

A Lorenzo le pasaron inadvertidas las redondeces de Leticia, pero no su ingenio. Su hermana menor se hizo mujer muy pronto, como los niños pobres sin infancia, que envejecen de tanto vivir a la defensiva. Llenaba la casa con su exuberancia, su salud sin fisuras y la facilidad con la que repartía su afecto. A todos besaba, y cuando se despedía todavía se oía su voz cristalina canturrear al son de los cinco dedos de su mano desde los cuales mandaba besos: «Besitos, besitos». Era un rehilete de besitos y sus cabellos rojizos iban tras de ella como una cauda. «¡Óyeme, qué guapa se ha puesto tu hermanita!», le dijo un día Diego. En ese momento, Lorenzo la miró con nuevos ojos.

Como prueba de su predilección, la tía Tana decidió buscarle a Leticia un preceptor entre los maristas, algún santo varón que la instruyera, le comunicara su piedad y su templanza y pudiera llevar por buen camino a Juan, que quién sabe por dónde andaba. Las familias bien suelen confiar en el cielo, de allá caerán las soluciones, y Tana recibió al novicio como al salvador. Raimundo compartía la vida de familia, llevaba la voz de mando a la hora de bendecir la mesa, dar la acción de gracias y congregar a la comunidad de patrones y criados para el rosario.

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