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Authors: Arturo Pérez-Reverte
—Usted se ha acercado a él lo suficiente, me parece —añadió—. Quizás ahora pueda comprender.
Quart hizo un gesto ambiguo. Podía comprender algunas cosas, dijo. La actitud del párroco, o su intransigencia respecto a la iglesia y su cometido en ella. Pero ésa era sólo una parte del problema. Su misión en Sevilla consistía en un informe general sobre la situación, que incluyese, a ser posible, la identidad de
Vísperas
. Y sobre el pirata informático, la investigación seguía en ayunas. El padre Óscar estaba a punto de irse sin que Quart estableciera su posible relación con el caso. También tenía que revisar informes de la policía y las encuestas del Arzobispado sobre las muertes en la iglesia. Además —se tocó la chaqueta a la altura del bolsillo interior donde llevaba la tarjeta de Carlota Bruner— quedaba por resolver el misterio de la postal y la cita señalada en el Nuevo Testamento de su habitación.
—¿Quiénes son sospechosos? — preguntó ella.
Estaban bajo el arco de la muralla, junto al pequeño altar barroco de la Virgen encerrado en su urna de cristal, y la risa de Quart arrancó ecos a la bóveda. Una carcajada seca, desprovista de humor.
—Todos lo son —dijo, mirando la imagen como si dudara entre incluirla o no en aquel
todos
—. Don Príamo Ferro, el padre Óscar, su amiga Gris Marsala… Incluso usted misma. Aquí todo el mundo es sospechoso, por acción u omisión —miró a derecha e izquierda cuando salieron al patio de banderas de los Alcázares, del mismo modo que si esperase hallar a alguno de ellos allí, al acecho—. Estoy seguro de que se encubren unos a otros —caminó un poco más, se detuvo brevemente y miró de nuevo alrededor—. Bastaría con que cualquiera de ustedes hablase con franqueza durante treinta segundos para que mi investigación quedara resuelta.
Macarena Bruner estaba a su lado, mirándolo con fijeza, el bolso de cuero apretado contra el pecho.
—¿Eso es lo que cree?
Quart aspiraba el aroma de los naranjos que llenaban el patio.
—Estoy seguro —dijo—. Completamente seguro. Imagino que
Vísperas
es uno de ustedes, que envió ese mensaje como señuelo para atraer la atención de Roma y ayudar al padre Ferro a conservar su iglesia… Cree que una apelación al Papa significa establecer la verdad y que ésta resplandezca. Pues la verdad, se dice nuestro ingenuo pirata informático, no puede perjudicar a una causa justa. Entonces aterrizo yo en Sevilla, dispuesto a buscar el tipo de verdad que interesa en Roma, que tal vez no coincida con la de ustedes. Quizá por eso nadie me ayuda, sino que plantean misterio sobre misterio, incluido el acertijo de la postal.
Caminaron de nuevo, cruzando la plaza. A veces sus pasos los acercaban, y Quart podía advertir su perfume: algo cercano al jazmín, con fragancias de azahar. Macarena Bruner olía como aquella ciudad.
—Quizá el objetivo no es ayudarlo a usted —dijo ella al cabo de un momento—, sino ayudar a otros. Tal vez todo sea para hacerle comprender lo que está ocurriendo.
—De acuerdo: yo puedo entender la actitud del padre Ferro. Pero mi comprensión no les sirve para nada. Enviaron su mensaje en espera de un buen clérigo lleno de amor y comprensión, y lo que les mandan es un soldado con la espada de Josué —movió un poco la cabeza, con mal humor—. Porque yo soy un soldado, como ese sir Marhalt que tanto le gustaba cuando jovencita. Sólo informo de hechos y busco responsables. La comprensión y las soluciones, si las hay, corresponden a otros —hizo una pausa, antes de añadir una débil sonrisa—. No sirve de nada seducir al mensajero.
Habían llegado al pasadizo que comunicaba el patio de banderas con el barrio de Santa Cruz. Bajo la luz del recodo, sus sombras se deslizaron juntas por las paredes encaladas. Aquello creaba una extraña sensación de intimidad, y Quart sintió alivio cuando salieron de nuevo al otro lado, a la noche abierta.
—¿Eso piensa? — preguntó Macarena Bruner—. ¿Que pretendo seducirlo?
Quart no respondió. Siguieron caminando en silencio a lo largo de la muralla, y luego por una de las calles estrechas que se adentraban en el barrio judío.
—También sir Marhalt —dijo ella, después de unos instantes—tomaba partido por las causas justas.
—Eran otros tiempos. Además, a su sir Marhalt se lo inventó John Steinbeck. Ahora ya no quedan causas justas. Ni siquiera la mía lo es —se quedó en suspenso, cual si meditara sobre la verdad de aquello—. Pero es la mía.
—Olvida al padre Ferro.
—Eso no es una causa justa. Es un recurso personal. Cada uno se las arregla como puede.
Quart caminaba mirando al frente, pero pudo advertir que ella hacía un movimiento de impaciencia:
—Por favor. He visto
Casablanca
veinte veces. Y esto es lo que me faltaba. Un cura jugando a los héroes desengañados —se había adelantado un poco y ahora se volvía hacia él, despectiva y malhumorada—. A Humphrey Bogart.
—No. Yo soy más alto. Y usted se equivoca. No ha visto nada, ni sabe nada de mí —sentía deseos de cogerla por el brazo y detenerla mientras hablaba, pero se contuvo. Ella seguía caminando un poco adelantada, y miraba de nuevo al frente como negándose a escuchar—. No sabe por qué soy cura, ni por qué estoy aquí, ni qué he hecho para estar aquí. No sabe a cuántos Friamos Ferro he conocido en mi vida, ni qué es lo que hice con ellos cuando recibí las órdenes apropiadas.
Lo dijo con una amargura que cayó en el vacío; Macarena Bruner no podía saber. Vio que giraba en redondo sobre sus zapatos:
—Parece que lamente no tener una cabeza que enviar a Roma con el próximo correo —se encaraba con él, un poco inclinado el cuerpo hacia adelante—. Creyó que todo sería fácil, ¿verdad?… Pero yo estaba segura de que las cosas cambiarían cuando conociera de cerca a la víctima.
—Se equivoca —Quart negó sosteniendo su mirada—. Nada cambia, al menos en lo formal, que yo conozca mejor al padre Ferro.
—¿Y en el resto? — se tocaba la frente con un dedo—. Sus ideas.
—El resto es asunto mío. Y sepa que he conocido de cerca a muchas de mis víctimas, como usted dice. Eso no cambió nada.
La oyó suspirar, despectiva:
—Supongo que no. Supongo que a cuenta de eso le compran ropa a medida en buenos sastres, y lleva zapatos caros y tarjetas de crédito, y un reloj estupendo en la muñeca —lo miraba de arriba abajo, provocadora e insolente—. Ésas deben de ser sus treinta monedas.
Demasiado agresiva. Demasiado desdén en sus palabras para que todo aquello le diera lo mismo, así que Quart empezó a preguntarse desesperadamente hasta dónde pretendía llegar. Estaban quietos el uno frente al otro, en una de las calles estrechas con faroles de hierro cuyos balcones cargados de macetas casi se tocaban de lado a lado, sobre sus cabezas.
—Celebro que lo suponga, porque es así —Quart se cogió con dos dedos la solapa de la americana, mostrándosela—. Esta ropa, y estos zapatos, y esas tarjetas de crédito, y este reloj, resultan muy útiles cuando se trata de impresionar a un general serbio, o a un diplomático norteamericano… Hay curas obreros, curas casados, curas que dicen misa de ocho y hay curas como yo. Y no sabría decirle quién hace posible que siga existiendo quién —apuntó una sonrisa amarga, pero su pensamiento ya había volado lejos de las palabras que pronunciaba; Macarena Bruner seguía demasiado cerca, en aquella calle demasiado estrecha—. Aunque en algo coincidimos su padre Ferro y yo: ninguno se hace ilusiones en lo tocante al oficio.
Después se quedó callado, porque de pronto tuvo miedo de la necesidad de justificarse ante ella. Se hallaban solos en la calle, a la luz de un lejano farol, y estaba muy hermosa mirándolo en silencio, con la boca entreabierta mostrando el despunte de sus incisivos blancos. Respiraba despacio, con la serenidad de la mujer hermosa que tiene plena conciencia de serlo. Su expresión ya no era de desprecio, como si éste se hubiera agotado en las palabras mismas; y era el de Quart un miedo masculino y real, físico, muy parecido al vértigo. Tanto que hubo de contenerse para no dar un paso atrás que lo habría llevado con la espalda contra la pared:
—¿Por qué no me cuenta lo que sabe?
Vio que lo miraba como si hubiese esperado de él otras palabras; otro gesto. Los ojos de la mujer, hasta entonces fijos en los suyos, se deslizaron por su rostro y el alzacuello de la camisa negra.
—Aunque no lo crea, yo sé muy poco —respondió, tras un silencio que se hizo extraordinariamente largo—. Puedo adivinar cosas, quizá. Pero no seré quien se las cuente. Haga su trabajo mientras los demás hacen el suyo.
Dijo eso y se quedó otra vez callada e inmóvil, a la espera de averiguar qué tenía Quart que responder a eso. Pero él no dijo nada, sino que echó a andar por la calle estrecha; y ella lo siguió en silencio, abrazando su bolso de cuero contra el pecho.
En Las Teresas colgaban jamones entre botellas de La Guita, viejos carteles de Semana Santa y de la Feria de Abril, fotos de toreros delgados y serios muertos tiempo atrás, con la tinta de sus dedicatorias amarilleando tras el cristal de los marcos. Los camareros anotaban los precios de las consumiciones sobre el mostrador de madera mientras Pepe, el encargado, cortaba lonchas finas de Jabugo con un cuchillo largo y afilado como una hoja de afeitar:
Cómo me alegra,
primita hermano,
cómo me alegra,
comer jamón serrano
de pata negra.
Cantaba entre dientes, por sevillanas. Había llamado doña Macarena a la acompañante de Quart y les puso delante, sin que ninguno de los dos tuviera ocasión de pedir nada, tapas de magro con tomate, puntillas fritas, caña de lomo, champiñones a la plancha, y dos copas esbeltas, de largo tallo, llenas en sus dos tercios de olorosa y dorada manzanilla. Cerca de la puerta, acodado en la barra junto a Quart, un parroquiano de aspecto habitual y rostro enrojecido trasegaba concienzudamente tinto tras tinto; y de vez en cuando Pepe interrumpía la copla y, sin retirar su atención de las lonchas de jamón, le dirigía unas palabras sobre cierto partido de fútbol que estaba a punto de jugarse entre el Sevilla y el Betis.
—Apoteósico —puntualizaba el de la cara colorada, con tozudez alcohólica; y mientras Pepe asentía con la cabeza, reanudando la copla, el otro volvía a hundir la nariz en el vaso de vino. Por el bolsillo superior de su chaqueta asomaba la cabeza un pequeño ratón gris, auténtico, al que de vez en cuando ofrecía trocitos del plato de queso que estaba a su lado, en la barra. El roedor devoraba el queso con diligencia, y nadie parecía sorprenderse lo más mínimo.
Macarena bebía manzanilla a lentos sorbos. Apoyaba un codo en la barra, tan segura como si estuviera en la Casa del Postigo. En realidad, pudo apreciar Quart, se movía por todo Santa Cruz cual si fueran las habitaciones de su propia casa; y en cierto modo lo eran, o lo habían sido durante siglos. Saltaba a la vista que cada rincón venía inscrito en su memoria genética, en su instinto de territorio. Quart confirmó la impresión —y eso no tranquilizaba al agente del IOE— de que le era difícil concebir ese barrio y la ciudad sin la presencia de aquella mujer y lo que ésta significaba. Cabello negro recogido en la nuca, dientes blancos, ojos oscuros. De nuevo recordó las pinturas de Romero de Torres, el edificio de la Tabacalera ahora convertido en Universidad. Carmen la cigarrera y las hojas de tabaco húmedo enrollándose en la palma de la mano, contra la cara interior de un muslo de mujer de piel morena. Alzó los ojos y encontró los de ella fijos en los suyos. Otra vez reflejos de miel, reflexivos. Tranquilos.
—¿Le gusta Sevilla? — inquirió de pronto Macarena.
—Mucho—respondió turbado, preguntándose si ella penetraba sus sentimientos.
—Es un sitio especial —seguía mirándolo sin dejar de picotear en los platos; ahora daba cuenta de un champiñón a la plancha—. Aquí el pasado convive sin problemas con el presente. Gris dice que los sevillanos somos viejos y sabios. Todo puede aceptarse, todo es posible —miró brevemente a su vecino de la cara colorada, y sonrió—… Hasta compartir queso con un ratón en la barra de un bar.
—¿Su amiga es experta informática?
Lo miró con extrañeza. Casi admirada.
—No se da por vencido, ¿verdad? — pinchó otro champiñón con un palillo y se lo llevó a la boca—. Usted es hombre de ideas fijas. ¿Por qué no se lo pregunta a ella?
—Ya lo hice. Y salió con evasivas, como todo el mundo.
Miraba hacia la puerta, por encima del hombro de la mujer, y vio entrar a un hombre gordo, cincuentón y vestido de blanco, que por un instante no le pareció completamente desconocido. El gordo se quitó el sombrero al pasar junto a ellos, echó un vistazo en el interior como si buscara inútilmente a alguien, consultó el reloj que extrajo de un bolsillo de su chaleco y fue a desaparecer por la otra puerta, balanceando un bastón con puño de plata. Quart observó que tenía la mejilla izquierda enrojecida, cubierta por crema o pomada, y un curioso bigote corto y muy encogido, como si se lo acabasen de chamuscar.
—¿Y qué hay de la postal? — le preguntó a Macarena, prosiguiendo la conversación—… ¿Tiene Gris Marsala acceso al baúl de su tía abuela Carlota?
La vio sonreír un poco, divertida por sus ideas fijas.
—Alguna vez estuvo cerca, si es a lo que se refiere. Pero también podía haber sido don Príamo. Tal vez el padre Óscar, o yo misma. O mi madre… ¿Se imagina a la duquesa, con sus coca—colas y una gorra de béisbol puesta del revés, haciendo saltar las claves de seguridad del Vaticano a las tantas de la madrugada?… —pinchó un trozo de carne con tomate y se lo ofreció a Quart—. Me temo que su investigación puede rondar lo grotesco.
Quart cogió un extremo del palillo, y sus dedos rozaron los de Macarena.
—Me gustaría echarle un vistazo a ese baúl.
Se llevó la tapa a la boca mientras ella lo miraba:
—¿Usted y yo, a solas? — sonreía—. Es una idea algo atrevida, aunque temo que el fin sea comprobar si tengo ordenador pirata —Pepe había puesto sobre la barra el plato de jamón y ella miraba las lonchas rojizas veteadas de oloroso tocino, distraída—. Por qué no. Podré contárselo a mis amigas, y me apetece imaginar qué cara pondrá el arzobispo cuando se entere —inclinó la cabeza, pensativa—. O mi marido.
Quart miraba los aros de plata en los lóbulos de sus orejas, bajo el cabello liso bien peinado hacia atrás, tenso en la cola de caballo.
—No quisiera crearle más problemas.